Disclaimer:

Los personajes aquí mencionados son propiedad de J.K. Rowling y la Warner Bros. Yo sólo me divierto con ellos y dejo que se diviertan también.

Este mini fic pertenece al Reto: Harmony "Romances de época" del grupo HARMONY (HARRY Y HERMIONE) & Harmony, a true love between two Gryffindors en Facebook.

Espero que lo disfruten.


El sol había despuntado ya, cuando la nodriza entró en la alcoba más amplia del primer piso de la casona, llevando sendos bultos de tela en precario equilibrio sobre las manos. El estruendo de las pesadas puertas de madera fina cerrándose tras de sí, sobresaltó a la doncella que dormía oculta por el dosel de terciopelo rojo que gobernaba la habitación.

—Mi niña —dijo la mujer—, es hora de despertar.

Sin rechistar, la figura joven de la damisela se hizo presente en un santiamén fuera de la comodidad de su lecho. Los pequeños pies se posaron sobre la suave alfombra blanca y pronto quedaron cubiertos por el largo camisón de algodón teñido de añil que esbozaba a contraluz del inmenso ventanal las misteriosas formas de mujer que se adivinaban bajo la tela vaporosa. Sobre el hombro izquierdo descansaba una larga y gruesa trenza de color castaño que mantenía cautiva la indomable cabellera de la única hija de noble cuna de un comerciante honrado venido a menos. Estaba por cumplir los 19 años y todo su cuerpo clamaba ya que era una dama casadera, y sus ojos, castaños y profundos, contemplaban la vida con emoción y avidez en busca de pequeñas grandes aventuras que la vida pudiera otorgarle.

Mientras la nodriza, luego de desperezarse de los bultos, correr las cortinas y encender las linternas de la alcoba, le pasaba por encima de los brazos el camisón y se dedicaba arduamente a encerrar la figura, espigada y a la vez dotada de curvas apetecibles a los hombres, en toda clase de corsés y encajes, Lady Hermione, hija del duque de Somerset y de la duquesa de York se dejaba hacer con una expresión de sincero pesar en el rostro. Nunca esa ceremonia diaria había sido de su gusto, le parecía no sólo innecesaria, sino también intrascendente. Odiaba, por sobre todas las cosas, sentir la prisión de las varillas y los lazos, que la privaba de la respiración y le limitaba el movimiento. Sin embargo se esforzaba por permanecer quieta, como un maniquí de costura; hacer enfadar a sus padres no era algo merecedor del castigo que, además, no le infligían a ella, sino a su pobre y cansada ama de cría.

Lady Hermione gozaba entonces de otros placeres. Se dejaba llevar por las fantásticas historias que desde que era pequeña devoraba con ansias en la enorme biblioteca de su padre. Desde el ventanal de su habitación podía ver la majestuosidad del océano, tan grande que no podía verse nada más que azul y algunos tonos verdosos hasta tocar los confines de la tierra. Como ahora, que no podía moverse si la nana no lo indicaba, había momentos en los que anhelaba salir de los terrenos que su familia poseía y llegar allá donde el mundo tocaba su fin, quizá incluso más lejos.

—Gira hacia mí, por favor.

La voz de la otra mujer la sacó de sus ensoñaciones. La realidad era muy distinta y con pocas opciones: el matrimonio, la consagración a Dios y, la peor de todas, la deshonra. Ninguna le atraía lo suficiente. El miedo a lo desconocido le quemaba el interior, pero no la paralizaba, le hacía querer ir tras él, como todo lo insondable que debía tener una explicación para aquel lo suficientemente valiente para ir a buscarla. Sabía, empero, que sus padres no perdonarían jamás tal desafío, mucho menos la sociedad y le tildarían de todo aquello impío. Ser esposa de Dios o serlo de cualquier noble, esa era la disyuntiva, entonces. Si bien era devota de la fe que imperaba en ese momento, sabía de primera mano que dedicarse al servicio religioso implicaba renunciar a cientos de cosas y quehaceres que la vida conyugal con un hombre tenía permitidos, y que permanecían en celoso secreto para aquellas que no se desposaran de tal manera, según había sido educada. Desde luego, todo misterio hacía que la curiosidad de Lady Hermione despertara y no había manera de desvelar tales arcanos si no se era parte del sagrado sacramento del matrimonio.

Un par de horas más tarde, cuando los ruiseñores comenzaban a cantar, la nodriza dio por terminada la afanosa tarea de envolver a la joven en decenas de yardas de tela, como una rosa en flor. El largo vestido rojo sangre con ligeros vivos en dorado hacía resaltar, sin quererlo, el busto generoso de la joven, escondiendo todo lo demás entre las faldas y los holanes de diversos tonos granate. La trenza había sido deshecha para dejar que los rizos naturales de la joven cayeran graciosamente sobre su espalda, llegando a la mitad de ésta. Un discreto tocado en oro y carmín lucía en su cabeza, mientras que de su cuello pendía una fina cadena del mismo metal precioso, sosteniendo un pendiente singular, decorado con un único fragmento de rubí.

—Sir Malfoy está esperándote, mi niña.

Un rubor infantil se apoderó del rostro de la joven que, contrario a la usanza en la corte, era de un tono más bien bronceado y no gustaba de palidecerse con el maquillaje. Sonrió y se mordió el labio inferior al tiempo que inclinaba la cabeza y recogía un poco la tela del vestido para caminar. Salió de su habitación, con la nodriza detrás suyo, en diligente silencio. Bajó las amplias escaleras de caoba pulida sin encontrarse una sola alma y se dirigió hacia el salón principal. Lord y Lady Granger se encontraban sentados en los extremos de la habitación, la una concentrada en las Sagradas Escrituras y el otro colocando parsimoniosamente unas hojas de tabaco seco en una pipa. Allí, de pie frente a la chimenea de mármol blanco, justo en medio de ambos, estaba él.

Sir Draco Malfoy no era, exactamente, un noble. Era extraordinariamente acaudalado, sí, mucho más rico que algunos nobles, gracias a los negocios de su padre en el Nuevo Mundo. Poseía todo cuanto se podía desear e incluso más. Era de piel blanca, tan clara e impoluta como el más fino diamante; tenía el cabello rubio cenizo, largo y lacio, acomodado impecablemente en un lazo de seda plateada; sus ojos eran casi grises y su mirada, hechizante. Todo su rostro parecía haber sido tallado por los mismísimos ángeles y ni siquiera las esculturas de la antigua Grecia podían compararse con su hermosura. Era alto y se conducía por la vida con gran garbo y majestuosidad, vistiendo ropajes en colores verdes y plateados, siempre ataviados con el emblema de su casa: sendas serpientes con ojos de esmeralda enroscadas en una M de plata. Además, y esto era lo que más fascinaba a lady Hermione, era un gran conocedor de los filósofos clásicos y los nuevos pensadores, gustaba de la música y el teatro y tenía una singular y nada despreciable colección de cuadros y demás obras de arte.

—Lamento la demora —dijo Hermione, haciendo una brevísima reverencia.

—Vale la pena la espera, milady —contestó sir Malfoy, devolviendo la cortesía.

Se miraron un segundo más de lo que era socialmente aceptable. A los veinte años, Draco Malfoy era un hombre culto, adinerado, muy bien parecido y comprometido con la única mujer que lo veía como un igual, no como el resto de las doncellas de la corte. Sin embargo, como era usual en el tiempo que corría, el matrimonio entre la casa Malfoy y la casa Granger obedecía más que a la fascinación entre los conyugues, al interés económico de los duques, que a cambio de la fortuna, bien o mal habida de los Malfoy, otorgaban al comerciante diversos títulos nobiliarios junto con su tesoro más valioso, su pequeña Hermione.

Los grises ojos de su prometido eran, pues, el misterio más intrigante que había en la vida de la joven marquesa y él estaba prendado completamente de la mente sagaz y revolucionaria de la joven que tenía enfrente. Todo indicaba que el matrimonio resultaría en un acuerdo de lo más próspero, y ambas familias no podían esperar el día en que se consumara la ventajosa unión, día que había llegado con el alba esa misma mañana.

—Sir Malfoy ha venido a por ti, mi cielo —dijo Lord Granger, rompiendo el silencio y la conexión entre los jóvenes.

—Todo está listo, milady —continuó Draco con media sonrisa—. La fiesta de bodas se hará mañana y a la siguiente marea partiré hacia el Nuevo Mundo con vos como mi esposa.

—¡No creí que el día llegase al fin! —exclamó Hermione con vehemencia, adelantándose un par de pasos—. Estoy tan ansiosa de que llegue la noche…

—¡Hermione! —la reprendió su madre, lanzando una mirada severa, al tiempo que las mejillas pálidas del joven se coloreaban brevemente de carmesí.

—¡Lo siento! —se excusó la joven marquesa, bajando la mirada—. Quise decir que no puedo esperar a la boda, a la fiesta…

—No os ruboricéis, señora mía —resolvió Draco, acabando con la distancia que imperaba entre ellos y tomando galantemente la mano de la dama—. Estoy seguro que ningún pensamiento impuro puede siquiera echar raíz en tan bella alma como la vuestra.

Una sonrisa deslumbrante se dibujó en los labios de Hermione cuando levantó la mirada de nuevo. Draco sonrió ligeramente también, besó con delicadeza la mano que aún tenía cogida y, con una profunda reverencia, se dispuso a dar órdenes para que todas las pertenencias de la marquesa se empacaran y se enviaran con prontitud a la finca propiedad de los Malfoy en donde se realizaría la ceremonia nupcial.


—¿Un baile de máscaras? —inquirió la doncella —¿Es en serio?

—Es por la boda del hijo del patrón, Ginny —dijo su interlocutora, una mujer robusta, pelirroja como la muchacha—. No hagas más preguntas y dedícate a lo tuyo, hija mía, el joven amo no tardará en arribar.

La joven hizo un mohín y dio media vuelta, dejando a su madre en la cocina, entre verduras y plumas de aves muertas por doquier. Dirigió sus pasos hacia las caballerizas casi de manera inconsciente, por inercia, como hacía todos los días antes de que se sirviera la cena. Protegida por la escasa luz del crepúsculo, se internó en la caseta más alejada de la vista de los ventanales de la mansión. Hurgó un momento entre la paja y el heno y extrajo un viejo espejo resquebrajado.

Se acomodó el largo cabello lacio del color de la grana que se dispersaba por todas partes hasta la cadera redondeada de la jovencilla, de piel blanca llena de pequeñas efélides que le daban cierta gracia pueril. Los ojos castaños escudriñaron en el reflejo del cristal por alguna imperfección y al no encontrarla, brillaron con intensidad. Se pellizcó las mejillas y se mordió los labios buscando darle más color a su rostro angelical y escondió de nuevo el objeto que tenía entre las manos. Justo en ese momento, un par de botas resonaban en el empedrado, anunciando el arribo de un joven.

—Creí que estarías ocupada —dijo el hombre, oculto por las sombras de la caballeriza.

—Todos en la mansión lo están —Ginny se encogió de hombros—, así que nadie se dará cuenta de que no estoy por ahí.

—¿Por qué tanto revuelo? —inquirió él, acercándose a la muchacha—. ¿Quién se casa?

—El hijo del amo Malfoy —contestó Ginny extendiendo ambos brazos hacia el hombre, quien los tomó de inmediato y encerró a la joven en un cálido abrazo.

—¿De verdad? —dijo él con sorna— ¿Y con quién, si se puede saber?

—No la conozco —soltó ella, enterrando el rostro en el amplio pecho del hombre—, y francamente no me interesa conocerla.

Miró hacia arriba y sonrió al hombre que la estrechaba. El cabello negro azabache no se distinguía en la penumbra, pero los ojos verdes refulgían al mirarlos. El rostro moreno del joven sólo se afeaba por una extraña cicatriz en la frente, seguramente por alguno de los múltiples líos en los que se hallaba envuelto en innumerables ocasiones. Tenía días de no afeitarse y la poblada barba escondía la plácida sonrisa que le dedicaba a la mozuela. Sus ropas lucían raídas y descoloridas por el sol, llenas de cortes, con olor a hombre y a altamar. Ginny se dejó embriagar un momento más por el aroma salino y le plantó un beso en los labios.

—Sir Potter —dijo ella con toda la ceremonia que le fue posible—, he de decirle que apesta como los mil infiernos.

—Mil perdones, milady —contestó él con galante expresión—. Os ruego que haga disponer a la servidumbre de un baño digno para mí.

—Sus deseos son órdenes, milord —contestó ella haciendo una reverencia y dejando a la vista del hombre el generoso escote que lucía—. Si es tan amable de seguirme…

Lo tomó de la mano y lo guio hacia afuera de las caballerizas. Serpenteando por el borde que colindaba la propiedad de los Malfoy con la costa, se hallaban dispersas las chozas en las que vivía la basta servidumbre de la familia. Casi al pie de la cañada donde se erguía imponente la construcción del recinto que era la mansión Malfoy, había una choza, ligeramente más grande que el resto. Ginny y su acompañante se adentraron en ella, encendiendo las menos luces posibles para no llamar la atención.

—Su baño está listo, sir Harry Potter —dijo Ginny abriendo una puerta.

El baño no era más que una inmensa tina de madera llena de agua caliente casi hasta el borde. Harry sonrió ante la imagen y besó la mano de la joven, cuyos dedos seguían entrelazados. Ginny se dedicó entonces a desvestirlo con calma. Lo desarmó, colgando el sable en un clavo salido de la pared y poniendo las pistolas en una mesita cercana. Lentamente desabotonó la camisa amarillenta y la deslizó con suavidad por los brazos musculosos, llenos de tatuajes, hasta que estuvo en el suelo. Harry se desabrochó el pantalón de montar y se quitó las botas. Ginny entonces procedió a deshacerse de la prenda y los interiores del hombre, dejándolo sólo con el pendiente en forma de gota de sangre que oscilaba en su oreja izquierda.

—¿No vas a acompañarme? —susurró Harry en el oído de la joven cuando ésta se incorporó tras desnudarlo por completo.

—Si su ilustrísima me lo ordena, no puedo desairarlo —contestó coquetamente Ginny.

Harry se introdujo en la tina mientras Ginny recogía la ropa y la acomodaba en una silla. De un solo movimiento se quitó el vestido de algodón que llevaba y lo arrojó sobre el montón que había hecho. Luego se despojó de sus interiores con la misma habilidad y se dejó caer en la tina, derramando agua por todo el lugar. Se besaron largamente antes de que Ginny, con la desnudez de sus tiernos dieciséis años se dedicara a enjabonar y tallar cada parte de la hechura de aquel hombre, próximo a cumplir los veinte.

—Tengo que volver pronto —dijo Ginny de repente, tras cumplir con su tarea de limpiar cada recoveco del masculino cuerpo—. Debo ayudar en algo o sospecharán de mí.

—¿Cuándo podremos vernos de nuevo? —inquirió Harry atrayéndola hacia sí cada vez que la muchacha intentaba levantarse.

—Mañana —dijo ella, ahogando una risa—. Ven mañana por la noche.

—¿No es muy arriesgado? —dijo Harry, soltándola por fin al ver las puntas de sus dedos arrugadas por tanto tiempo en el agua—. Habrá demasiada gente mañana por la boda del señorito.

—Estamos preparando un baile de máscaras —dijo ella, poniéndose de nuevo el vestido—, nadie te reconocerá si te consigo uno de los disfraces que Lady Malfoy ha insistido en que nos pongamos para atender a los invitados.

—¿Estás segura?

—Será divertido —exclamó Ginny—. Ahora debo irme, la habitación de la marquesita debe estar presentable para mañana al amanecer.

Salió de la choza con rapidez, dejando a Harry con sus cavilaciones. Harry Potter era huérfano. Los Weasley, la familia de la joven pelirroja, lo habían amparado en su pequeña choza luego de haberlo encontrado entre cajas y restos de un navío de nobles que habían quedado varados en la playa después de un naufragio, con tan sólo diez años de edad. Sabía, por los vagos recuerdos que tenía y los documentos hallados en uno de los baúles recuperados, que era descendiente de un potentado inglés que volvía del Nuevo Mundo con toda la fortuna que había hecho a lo largo de los años, pero que evidentemente se había perdido cuando el barco sucumbió. Así, Molly y Arthur Weasley lo habían educado a la par que su hijo varón más joven, Ronald. Harry había decidido, dos años más tarde de que lo acogieran en la humilde casa, hacer vida en la mar. Aunque fue bendecido con una educación honrada y digna de un príncipe cuando era niño, de adolescente se dedicó a frecuentar las embarcaciones de los piratas de poca monta, las tabernas del pueblo y la habitación de la joven Ginevra, cuatro años menor que él, a la que nunca pudo ver como una hermana.

Estaba dispuesto a hacer más fortuna que todos los bastardos para los que había trabajado y, aunque no sabía hacerlo de otro modo que no fuera asaltando un buque, pretendía hacerlo de manera honesta, o por lo menos legal. La Corona inglesa otorgaba ciertos permisos para atacar las naves de la flota enemiga, siempre y cuando se estuviera en periodo de guerra y se diera una parte del botín como tributo a la monarquía. Ahora que poseía una embarcación lo suficientemente capaz de emboscar a otra en altamar, estaba dispuesto a convertirse en corsario y amasar la fortuna que le permitiría darle a Ginny y a toda su familia la vida que se merecían y así dejar de servir a los Malfoy, que los mantenían en la más cruel de las miserias, esclavizados y eternizados en el cumplimiento de los caprichos frívolos que sólo los nobles podían darse.

Salió del baño y se vistió con una muda de ropa limpia que Ginny le había dejado a la mano, se ató el sable a la cadera y se guardó una de las pistolas en el pantalón. Sigilosamente dejó atrás la casona, empuñando la otra pistola en la mano derecha, dispuesto a tirar a matar si alguno de los allegados a la viperina familia le descubría. No hubo necesidad de accionar el gatillo, pues toda la costa estaba despejada y todos los sirvientes estaban ocupados en las labores que implicaba el organizar un baile de tan grande relevancia para la vida social de la nobleza. Harry escupió y maldijo por lo bajo. Sí, él tenía sangre noble en las venas, sangre que había corrido libremente en tantas escaramuzas, exactamente igual que la que manaba de las heridas de sus adversarios, la gente común, hombres paupérrimos, o de las mujeres de las tabernas que sangraban cada cierto tiempo, igual que seguramente lo hacía la mentada marquesita, próxima propiedad del joven estirado.


—¿Por qué nos detenemos aquí? —inquirió la nodriza, golpeando el vidrio que la separaba a ella y a la marquesa del cochero—. Estamos a medio camino de la mansión Malfoy…

—El amo ha ordenado que se detenga la diligencia, señora —contestó el hombre de malos modos.

Hermione levantó entonces la vista del libro que leía absorta. Miró por la ventana y ahogó una exclamación de asombro. A sus pies se extendía un inmenso prado de lirios silvestres y al final de un precario sendero se alzaba una modesta iglesia provincial. Cerró de un golpe el libro y se apresuró a abrir la portezuela del carruaje. Justo cuando puso un pie en la tierra, la mano enguantada del joven heredero de la fortuna Malfoy se dispuso a socorrerla para descender del vehículo.

—¿Qué lugar es este, milord? —inquirió la dama, apabullada por la belleza del campo que la rodeaba.

—He pensado —dijo el joven con voz solemne— que no quiero pasar ni un minuto más sin ser vuestro, milady.

Hermione soltó una risita que reflejaba al tiempo la alegría que le producía estar en un sitio tan idílico y la gracia que le hacían las palabras del joven que ella tenía por frío y poco romántico. Notó entonces que seguía sosteniendo la mano del hombre y se ruborizó, soltándola de inmediato. Draco torció el gesto y guardó ambas manos en los bolsillos. Se instaló un silencio extraño entre ambos por largo tiempo, que sólo fue interrumpido cuando uno de los mozos del joven se acercó corriendo. Se plantó delante de ellos y se quitó el sombrero mientras hacía una reverencia, dejando ver una melena pelirroja.

—El obispo ha dado su consentimiento, mi señor —dijo, aún con la mirada clavada en el suelo.

—¿Consentimiento para qué? —inquirió Hermione, mirando primero al muchacho y luego a su prometido— ¿Qué pretendéis, sir Malfoy?

—Ya os lo he dicho, señora mía —dijo él por toda respuesta—. Gracias Ronald, puedes retirarte.

—¿Acaso vuestro deseo no puede aguardar hasta mañana que se oficien las nupcias? —preguntó Hermione mirando fijamente los insondables ojos grises.

—No, milady.

—¿Y a qué se debe tal desespero? —arremetió ella— ¿Es que acaso tenéis segundas intenciones?

—Hacéis demasiadas preguntas, Marquesa —zanjó Draco con un ademán, apartando la vista—. Baste deciros que quiero desposaros aquí mismo y llegar a mis tierras con vos como ama y señora.

—Pero…

Draco se hincó y tomó de nuevo la mano que le había sido arrebatada con anterioridad. Nunca había recibido un no por respuesta, y definitivamente esa ocasión no iba a ser la excepción.

—Lady Hermione Granger, heredera de los ducados de Somerset y York, marquesa de Kent, condesa de Bedforshire, baronesa de Lancaster y señora absoluta de los sueños de este simple mortal, ¿aceptaría hacerme su marqués, su conde, su barón y su señor ante Dios y ante los hombres?

Hermione sólo atinó a asentir con la cabeza mientras era conducida por el rico heredero a través del campo de lirios que adornaban el atrio de la iglesia.


"Si te atreves a volver sin una esposa digna, me encargaré de que la deshonra se vierta sobre tu casa y créeme, no sólo mi cabeza rodará..."

Ginny arrugó de nuevo el trozo de papel y se lo guardó entre el escote. Fingió acomodar una y otra vez los documentos del escritorio del joven Malfoy, mientras el resto de la servidumbre terminaba de alistar la habitación para recibir a la pareja que contraería matrimonio, Dios mediante, al amanecer del día siguiente. Se escabulló en cuanto tuvo oportunidad y corrió de regreso a la cocina, donde tendría más intimidad.

Reconocía la impecable caligrafía de esa nota amenazadora. Era, sin duda alguna, de su hermano mayor, William, el único que había tenido una instrucción por demás adecuada, pues era el sirviente de confianza de sir Lucius Malfoy. El resto de sus hermanos, salvo Ronald quizá, había aprendido apenas a leer y a escribir con dificultad, habilidades que poco o nada servían en las mazmorras de la mansión, como estaba Percival, a cargo de los esclavos negros, o en la compleja misión del entretenimiento de los amos, como se dedicaban Frederick y George, mucho menos en las caballerizas donde Charles pasaba los días entrenando a los caballos y cuidando de las demás bestias que los amos poseían. Harry le había enseñado a ella y a Ron a leer y a escribir cuando eran niños y aunque tampoco servía de mucho mientras se fregaban pisos y se lavaba ropa, había sido útil para Ronald cuando el joven amo requirió de un asistente personal y sir Lucius no dudó en recurrir a los hijos de su sirviente más leal y más antiguo, Arthur, nieto del lacayo de su propio abuelo. Así, el más joven de los hijos de aquel pobre matrimonio se había convertido en el sirviente particular del joven amo.

No era en realidad que le fueran leales a las serpientes del escudo de armas de los Malfoy, sino que no tenían otra opción. Al ser todos pelirrojos, eran vistos como seres sin alma y se les trataba a veces aún peor que a los esclavos de color. Los Malfoy los tenían como mascotas, como rarezas de la humanidad. Eran considerados inferiores no sólo por su pobreza, sino por el color de sus cabelleras. Sin embargo se les procuraba un trato apenas digno en esa finca. Sin poder hacer fortuna por su cuenta, estaban condenados a vivir así por el resto de la eternidad.

La nota estaba dirigida evidentemente al joven heredero, y si era por los motivos que creía, una nota de su hermano mayor significaba sólo una cosa: Ginny Weasley podía darse por muerta. Su hermano Ronald había descubierto los amoríos que tenía con Harry y los toleraba más por amistad con aquel que por hermandad con ella. Sin embargo, si Bill se había tomado la molestia de amedrentar a Draco con deshonrarle, aún con todo en contra, era porque sabía que el señorito se había metido donde no debía. Y ella sabía justamente dónde. Dónde, cómo, y en qué momento.

—Espabila, muchacha —ladró la gobernanta—. Lleva esto a la habitación de la marquesa y vuelve inmediatamente, todavía hay mucho que hacer y el amo llegará en cualquier momento.

Le tendió una caja decorada con lazos plateados, similares a los que usaban los señores en el cabello. Se alejó arrastrando los pies, sumida en sus lúgubres tribulaciones, casi sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Sólo hasta que atravesó la mansión y llegó a la alcoba destinada a la nueva señora se dio cuenta del bullicio que hacía el resto de la servidumbre en el umbral de la mansión. Mirando a través del cristal tintado del balcón privado de la habitación, Ginny pudo ver por primera vez la figura de la marquesa. La rabia se apoderó de ella y en un arrebato despedazó el obsequio que tenía en las manos. Dejó los restos de su iracundo berrinche tras de sí y salió hecha una furia hacia la playa, directa al embarcadero.


Notas de la autora:

Por más que intenté, no pude adecuarla a una época en concreto, puesto que implicaba mucha investigación y no tuve el tiempo suficiente para realizarla. Así pues, aunque tiene muchos guiños de la época isabelina y quizá de algún tiempo antes, me he tomado algunas libertades, quizá ligeramente anacrónicas en algunos puntos, por lo que suplico que no se tengan muy en cuenta y, en lugar de eso, se disfrute de la verosimilitud de la historia. Insisto en que lo intenté.

Por lo anterior, los títulos me los he robado y los he repartido a diestra y siniestra, si bien he movido un poco las reglas y he dejado que pasen también por línea materna, aunque sólo si las mujeres se casaban, para no perder ese "toque" de las historias de época. Seguramente nada es como debe y no corresponde a los lugares o las fechas, pero no pude ni indagar al respecto ni quitarlo de la historia, por cuestiones que se verán cuando esté concluida.

De la misma manera, pido una disculpa enorme por dos cosas: la primera, las escenas Hinny y Dramione que contiene este primer capítulo, y aunado a lo anterior, los out of character que pudiera haber por ahí (y que estoy segura que los hay por montones). Todo tiene una razón de ser y nada es lo que parece, sólo diré eso.

¿Review? :3