Nadie comprendía la enfermedad de Gilbert Beilschmidt. El joven llevaba una vida normal, no tenía dolor ni fiebre pero estaba enfermo y los doctores no sabían por qué. Buscando recuperarse fue a un hotel con aguas termales en Italia pero no obtuvo ningún resultado.

A su regreso, su departamento, así como él, se volvió triste. Todas las habitaciones perdieron sus colores, hundiéndose en la oscuridad. El fuego de la chimenea murió por la melancolía que invadía cada rincón y los visitantes se detenían en la entrada de la casa contemplando el frío y la oscuridad que reinaban en la morada.

Era por esto que Gilbert se sentía mejor en su hogar. Se dejaba envolver por ese silencio y esa tristeza. Ya no disfrutaba de las fiestas y los banquetes que preparaban sus amigos. Ya no tenía esperanza, ni futuro, ni siquiera la voluntad para seguir viviendo.

El joven era bien parecido, pero ahora su cabello blanco como la nieve lucía seco y sin vida, sus brillantes ojos escarlata que estaban ensombrecidos por la pena y la sonrisa que anteriormente iluminaba su rostro, había desaparecido de sus labios. ¿Por qué, siendo joven, guapo, rico y pudiendo ser feliz, se dejaba morir así?

Antes su vida era como la de otros jóvenes: estudios y distracciones. ¿Cuál era entonces la causa de ese estado tan singular en el que se encontraba? Como los doctores ordinarios no comprendían nada de esta extraña enfermedad, su hermano menor llamó a un doctor muy especial, quién, según se decía, hacía curas maravillosas.

Cuando el doctor entró, su aspecto extraño llamó la atención de Gilbert: su cabello rubio se encontraba revuelto y sus ojos verdes brillaban de manera extraña. De estatura promedio y de complexión delgada, lo que más llamaba la atención de ese inglés eran las pobladas cejas que se levantaron la ver al enfermo. Era el doctor Kirkland.

-Bien, señor-dijo el doctor tras una rápida inspección-veo que no nos encontramos ante un caso ordinario. No tiene ninguna enfermedad común pues sus síntomas no lo son-el joven albino suspiró con profunda tristeza- su situación es más grave de lo que cree y la ciencia europea no puede hacer nada; usted no tiene la voluntad de vivir y por ello, puede morir. Su alma está a punto de abandonar su cuerpo.

-Doctor Kirkland, no sé si usted me curará pues de todas maneras, no quiero que lo haga, pero debo decir que usted ha comprendido inmediatamente la causa de la extraña situación en la que me encuentro. Traté de llevar una vida normal por mi hermano y mis amigos, pero siento que la vida se me escapa a cada segundo. Como y bebo pero los platillos y las bebidas carecen de sabor y la luz del sol es pálida y débil como la luz de la luna.

-Me temo que usted tiene una incapacidad crónica de vivir. El pensamiento es una fuerza que puede matar. ¿Qué pena carcome su alma? Porque veo en sus ojos las penas del amor.

Gilbert no contestó pero sus pálidas mejillas adquirieron un tono rojizo. El rubio miró al enfermo, interrogándolo con la mirada.

-Sol el doctor de las almas y usted es mi paciente. Hable y yo lo escucharé…

-¿Para qué hacerlo? Contarle mis dolores no servirá de nada…

-Quizás si ayude…-comentó el inglés sentándose en un sillón frente al enfermo- lo escucho…

-Ya que insiste, le contaré mi historia. Es un cuento muy simple y para usted, qué ha viajado por todo el mundo y conoce las maravillas de los cinco continentes, le parecerá muy común.

-No se preocupe, lo común es ahora extraordinario para mí-dijo el doctor con una leve sonrisa. El joven albino respiró profundamente y comenzó a relatar su triste historia.

-Me encontraba en Florencia cuando el verano estaba a punto de terminar, la estación perfecta para visitar Italia. Tenía el tiempo y el dinero para hacer lo que yo quisiera, era un joven feliz. En las mañanas iba a visitar las iglesias, los palacios y los museos. Luego iba a comer, leía el periódico, fumaba un cigarro y regresaba a mi hotel para la siesta. En la tarde iba con mis amigos a fiestas. Antonio y Francis siempre encontraban bellas señoritas para acompañarnos. En la noche íbamos a los bares para tomar y relajarnos. Pasé ahí los meses más felices de mi vida; pero la felicidad no dura para siempre…

Una noche, estábamos a punto de entrar a un bar cuando vimos que un magnifico auto se detuvo en el teatro de la acera de enfrente. Era una máquina impresionante, completamente impecable. Todo el mundo se detuvo para admirar semejante nave. De pronto, la puerta trasera se abrió y vi a una mujer de una belleza incomparable. Su cabello castaño caía con gracia sobre sus hombros mientras su vestido verde entallaba su perfecta figura. Su piel se veía suave como la seda, sus mejillas parecían pétalos de rosa y sus ojos eran de un verde esmeralda, tan brillante como piedras preciosas. Su boca, dibujada por los mismos ángeles, se curvó en una sonrisa divina. Esa imagen de perfección me golpeó con la fuerza de una bola de demolición, cambiando mi vida para siempre.

Entre balbuceos tras ese fatal encuentro, logré preguntarle a un amigo italiano si la conocía. Feliciano fue quién me dijo que era la condesa Elizaveta Hédeváry, una joven húngara de gran fortuna. Su marido era el mayor concertista vivo de Austria y se encontraba de viaje. En ausencia del conde, ella recibía pocas visitas pero yo la visitaba cada semana.

Estaba fascinado con ella pues no solo me sedujo su belleza, también su espíritu pues a pesar de ser una dama educada y fina, su espíritu era el de una leona, era una fuerza incontenible, demoledora como un tornado y me estremecía como un terremoto. Su melodiosa voz y su abrumador carácter me dejaban fuera de combate, yo solo podía responder cosas incoherentes en su presencia. Debía pensar que era un tonto sin remedio.

Cuando me encontraba frente a ella, no podía pensar, ni siquiera respirar, mi corazón latía desbocado, como si quisiera escapar de mi pecho. Y aún así, no le dije que la amaba. Intenté hacerlo pero las palabras se atoraban en mi garganta y yo solo me sonrojaba sin poder evitarlo.

Pero cuando me alejaba de ella, mi mente se aclaraba y se llenaba de las palabras más apasionadas que pueda imaginar. Le dedicaba miles de pensamientos y poemas de amor, pasaba horas pronunciando su nombre. Pronto, Antonio y Francis se dieron cuenta de que estaba perdido. Nada me importaba, ni las fiestas, ni el alcohol, ni otras mujeres. Traté de regresar a la normalidad pero no lo logré. Amaba sin esperanza… estoy total y absolutamente enamorado de ella.

El doctor escuchaba con total atención-Muy bien, el diagnostico es amor no correspondido, no se preocupe, lo curaré-y dicho esto, hizo un gesto con la mano para invitarlo a continuar.

-Las visitas semanales me llevaron a un momento decisivo. Un día, fui a verla antes de la hora habitual de mi visita, la condesa estaba en su jardín, completamente sola, lo cual era raro y favorable para mí. Jamás la había visto tan bella mientras cortaba algunas flores y las ponía en un jarrón. Rápidamente me acerqué a ella y un silencio se instaló entre nosotros. Mi corazón gritaba de amor absoluto, no podía perder tan buena oportunidad.

Abrí la boca para finalmente confesarle lo que sentía pero en ese momento ella puso un dedo sobre mis labios y dijo: No digas una palabra, Gilbert; me amas, lo sé, lo siento y lo creo en verdad; no te reprocharé por hacerlo pues el amor es involuntario. Gilbert, el verte me causa una profunda pena pues no puedo amarte y me embarga una enorme tristeza pues soy la causa de tu mal. Esperaba que mi frialdad te alejara pero el verdadero amor que veo en tus ojos no se desvanece. Debes saber que un ángel me protege contra toda seducción, es mayor que la religión y que el deber; este ángel es mi amor: adoro a mi esposo Roderich.

Esas palabras tan nobles me hicieron llorar y sentí que mi vida había acabado. Elizaveta, conmovida, me dijo:

-Vamos, no llores. Piensa en otra cosa. Imagina que me fui para siempre, que me morí; olvídate de mí, viaja, trabaja, participa activamente en la vida humana; busca consuelo en el arte o en los libros…-al escuchar eso, asentí secándome las lágrimas y despidiéndome con un gesto, huí del lugar, con el corazón destrozado.

Al día siguiente, me fui de Florencia. Pero ni estudié ni viajé, ni siquiera el tiempo desvaneció mi sufrimiento, y cada día siento que me muero. ¡Déjeme morir, doctor!-El inglés suspiró, mirando con tristeza al pobre paciente, notando la desesperación en sus ojos pero tan solo preguntó si había vuelto a ver a la condesa- No, pero sé que ella está en Berlín…-y Gilbert le dio una carta que decía: La condesa Elizaveta Hédeváry está en su casa el jueves.

Los dos esposos se reencontraron con pasión, Roderich y Elizaveta se amaban desde que eran niños y cuando estaban juntos, el resto del mundo no existía para ellos. Representaban la armonía perfecta, y además, una inmensa fortuna preservaba su felicidad.

El conde Edelstein era un joven virtuoso y atractivo, alto y con perfecto cabello negro, Gilbert no podía contra semejante rival. La única solución, olvidar a Elizaveta, era imposible; ¿por qué volver a verla? Sabía que la decisión de la joven no cambiaría jamás.

Habían pasado dos años desde la escena en el jardín de Florencia. El joven albino había abandonado Italia con una enorme pena en su pecho y no le había mandado ni una sola carta a la húngara en todo ese tiempo. En más de una ocasión, ante ese silencio, la condesa pensaba melancólicamente en su pobre admirador: ¿será que ya la había olvidado?

-Ahora que conozco la historia, me temo que la condesa nunca lo amará…-Gilbert se hundió en el sillón, esperando que la tierra se lo tragara y lo librara de esa pena- Sin embargo, existe una solución poco convencional e involucra el alma.


Hola a todos! Año nuevo, fic nuevo!

Espero que les haya gustado, está basado en el libro de Avatar de Théophile Gautier.

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