Descargo: algunos de los personajes aquí retratados pertenecen a los emporios de la Marvel, Fox y quienquiera que haya adquirido mediante pago de fuertes sumas de dinero sus derechos. Otros, por contra, son propiedad (aunque me disguste ese concepto para la representación de un ideal) de Vertigo Comics, uno de los sellos de DC Comics, así como de su creador, Alan Moore, aunque éste se desvinculase de los créditos de tan buena película.

Aviso: esta ficción participa en el octavo reto del foro La Torre Stark.

Advertencias:

I. Este fic no contiene slash.

II. Esta historia es un AU en tanto en cuanto los tiempos, los lugares y las relaciones ya establecidas entre personajes alteran el canon Marvel en aras de poder desarrollar de forma creíble la fusión de ambos fandoms. Aun así, he procurado al menos, conservar la esencia de los protagonistas, pese a que no pueda afirmar que estén IC, puesto que nunca los he manejado.

Pido disculpas de antemano por cualquier desviación (que las habrá) con que os topéis en el relato.


Capítulo I. Dos máscaras

Un hombre acababa de enfundarse una máscara. No era una máscara que cubriera completamente su rostro, pero parecía protegerlo del exterior en que ahora, por lo visto, él era el perseguido y no el perseguidor.

La máscara lucía una A en la frente. Plateada sobre azul. La palpó apenas con su mano enguantada, mientras otra metálica se afianzaba convincente sobre su hombro, transmitiéndole seguridad y apremio. Ya venían.

El Capitán apreció el gesto de su recuperado amigo, su fuerza de voluntad al desvincularse de los intrincados hilos de HYDRA, su confianza en los valores que estaban defendiendo y su renovada fe ciega en él. Sabía que lo seguiría hasta el fin del mundo si se lo pedía.

Al hombre, en cierto modo, le aterraba la idea de haberse convertido en un símbolo. Los símbolos sólo tenían el valor que les daba la gente. Por sí solos, no significaban nada, y podían ser fácilmente tergiversados por un gobierno o por su oposición.

Y ahora a él lo estaban deformando, desvirtuando. Engañaban al pueblo al retratarlo como villano encumbrado por encima de la ley, y todo por negarse a aceptar el Acta de Registro Superhumano, como hizo el profesor Xavier, como haría cualquiera con dos dedos de frente que hubiera vivido en sus propias carnes el infierno de la Alemania de 1939… o aquel no tan lejano en su memoria, de la Inglaterra de Fuego Nórdico, oprimida, callada y sumisa…

Hasta que su mentor voló por los aires el parlamento británico.

Él también llevó una máscara, y quizás por él, Steve Rogers era lo que era: un vengador.


Un adolescente escuchimizado camina presuroso entre la bruma londinense, aunque a ojos de quienes no conociesen su edad, podía antojárseles incluso un niño.

El chaval teme; tiembla porque sabe que ha incumplido el toque de queda, pero debe personarse raudo en casa de su amigo.

Emigró a Reino Unido junto con sus progenitores, que colaboraban con la Triple Entente. Por desgracia, su padre murió bajo una lluvia de gas mostaza durante la Gran Guerra, y su madre, Sara, sucumbió a la tuberculosis ya bajo el gobierno del partido Fuego Nórdico, que contra todo pronóstico ganó las elecciones. Desde entonces su única familia había sido la de Bucky, también estadounidense de origen, que lo acogió más por lástima que por afecto.

El muchacho voltea la vista de continuo, deseando que nadie más haya sido tan insensato como él de patear las calles a esas horas. Pero al girar una esquina a dos manzanas del hogar al que se dirige, recibe sin previo aviso una sonora bofetada.

El guantazo le acierta de pleno en la cara, aturdiéndolo unos instantes. Preciosos momentos en que dos hombres le han bloqueado la retirada, y un tercero, el que le ha zurrado primero, le imposibilita ya el avance.

El pequeño traga saliva. En cierta manera, toparse con alguien entraba dentro de lo probable, alguna otra alma medrosa que pululase a deshora. Pero hoy no es su día de suerte. Pobre. Lo peor que le podía haber pasado, efectivamente le pasa.

Aquellos hombres son Dedos, agentes de una especie de policía política afines a la dictadura y al margen de la legalidad. Ser interceptado por ellos equivale a tener una bolsa negra en la cabeza y no volver a ver el mundo.

Los tres truhanes lo miran lascivos.

—¿Qué te trae por aquí, muchacho? ¿Acaso no sabes que el toque de queda se anunció hace cuarenta minutos? —interroga el que le propinó el puñetazo.

El chico se disculpa, aunque sabe que lo mismo le va a dar. Uno de los que lo custodian a su espalda le está tocando el pelo desde que se recompuso del golpe, pero no por ello se deja paralizar. Su mente bisoña calibra las posibles vías de escape. Su única ventaja es su constitución escurridiza, porque luchar ni se lo plantea.

—¿Tú qué dices? —se consultan entre ellos, como si no les importase lo más mínimo lo que su rehén pudiera opinar—. Rubio, ojos azules, diez años (en realidad, el chaval gasta casi catorce)… Si hasta parece una niña —se carcajean lúbricos los malnacidos.

El crío ruega. Sí, ruega, no es tonto, es consciente de que no puede vencerlos. Admite que se ha equivocado al aventurarse tan tarde fuera de casa, pero son cosas de niños, dice. —Prometo no hacerlo nunca más. Lo siento mucho.

—Oh, desde luego que sí, porque si mañana no eres el que más lo sienta de todo Londres —amenaza uno de los corruptos desabrochándose con prisas y sin tino el cinturón—, serás el que menos pueda sentarse.

El muchacho grita desaforado pugnando por zafarse de aquellas bestias. Lo patean en el estómago para tumbarlo en el suelo y retenerlo boca abajo, mientras se corean entre ellos en previsión del buen rato a costa del desgraciado. Pero cuando el rapaz ya sólo esperaba el innegable desenlace, nota un esputo de sangre en su nuca, seguido de un estertor.

Ahora son sus agresores los que chillan. Como cochinos en la matanza.

Una sombra veloz armada con un par de dagas los liquida sin miramientos y con algo de teatralidad y esmerada puesta en escena, aunque eso al crío le da igual. En cuestión de segundos, el recién llegado le ha dado matarile a tres policías de la secreta. No parecen preocuparle las consecuencias que ello comporta, ejecución tras juicio sumario y tal. El chico lo deduce por el ensañamiento que reserva precisamente para el único que ha acertado a enseñarle la placa con la insignia de los Dedos. Sangre, sangre, sangre.

Es la primera vez que el joven presencia un asesinato. Tres asesinatos.

La figura enlutada se vuelve hacia él con pasos calmos. Al muchacho se le encoge el corazón. Lo que no han logrado esos esbirros del régimen, lo van a rematar los cuchillos de un loco.

—Te garantizo que no te haré daño —le asegura el desconocido.

—¿Qui- quién eres tú? —tartamudea el púber casi sin voz.

—¿Quién? Quién es solamente la forma de la función qué y ¿qué soy? Un hombre con una máscara.

—Sí, eso ya lo veo —afirma resuelto el pequeño.

—Naturalmente —concede el extraño—. No me cuestiono tu capacidad de observación, simplemente señalo lo paradójico que es preguntarle a un hombre enmascarado quién es —apostilla melifluo, un punto irónico y condescendiente a la vez.

Ante la mirada perpleja e inocente del niño, aún recostado contra la pared de ladrillo donde ha ido a resguardarse durante la trifulca, el villano se compadece. —Sólo añadiré que es un verdadero placer conocerte y que puedes llamarme V.

—¿Eres una especie de maníaco? —se atreve a plantear el chiquillo.

—Estoy seguro de que eso dirán, pero ¿con quién, si no es indiscreción, hablo?

—Me llamo Steve.

—¿Steve? Con uve… Claro, cómo no. Dime, Steve, ¿te gusta la música? —indaga su salvador ofreciéndole una mano para ayudarle a levantarse.

«Loco. Loco de remate. Este tío está loco y en cuanto me descuide, me pega un tajo de oreja a oreja», piensa el muchacho tragando saliva disimuladamente.

No puede escabullirse de la garra de acero que ejerce sobre él el misterioso atacante. Serpentean por unas pocas callejuelas de la City y con nocturnidad, acceden a un edificio.

Ya en la azotea, el chaval se pasma ante las imponentes vistas del barrio más céntrico de Londres. Puede otear casi toda la ciudad, iluminada y silenciosa.

—Este concerto se lo dedico a la señora Justicia en honor a las vacaciones que, parece, se está tomando, y en reconocimiento al impostor que ha ocupado su lugar —enuncia solemne V apuntando a la femenina estatua alegórica que corona la cercana sede del Tribunal Penal—. Dime, ¿sabes qué día es hoy, Steve?

—Am, ¿4 de noviembre? —duda el joven, mas las campanadas de la cúpula del Old Bailey, el emblemático juzgado, lo corrigen.

—Ahora ya no —rectifica severo el asesino—. «Recuerden, recuerden el 5 de noviembre. / Conspiración, pólvora y traición […]».

Los versos le son desconocidos al rapaz, e ignora a qué aluden. Solamente sirven para cerciorarse de la enajenación de su raptor y para preguntarse si alguna vez volverá a ver a su amigo, o si su vida acabará definitivamente esa noche, cosa harto probable.

—¿No lo oyes? —inquiere curioso el embozado, imitando al director de una inexistente orquesta, con batuta y todo.

Y en ese momento, Steve percibe una melodía tímida, como si siempre hubiese estado ahí flotando, pero no hubiese reparado en ella hasta ahora; y el chico se emociona al reconocerla mientras los acordes resuenan ya atronadores a través de la megafonía de las avenidas.

—¡Y ahora viene el crescendo! —avisa vesánico el fanático entre carcajadas. En realidad, su concepto de crescendo se traduce por hacer estallar la efigie de la Justicia junto con la torre y el domo del Old Bailey con la Obertura 1812 de Tchaikovsky de fondo.

¡Bum! Todo por los aires. Con espectáculo de pirotecnia incluido.

Steve no puede ocultar su terror al confirmarse sus peores temores. Un puto descerebrado. Un terrorista que acaba de atentar contra uno de los pilares del Estado.
Y él, a su merced. Pero de nuevo se equivoca, pues inexplicablemente lo deja marchar.

Bucky lo estrecha con toda la fuerza que le confiere su constitución y el sacarle más de una cabeza al rubio, aunque seguidamente le arrea un collejón de aúpa.

—¿Dónde demonios te habías metido, Steve? Llegas después de medianoche con la lengua fuera. —El joven no puede ocultar su inquietud por la ausencia de su amigo. No lo cree capaz de enfrentarse a los peligros de las calles de Londres. Bueno, en realidad, de cualquier calle. Y si a eso le suma la sorpresiva explosión que habían escuchado, decir que Bucky se imaginó a dos policías aporreando la puerta de su casa para informarles de la horrible muerte de un tal Steve, es decir poco.

Cuando todos los demás duermen, Steve no duda en relatarle a su camarada su ajetreada noche. Sin embargo, lejos de asustarlo, Bucky se enardece. ¡Por fin, un justiciero! Alguien que no se arredra ante las represalias del líder Whitehall.

A la mañana siguiente, los telenoticias califican como «demolición programada» el incidente del Old Bailey. Por lo visto, amenazaba ruina y quisieron despedirse de tan carismático edificio con fuegos artificiales. Bucky se traga su rabia ante el televisor. Menuda patraña. La manipulación de los medios cada vez es más evidente.

Semanas después, el colegio donde estudian realiza una visita escolar a las instalaciones de la cadena gubernamental de televisión, la British Television Network. Por supuesto, Bucky, como mal estudiante que es, ni atiende a la guía ni a su profesora, ni le interesa un comino el apasionante mundo de las claquetas y los teleprompters. Fantasea con que V, el héroe que le describiera su amigo cuchicheando en el secretismo de su habitación, entre a saco en el edificio y lo dinamite; a ser posible, con ellos fuera.

Bueno, los sueños de Bucky son fáciles de cumplir.


Aclaraciones:

El líder Whitehall se corresponde con Daniel Whitehall, alto cargo de HYDRA, que antes de la II Guerra Mundial se llamó Werner Reinhardt.

N. del A.: Mi intención con este fic era cerrarlo en un único capítulo, pero cuando reparé en la magnitud del proyecto que supone adaptar toda la película de V de Vendetta con una hipotética adolescencia de Steve que lo marque para defender las libertades en Civil War, caí en la cuenta de que o bien os colaba un one-shot de chorrocientas palabras, aburriéndoos, o bien lo estructuraba en capítulos.

He preferido lo segundo. A pesar de no dar abasto con las historias que ya llevo, pero sinceramente creo que V, el Capitán (y Bucky) se merecen una trama bien tejida, sin saltos ni omisiones. Una historia completa y compleja.

Sólo lamento que apenas dé para el reto U^^