OSCURIDAD

La Oscuridad siempre había sido una constante en su vida. La penumbra de una alacena bajo las escaleras; las tinieblas que envolvían sus pesadillas; magia negra y magos tenebrosos; la Oscuridad contra la que tuvo luchar y vencer. Sin embargo, ahora sombras y negrura no habían quedado atrás. Ahora eran parte él.

Disclaimer: Ya me gustaría, pero a parte de los personajes que han surgido de mi imaginación los demás no son míos.

Este fic está dedicado con especial cariño a Sorata, que a pesar de haberse ido al quinto pinto, ahí por donde anda más o menos Canadá, espero que su hermana tenga oportunidad de hacérselo llegar. Besitos desde España, mi niño.

CAPITULO I

Draco Malfoy salió de una de las chimeneas de la zona VIP del Ministerio de Magia inglés. Sus penetrantes ojos grises recorrieron con impaciencia la sala, en busca de las personas que habían prometido recogerle. No habían llegado todavía. Dejó su bolsa de mano en el suelo y encendió un cigarrillo. Esperaba que el resto de su equipaje sí hubiera llegado ya a la mansión y los elfos se hubieran encargado de acomodar sus cosas. Sólo el leve fruncir de labios hubiera denotado su impaciencia para alguien que le conociera bien. Para los demás, aquel joven alto y rubio, ataviado con una elegante túnica, era todo un compendio del saber estar de alguien acostumbrado a ser el centro de atención de miradas ajenas.

Se entretuvo observando a los magos y brujas que a pequeños intervalos salían de las dos chimeneas frente a él. No reconoció a ninguno. Había pasado demasiado tiempo. Dio una nueva calada a su cigarrillo y entornó los ojos cuando una inesperada corriente de aire empujó el humo hacia ellos y parpadeó molesto. Desvaneció el cigarrillo entre sus largos y delgados dedos mientras sus labios dejaban escapar el resto del humo de forma lenta y suave. Seductora incluso.

Dirigió nuevamente su mirada hacia la puerta y esta vez esbozó apenas una sonrisa. La joven morena que acaba de atravesarla caminaba con paso decidido hacia él, balanceando sugerentemente sus caderas. Enfundada en un ajustado vestido negro de corte muggle, Pansy Parkinson atravesó la sala luciendo cuerpo y sonrisa. Dejándose admirar.

- Draco, cariño, te ves increíble. –dijo la joven ofreciendo su mejilla para que Draco la besara– Blaise siente no haber podido venir. –y aclaró con un gracioso mohín– Una nueva inauguración.

- Tampoco tú te ves mal. –admiró Draco recorriendo el cuerpo de su amiga sin ningún recato– Aunque la puntualidad siga sin ser una de tus cualidades.

Pansy sonrió maliciosamente.

- Sabes que tengo otras muchas virtudes, querido. Aunque algunas de ellas no salten a la vista.

- Queda poco que no salte a la vista, cariño. –puntualizó él alzando elegantemente una de sus cejas.

Ella sonrió y Draco recogió su bolsa de mano. Siguió a su espectacular ex compañera de escuela, preguntándose cómo Blaise podía sentirse tranquilo mientras su novia se exhibía tan descaradamente, contoneándose sin ninguna vergüenza. Pero Pansy siempre había sido así; capaz de lucir incluso el uniforme del colegio de una forma absolutamente inmoral.

- ¿Cómo está tu madre? –preguntó ella una vez en su automóvil– ¿Va a regresar también¿Quieres ir a comer algo primero ó prefieres que te lleve a casa?

Draco no pudo evitar soltar una pequeña carcajada. Una de esas tan privadas, sólo reservadas para sus pocos íntimos.

- Mi madre está bien, gracias. Y no, no tiene intención de volver de momento. –se agarró al salpicadero sacudido por el brusco arranque del vehículo– ¿Seguro que sabes conducir esto?

Ella le dirigió una mirada molesta y Draco dejó escapar lentamente el aire que había retenido.

- Creo que prefiero que me lleves a casa. –decidió– Estoy cansado.

- Pues mañana cenarás con nosotros. –decidió ella a su vez en un tono que no admitía réplica– Blaise se muere por verte.

Draco asintió con una sonrisa algo asustada, agarrándose con más fuerza al asidero de la puerta del automóvil.

Le había costado un buen rato, pero por fin había logrado deshacerse de Pansy y estaba solo. Recorrió despacio el camino de regreso al salón perdiendo su mirada en los cuadros de sus antepasados que vestían las antiguas paredes. Recordó con acritud cómo su padre le había obligado a memorizar el árbol genealógico familiar a bien temprana edad. El bisabuelo Evon Malfoy le guiñó un ojo cuando pasó por delante de su retrato y él le devolvió el guiño. Siempre había sido su favorito.

Entró nuevamente en el amplio salón con la sensación de que era mucho más grande de lo que recordaba. Y mucho más frío. Tal vez fuera nostalgia. Y un poco de tristeza. Draco se permitió un suspiro, no habría podido decir exactamente a cuenta de qué, pero sin lugar a dudas para exhalar con él algún sentimiento al que no quería enfrentarse. Se dirigió hacia el mueble bar y comprobó satisfecho que seguía tan bien provisto como siempre. Se sirvió un whisky, tomándose su tiempo para seleccionar la botella, elegir uno de los vasos largos de fino cristal que reposaban alineados en el estante y verter el ambarino líquido en él. Paladeó el delicioso aroma preguntándose una vez más si había hecho bien en volver. Después, se dejó caer en la gran butaca de cuero negro que había sido la preferida de su padre, sin poder evitar a los pocos segundos la sensación de estar profanando algo que no le pertenecía. La esencia de Lucius Malfoy parecía impregnar todavía cada partícula de la reluciente piel que sentía bajo su mano.

Recordaba como si fuera ayer el día que su progenitor le había llamado para hablar con él de su futuro.

Estaba sentado en esa misma butaca frente a la enorme chimenea, entonces encendida. Ya habían cenado y Lucius saboreaba un vaso de whisky de la misma forma en que lo estaba haciendo él ahora. Las llamas iluminaban su rostro de una forma irreal. Sus claros ojos grises daban la impresión de haberse convertido en dos pequeñas ascuas saltarinas, refulgiendo en ellos el rojo fuego que crepitaba frente a él.

- Siéntate, Draco. –le había dicho en aquel tono falto de toda emoción que siempre utilizaba con su hijo, sin tan siquiera concederle la atención de mirarle.

Draco lo había hecho en silencio, esperando con paciencia a que su padre volviera a tomar la palabra.

- Me temo que las cosas no están yendo por el camino que esperábamos, hijo.

A Draco le había parecido que el tono que matizaba la voz de su padre esa noche estaba impregnado de un deje extraño. Si no hubiera sido Lucius Malfoy quien le hablaba, hubiera jurado que sonaba a derrota.

- He hablado con nuestros abogados esta mañana. –había proseguido Lucius– Y les he ordenado hacer algunos cambios en mis voluntades para prevenir las posibles consecuencias de un desenlace no totalmente en acuerdo con nuestros intereses.

Lucius había vuelto entonces el rostro hacia él y Draco había sentido un ligero escalofrío. Jamás hubiera pensado ver el sentimiento de impotencia que en ese momento su faz traslucía.

- Todas nuestras propiedades, las cámaras de Gringgotts, nuestros negocios, han sido puestos a tu nombre, designando a tu madre como albacea hasta que cumplas la mayoría de edad.

Si a Draco le hubieran enseñado a expresar emociones, sin lugar a dudas ese hubiera sido un buen momento para soltar una gran exclamación. Sin embargo, se había limitado a permanecer inmóvil en su propio sillón y lo único que se permitió fue arquear las cejas en una muda interrogación.

- Mañana tu madre y tú partiréis hacia Zürich. –le había informado a continuación Lucius– Y allí permaneceréis hasta que todo esto termine.

Después había guardado un pequeño silencio, dirigiendo su mirada nuevamente hacia las llamas, ignorando una vez más la necesidad de Draco de no tan sólo recibir órdenes, sino de obtener un porqué a la mayoría de directrices que habían dirigido siempre tan férreamente su vida.

- Sea cual sea el resultado, Draco, el Ministerio no podrá tocarte, porque no habrás participado en esta maldita guerra. Y cuanto más lejos estés de aquí, más lejos estarán ellos de caer sobre nuestra fortuna.

- Pero padre, –se había atrevido a hablar él por primera vez– he estado preparándome para este momento durante mucho tiempo. Siempre dijiste que debía unirme a la causa, que…

Entonces su padre le había mirado de esa forma tan peculiar que muchas veces había sido el preludio de un rígido y doloroso castigo por no haber estado a la altura de lo que se había esperado de él.

- No te he educado para que cuestiones mis decisiones, sino para que las obedezcas. –Lucius había deslizado las palabras entre dientes, afiladas como puñales– Si esto acaba mal, no dejaré que mi fortuna caiga en manos de nuestros enemigos y que nuestro apellido sea pisoteado y mancillado junto a los de los demás vencidos. Mi linaje seguirá adelante contigo, mal que les pese.

Y en ese momento Draco había comprendido.

Su padre no había intentando librarle de la esclavitud de una marca y de la obediencia ciega a un sangre mezclada que exigía pureza en sangre ajena.

No había tratado de evitarle los horrores de una guerra demasiado cruel o de impedir que pudiera salir mal herido o incluso muerto de ella.

No había sido su preocupación por las posibles y crudas represalias que caerían sobre su hijo si se unía a la causa en la que siempre había sido educado y que, como parecía pensar, no iba a ser la que se llevara la victoria.

Lo único que Lucius Malfoy había deseado era dejar tras de sí un heredero que le sobreviviera para seguir ostentando con orgullo su apellido; que a pesar de que él sucumbiera en aquel sin sentido, la familia Malfoy pudiera contar con futuras generaciones que pisaran con pie firme y doblegaran voluntades en beneficio de la familia.

Lucius sólo había puesto los medios para que los Malfoy no se extinguieran bajo la vorágine de una guerra en la que, cada vez con más fuerza, se perfilaba un equivocadamente desacreditado vencedor.

El conflicto mágico había durado casi cuatro años más, que Draco vivió desde la seguridad de la distancia. Tal vez la única cosa por la que le estaría eternamente agradecido a su padre. Todo había acabado una tarde de agosto, hacía ahora seis meses. Y junto con la noticia de que el Señor Oscuro había sido vencido, llegó la de la muerte de Lucius.

Draco no recordaba haber sentido nada.

A la mañana siguiente Draco era recibido por el Ministro de Magia, Rufus Scrimgeour. Aquella entrevista había sido acordada desde varias semanas antes de abandonar Zürich, por lo que el heredero Malfoy había tenido tiempo suficiente para preparar su estrategia frente a las más que probables peticiones que seguramente el Ministro le dirigiría.

Scrimgeour no era como Fudge, a quien su empecinamiento en no querer ver la realidad le había llevado a una precipitada destitución. El nuevo Ministro había sabido rodearse de los magos y brujas adecuados y conducía con mano firme el resurgimiento de la sociedad mágica tras la desoladora guerra. Era un hombre, ante todo, realista. Y la realidad del mundo mágico en ese momento era que había mucho destruido y mucho por reconstruir. Gente sin hogar que necesitaba casas donde alojarse; niños sin familia que necesitaban orfanatos que les acogieran o ancianos que se habían quedado solos y había que ubicar cuanto antes; viudas que no contaban con otro medio de vida que la pensión que el Ministerio pudiera proporcionarles para seguir sacando adelante a sus hijos; negocios que necesitaban de un fuerte empujón económico para poder ponerse en marcha otra vez; heridos que ya no se recuperarían y a los que se les debería procurar una asistencia permanente a lo largo de su vida.

Scrimgeour tenía que sacar dinero de donde fuera y como fuera. La guerra había vaciado las arcas del Ministerio. Y tal como había previsto Lucius Malfoy en su momento, las expoliaciones a las familias mortífagas fueron el primer medio de financiación que el Ministerio había puesto en práctica. Con lo que no contaba era que, tal como había hecho Lucius, las mayores fortunas del mundo mágico que habían militado en el lado oscuro hubieran tomado las mismas precauciones y puesto a sus hijos al frente de sus negocios y de sus capitales. Jóvenes que, como Draco, no habían participado en la guerra y que ni siquiera habían sido señalados con la infame marca del derrotado Señor Oscuro.

Ahora el Ministerio tenía que enfrentarse a la humillante situación de que la economía del mundo mágico se encontrara concentrada en las manos de no más de una docena de primogénitos de apenas veinte años, hijos de algunos de los mortífagos más odiados y que mayores estragos habían causado.

Para sorpresa de todos y enojo de muchos, esos jovenzuelos se habían convertido en los generosos benefactores que les estaban ayudando a sobrevivir. Apellidos como Zabini, Nott, Parkinson o Crabbe, se cincelaban en lustrosas placas conmemorativas en las paredes de las nuevas alas del hospital mágico, centros de acogida para menores, residencias para ancianos o comedores públicos para los más necesitados. Era el precio que los herederos les obligaban a pagar. Que a pesar de que ellos fueran los teóricos perdedores de esa guerra, magos y brujas no tuvieran más remedio que tragarse el orgullo y recordar que Nott había construido todo un nuevo pabellón en San Mungo para hechizos irreversibles cuando fueran a visitar a sus familiares o que Parkinson les estaba alimentando cada vez que acudían a un comedor público.

Pero Rufus Scrimgeour sabía que le falta todavía captar al más carismático de todos los legatarios de quienes habían liderado el lado oscuro y una de las fortunas más cuantiosas. Pretendía que el nombre de Draco Malfoy se esculpiera en alguna placa conmemorativa lo antes posible. No había sido fácil llegar hasta él, porque el joven había permanecido en el extranjero durante los casi cuatro años que había durado la guerra. Y después, a diferencia de los demás, no había mostrado ningún interés en pavonear su apellido ni en regresar. Ni siquiera para hacerse cargo de los restos de su padre, lo que hizo a través de sus abogados.

Scrimgeour conocía, por las informaciones que había conseguido, que Malfoy había proseguido sus estudios en Zürich y que desde allí manejaba con gran habilidad el imperio financiero que había heredado. A su parecer, era el más discreto de ese grupo de exhibicionistas económicos del que formaban parte el resto de sus compañeros. Tenía incluso esperanzas en que se avendría a colaborar en alguna obra social sin exigir colgar su puñetero nombre en ella.

Draco había escuchado todo el parlamento del Ministro de Magia educadamente, pero manteniendo una actitud más bien fría y distante. A pesar de vivir en Zürich, no había perdido el contacto con sus amigos y sabía de aquella desenfrenada exhibición de apellidos que tanto parecía divertir a sus ex compañeros de colegio. Todos habían acabado cediendo y colaborando con las propuestas del Ministerio, entre otras cosas, porque ninguno de ellos era tan estúpido como para no hacerlo y sabían mejor que nadie lo que les convenía. Además, aquella forma que habían encontrado de humillar a los que habían acabado con sus progenitores les parecía elegantemente irónica. No era que ninguno de ellos fuera a echar demasiado de menos a sus respectivos padres. Quien más quien menos había vivido en propia carne las mismas experiencias que Draco. Pero todos ellos eran orgullosos sangre limpia que, a pesar de verse ubicados por su apellido en el bando de los vencidos, seguían disfrutando de la vida que habían llevado siempre. Con la satisfacción, además, de poder restregárselo por las narices a la sociedad mágica que les había señalado, juzgado y condenado, sin preocuparse de si sus convicciones eran realmente las mismas que las de sus padres o si tan sólo no les había quedado más remedio que seguirlas.

El Ministro de Magia le había hecho a Draco una larga exposición de cuales eran las necesidades más urgentes a cubrir en ese momento y detallado todas y cada una de las estimadas y generosas aportaciones de sus amigos. Draco había abandonado el Ministerio casi tres horas después con un galopante dolor de cabeza y la promesa de estudiar todas las propuestas que Scrimgeour le había entregado en un grueso dossier. Después, se había aparecido en su mansión para darse un relajante baño y arreglarse para dar una vuelta con Blaise antes de ir a su casa a cenar.

A pesar de las advertencias de Blaise de que sería deprimente, Draco había insistido. Nunca pensó que el alma se le fuera a caer a los pies de esa forma. El Callejón Diagon era una pura miseria. Seis meses después del fin de la guerra, la mayoría de los negocios que una vez florecieron y dieron vida a uno de los estandartes del mundo mágico eran apenas una sombra de lo que habían sido. Muchos todavía permanecían cerrados. A través de los cristales rotos de la tienda de mascotas podían verse jaulas vacías colgando del techo, o destrozadas en el suelo. Nadie tenía intención de mantener una mascota, cuando mantenerse a sí mismo ya era bastante peliagudo. La tienda de túnicas de Madame Malkin estaba abierta, pero no había un solo cliente en su interior. También Floorist and Boots había reabierto sus puertas. Y en el escaparate de la tienda de escobas podía verse un par de modelos antiguos que antes de la guerra nadie hubiera comprado.

- Olivanders… –musitó Draco deteniéndose ante la tienda en la que había comprado su primera varita.

El propietario todavía sigue en paradero desconocido. –dijo Blaise a su lado– Aunque aún no se le ha dado por muerto oficialmente, ya nadie duda de que lo esté.

- ¿Crees que era necesario todo esto Blaise? –preguntó el rubio sin apartar la vista todavía de la sucia fachada.

- No lo sé. –reconoció su amigo– Pero no podemos cambiarlo. Por mucho que nos empeñemos en darle la espalda y seguir con nuestras vidas como si nada hubiera pasado. –dejó escapar un leve suspiro– Pansy y yo nos hemos planteado la posibilidad de marcharnos a Frankfurt o a París.

Guardaron silencio mientras reanudaban su paseo. La gente que pasaba a su lado lo hacía con paso rápido, sin entretenerse. Como si quisieran permanecer el tiempo imprescindible en aquel lugar. Después de cuatro años, la mente de Draco seguía conservando el recuerdo vivo de un Callejón Diagon bullicioso y próspero. Él no lo había visto declinar; no había contemplado el lento deterioro causado por la guerra; no había sido testigo del cierre de negocios o de la desaparición de algunos de sus propietarios, como el Sr. Olivander. No lo había visto hundirse en aquella impensable decadencia.

- Vámonos. –dijo por fin– Creo que ya he visto suficiente.

Desandaron el camino hasta llegar nuevamente al muro mágico que separaba el Callejón Diagon del Caldero Chorreante.

- ¿Te apetece una cerveza? –preguntó Blaise señalando la ajada barra del establecimiento, una vez dentro.

- ¿Aquí? –preguntó a su vez Draco, arrugando la nariz– Siempre he tenido la impresión de que este tipo debe limpiar los vasos con la lengua.

Blaise sonrió ante el inalterable elitismo de su amigo e iba a sugerir otro establecimiento más acorde con sus gustos cuando Draco le detuvo bruscamente, apuntando con un gesto silencioso de cabeza hacia una de las mesas al fondo del local. El inconfundible cabello pelirrojo de un Weasley resaltaba entre la melena castaña de Granger y el pelo negro de quien sin duda era Potter, a pesar de que al estar sentado de espaldas a ellos, no podían verle el rostro.

- Algunas cosas no han cambiado tanto. –murmuró Draco con ironía.

- Me temo que sí. –dijo Blaise al tiempo que le daba un leve empujón y él mismo andaba unos pasos para tener una mejor perspectiva de los tres Gryffindors.

Draco alzó una ceja en ademán interrogativo y su amigo le hizo tan sólo un gesto de que esperara. Ninguno de sus tres ex compañeros de Hogwars se había dado cuenta de su presencia todavía, sumergidos en la conversación que mantenían.

Bueno, ahí estaba el héroe, se dijo Draco. Él que había salvado el mundo mágico del Señor Oscuro y sus mortífagos para entregárselo a sus hijos, no pudo dejar de pensar con ironía. La sangre sucia en ese momento estaba sirviendo una taza de té. Después le puso azúcar y lo removió con la cucharilla. Seguidamente tomó la mano de Potter y depositó la taza en ella con una sonrisa. Draco dudó unos momentos. ¿No era con Weaslely con quien estaba saliendo Granger a finales del sexto curso? A lo mejor era que Granger había descubierto que los héroes le resultaban más interesantes, pensó con diversión. Y si no hubiera sido por aquel último gesto de Potter, Draco no se hubiera detenido en su intención de dirigirse hacia la chimenea, cansado de contemplar a esos tres que jamás habían sido santos de su devoción. El moreno había extendido la mano torpemente hacia las pastas de té que había en el centro de la mesa sin acertar en su primer intento y después Granger la había conducido suavemente, hasta se diría que con ternura, hacia el plato.

- ¿Qué diablos le pasa a Potter? –preguntó con sarcasmo sin alzar mucho la voz– ¿Alguna maldición le ha dejado más tonto de lo que ya era o qué?

- Ciego. –fue la escueta respuesta de Blaise.

Draco se había quedado tan atónito, que a la sugerencia de Blaise de tomar una copa en algún otro sitio, se había limitado a negar con la cabeza y a dirigirse hacia la chimenea del Caldero. Ambos habían llegado a la mansión Zabini pocos segundos después. Nunca le había preocupado demasiado lo que pudiera suceder con Potter si llegaba a enfrentarse al Señor Oscuro. Cosa que también durante mucho tiempo dudó que llegara a ocurrir. Pero seguramente se habría sentido menos sorprendido si le hubieran dicho que estaba muerto. Y no es que en ninguno de los dos casos fuera a sentir pena por él. Sólo le privaba de una de sus diversiones favoritas, pensó con cierto fastidio. Meterse con Potter y sus amigos siempre había sido el deporte nacional de Slytherin. Y ahora que la situación estaba claramente a su favor, la ocasión se hubiera pintado sola.

Definitivamente, aquella guerra lo había cambiado todo.

Más tarde, durante la cena, Draco se las ingenió para sacar a colación el tema de Potter y satisfacer su curiosidad.

- Sólo sé lo que es vox populi. –le contó Blaise– Que no salió muy bien parado de su enfrentamiento con el Señor Oscuro. Por lo visto estuvo un par de meses en coma y cuando despertó, no veía. Al principio pensaron que era consecuencia de alguna de las innumerables maldiciones que había recibido...

- Imagínate Hogwarts envuelto en fuegos artificiales. –interrumpió Pansy– Dicen que fue todo un espectáculo... –Blaise le dirigió una mirada reprobadora– …está bien, ya me callo...

Blaise odiaba que le interrumpieran.

- ...pero que la recuperara era solo cuestión de tiempo. –prosiguió– Al parecer recibió tantas maldiciones que lo sorprendente no es que esté ciego, sino vivo.

- El Profesor Snape siempre dijo que ese chico no era feliz si no hacía todo lo contrario a lo que se esperaba de él... –esta vez la mirada de Blaise fue mucho más incisiva– ...me callo.

- Todo un detalle, cariño. –agradeció su pareja– Me gustaría terminar antes del postre, si me lo permites. Para pasar a otros temas más interesantes…

Pansy le dedicó una sonrisa encantadora.

- A la vista está, –siguió Blaise irónicamente– que no la recuperó.

- Y si me permites decirlo, –interrumpió nuevamente Pansy desafiando con la mirada a su novio - ya puede estar contento de que sólo haya sido eso.

- ¿Y qué hace ahora? –preguntó Draco con curiosidad.

Blaise se encogió de hombros.

- ¿A quién le importa? –respondió.

Draco se quedó unos instantes pensativo.

- ¡Oh, oh, oh, conozco esa mirada! –exclamó Pansy entusiasmada– Draco, cariño¿en qué está pensando tu mente brillante y retorcida?

- A veces das miedo. –dijo éste con una carcajada.

- ¿Sólo a veces? –apuntó Blaise con sarcasmo.

Pero ella no hizo caso a ninguno de los dos comentarios.

- Vamos, Draco, suéltalo. –apremió con impaciencia– Me aburro mucho últimamente y necesito un poco de diversión.

Draco tenía en sus labios aquella sonrisa desvergonzada que Pansy tanto adoraba.

O.O.O.O.O.O.O.O.O.O.O.

A pesar de ser un hombre firme, de imperturbable carácter la mayoría de las veces, Rufus Scrimgeour hubiera dado cualquier cosa por no tener que enfrentar la situación a la que ahora se veía obligado.

- Es una proposición sorprendente, lo sé. –dijo– También a mí me dejó atónito.

El hombre sentado frente a él parecía estar todavía recuperándose de aquella insólita propuesta.

- Harry jamás lo aceptaría. –habló Remus convencido.

- Sé que sería una decisión muy difícil para él. –reconoció Scrimgeour– Por esa razón pienso que es mejor que no lo sepa, de momento.

Remus abrió los ojos con incredulidad. ¿De verdad estaba el Ministro considerando seriamente aceptar aquella proposición?

- ¿Se ha vuelto loco? –no pudo menos que decir, olvidando que a quien tenía delante era al Ministro de Magia.

Piense en las ventajas, Sr. Lupin. –intentó convencerle Scrimgeour– ¿Qué es un año de su vida si después puede tener su futuro asegurado para siempre? Si la situación económica del Ministerio fuera otra, habríamos proporcionado a Harry todos los medios y la ayuda que en sus actuales circunstancias necesita. Es lo menos que se merece.

- ¿Y que gana él con esto? –preguntó Remus, enojado– ¿Humillarle¿Vengarse?

- Tal vez sólo demostrar, igual que todos los demás, que está dispuesto a enterrar el pasado.

Lupin negó con la cabeza, dando a entender que le era difícil de creer.

- Sé que no será agradable para Harry. –admitió Scrimgeour y Remus dejó escapar un bufido de disgusto– Para su tranquilidad le diré que se le ha investigado exhaustivamente, como hemos hecho con todos. Está limpio. Es sólo un joven hombre de negocios decidido a invertir en nuestra comunidad. Dispuesto a trasladar varias de sus empresas aquí y a crear un montón de puestos de trabajo, Sr. Lupin. Justo lo que necesitamos para que nuestra sociedad florezca otra vez. Ni siquiera le interesa que se sepa que es él quien está detrás de esas compañías. Sólo ha pedido una cosa a cambio…

- A Harry. –le cortó Remus sin poder ocultar su contrariedad.

El Ministro de Magia dejó escapar un suspiro de impotencia, incapaz de negar la parte sin duda mortificante de aquella proposición. A disgusto, no vio otra salida que hacerle ver al licántropo la realidad de la situación de Harry Potter.

- Siento si piensa que lo que voy a decir es cruel, –se excusó de antemano– pero Harry ahora es un minusválido. –Remus le dirigió una mirada furiosa– Y como desgraciadamente no tiene familia, está bajo la tutela del Ministerio, como otros muchos magos y brujas que han tenido la desgracia de no salir bien parados de esta guerra. Y debido a esa incapacidad, ahora depende legalmente de nosotros.

Scrimgeour dirigió una mirada penetrante al pálido rostro del hombre sentado incómodamente frente a él, asegurándose de que sus palabras estaban siendo correctamente entendidas.

- Y si alguien presenta una solicitud formal para hacerse cargo de Harry, ocuparse del adiestramiento que necesita para poder valerse por si mismo en el futuro, ofrecerle un lugar donde vivir, cubrir sus necesidades y nos da las garantías necesarias… –suspiró– el Ministerio tiene la potestad de concederle su custodia. Harry no es capaz de cuidar de si mismo en este momento. Reconozcámoslo.

- Entonces, –dijo Remus conteniendo su enojo– si está dispuesto a entregarle y no necesita del beneplácito de nadie para hacerlo¿para qué me he hecho venir aquí?

- Porque Harry confía en usted y la situación puede parecerle menos difícil si es usted quien se la plantea. No pretendo obligarle... –respondió el Ministro dejando entrever que si era necesario, lo haría– Ni convertirlo en un hecho traumático. Todo será mucho más fácil para Harry si usted le convence de que es lo mejor para él.

- Y para el Ministerio. –gruñó Remus.

El Ministro sonrió.

- Y para el Ministerio. –admitió.

Muy a su pesar, Remus empezaba a reconocer que Scrimgeour tenía una parte de razón en todo lo dicho. Y era que Harry necesitaba de alguien que cuidara de él. Conseguir una casa adecuada para una persona ciega estaba fuera de sus posibilidades. Y de las de Harry también desde que su generosidad había vaciado casi completamente su cámara de Gringotts durante la guerra. Él mismo habría solicitado su tutela. Pero sus propias circunstancias y las leyes todavía vigentes sobre licantropía se lo impedían. Y sabía que Harry no quería convertirse en una carga para la familia Weasley, que ya tenían suficiente con sus propios problemas. Tampoco podía seguir eternamente encerrado en aquella habitación de San Mungo, de la que sólo salía cuando sus amigos o él mismo le sacaban de allí casi a la fuerza, angustiado por tener que enfrentarse a un mundo que ahora no podía ver.

Algo en la mirada de Lupin, le dijo al Ministro que, aun y desaprobando sus intenciones, tal vez el licántropo empezaba a ver las cosas desde su perspectiva.

- Además, –habló Scrimgeour en un tono más relajado– una vez firmados los papeles de la tutela, la ley obligará al Sr. Malfoy a cumplir con todo lo prometido. Y un mago del departamento de asuntos sociales se encargará de verificar mensualmente que todo está en orden. No vamos a abandonar a Harry a su suerte. –le aseguró con firmeza.

Remus Lupin asintió, sintiéndose culpable y derrotado, sin muchas opciones más que aceptar el desagradable papel que las circunstancias le estaban otorgando. Sin embargo, añadió:

- Pero no permitiré que le engañe. Harry sabrá que es el Ministerio quien le entrega a Draco Malfoy.