GERMANIA, 249 D.C

Con el crepúsculo, el viento fresco empezó a soplar desde el mar. Era la época en la que los agricultores quemaban los restos de sus cosechas en los campos, pero el viento había barrido la niebla que ocultaba los cielos y la Vía Láctea dibujaba un rastro blanco en el firmamento.

El mago de Germania estaba sentado en la piedra de la Vigilancia, en el alto del Tor, una cadena de montañas que circulaba toda la región. Su mirada estaba fija en las estrellas. Sin embargo, aunque el esplendor del cielo se le fuera ofrecido a sus viejos ojos, eso no retenía toda su atención. Él apretó los oídos a fin de escuchar cualquier bulla producida en la morada de la Gran Sacerdotisa, en los valles bajo sus pies.

Desde el amanecer ella estaba en trabajo de parto. Éste sería el quinto hijo de Gwen y sus bebés anteriores habían nacido con facilidad. Su parto no debía estar tan demorado. Las viejas parteras guardaban sus misterios, pero al crepúsculo, cuando se había preparado para subir el Tor para su vigilia, él había visto la preocupación en sus ojos.

El rey Johann, que había convocado Gwen para el Gran Rito, conocido como el casamiento sagrado, por cuenta de sus campos inundados, era un hombre alto y fuerte, de rasgos grandes y guerreros, a manera de los germánicos de donde descendía y que en su origen, se habían instalado al norte del continente antes de tomar toda la región.

Y Gwen, una mujer delgada y delicada, con una cara tan blanca cuanto la nieve y de gran fragilidad, con la típica apariencia de la gente mágica, como eran llamados los rúnicos, le había despertado la pasión.

No sería sorprendente si el niño que Johann generara fuera demasiado grande para salir fácilmente. Cuando Gwen descubrió que él la había embarazado. Muchas de las sacerdotisas mayores les recomendaron que se sacara el niño. Pero hacer eso habría anulado la magia y Gwen les dijo que había servido a la Diosa por mucho tiempo para no confiar en sus designios.

¿Qué designio había en el nacimiento de este niño? Los viejo ojos del mago escaneó el cielo buscando comprender el secreto escrito en las estrellas. El sol se encontraba entonces en el signo de Virgo y la vieja luna, ultrapasándolo, estuviera visible en el cielo aquella mañana. En este momento ocultaba su cara, dejando la noche para el esplendor de las estrellas.

El viejo se cubrió con el manto gris, sintiendo en sus huesos la frialdad de la noche de otoño, mientras acompañaba el viejo coche a caminar adelante por el cielo y ninguna noticia surgía. Él sabía que estaba temblando, no de frío sino de miedo.

Lentamente, como ovejas pastando, las estrellas seguían adelante en el firmamento. Saturno brillaba a sur-oeste, en el signo de Libra. A medida que las horas avanzaban, las fuerzas de la mujer estaban declinando. A veces, se escuchaba un gemido de dolor que subía desde la casita. Pero fue sólo en la hora más tranquila, exactamente cuando las estrellas se estaban apagando, que un nuevo sonido dejó el mago en alerta, con el corazón latiendo fuerte, el lloro fuerte y agudo de un recién nacido.

A este el cielo ya estaba poniéndose pálido con el acercamiento del día, pero en el alto, las estrellas aún brillaban. Un hábito antiguo llevó los ojos del viejo hacia arriba. Marte, Júpiter y Venus se encontraban en una perfecta conjunción. Entrenado desde niño en los misterios druidas, él confió a su memoria la posición de las estrellas. Luego, haciendo una mueca cuando su cuerpo lo retó, él se paró y apoyándose en su bastón, cortado de forma rara, siguió por la montaña hacia abajo.

El niño había parado de llorar, pero cuando el mago se acercó de la casa donde había ocurrido el parto, su estómago se contrajo, pues escuchó llanto adentro. Las mujeres se alejaron cuando él tiró la espesa cortina que pendía sobre la entrada de la puerta. Él era el único hombre que tenía el derecho de allí entrar.

Aelia, una de las sacerdotisas más jóvenes, estaba sentada en un banquillo, cantando algo en lengua antigua para un paquete envuelto en tela que sostenía en sus brazos. La mirada del mago se fue de ahí hacia la mujer que estaba en la cama y se detuvo, pues Gwen, cuya belleza había sido tan conocida, estaba absolutamente paralizada.

Su pelo negro se extendía sobre la almohada y sus rasgos delicados ya estaban adquiriendo la inconfundible fealdad que diferencia la muerte del sueño.

- Como…- él parecía confuso, luchando por contenerse.

- Fue el corazón.

Dijo Ayleen, cuyos rasgos, en este momento, eran dolorosamente parecidos con los de la mujer muerta sobre la cama, aunque gran parte de las veces la dulzura de la expresión de Gwen siempre hubiese facilitado la distinción entre las dos hermanas.

- Ella había sufrido los dolores por mucho tiempo. – completó – Su corazón cedió al esfuerzo final para expulsar el bebe.

El mago caminó hacia la cama, contempló Gwen y luego de un rato se curvó para trazar un signo de bendición sobre su frente fría.

"Ya viví demás" – pensó él – "Debía ser tú a decirme los ritos"

Él escuchó a Ayleen respirar fuerte a sus espaldas.

- Diga, entonces, druida, ¿Qué destino las estrellas predicen para la niña nacida a esta hora?

El viejo la miró. Ayleen lo encaró con los ojos brillantes de rabia y lágrimas no vertidas.

"Ella tiene el derecho de preguntarme esto" – pensó el viejo.

Cuando la sacerdotisa anterior muriera, Ayleen había sido rechazada a favor de su hermana, él suponía que, de esta vez, la elegida sería ella. Entonces el espíritu de su íntimo se hizo sentir, en respuesta al desafío de Ayleen. Empezó:

- Así hablan las estrellas… - su voz tembló un poco – La niña que nació en el pasaje del otoño, exactamente cuando la noche cede lugar al amanecer, permanecerá en el pasaje de la época, el portón entre dos mundos. La época de Aries pasó y ahora Piscis reinará. La luna oculta su cara, esta doncella ocultará la luna que traerá sobre su frente y sólo en la vejez ella encontrará su verdadero poder. A sus espaldas se encuentra la ruta que conduce a las tinieblas y sus misterios. Delante de ella, brilla fuerte la luz del día.

Él paró para respirar, continuando en seguida.

- Marte está en Leo, pero la guerra no la someterá, pues es gobernada por la estrella de la realeza. Para esta niña, el amor estará relacionado a la soberanía, pues Júpiter se siente atraído do Venus. Juntos, el fulgor de ambos iluminará el mundo. En esta noche, todos ellos se mueven en dirección a Virgo, que dibuja su verdadera reina. Todos se curvarán para ella, pero su verdadera soberanía estará oculta. Muchos la alabarán, pero pocos conocerán su verdadera esencia. Saturno ahora se encuentra en Libra. Sus lecciones más difíciles serán para mantener un equilibrio entre la antigua y la nueva sabiduría. Pero Mercurio está oculto, y yo preveo para esta niña muchas deambulaciones y malos entendidos. Sin embargo, al fin, todos los caminos la llevarán a su hogar.

A su alrededor, las sacerdotisas estaban murmurando.

- ¡Él profetiza grandeza, ella será la próxima Gran Sacerdotisa como su madre antes de ella!

El mago frunció las cejas. Las estrellas le habían mostrado una vida de magia y poder. Parecía que esta niña estaba destinada a caminar un camino distinto de todos aquellos que ya habían sido hechos por cualquier otra sacerdotisa germánica.

- ¿La nena es saludable y bien conformada?

- Ella es perfecta, señor. – Aelia se paró, acogiendo en su pecho la beba cubierta por un manto.

- ¿Dónde se encontrará una niñera para ella? – él sabía que no había ninguna mujer amamantando por las cercanías.

- Ella puede ir para la villa de los habitantes del lago… - dijo Ayleen – Allá hay siempre una mujer con leche. Pero la mandaré a su padre luego que sea destetada.

Aelia apretó fuerte su encargo, pero el aura de poder que rondaba la sacerdotisa ya estaba cayendo sobre Ayleen y si la mujer más joven tenía algo a decir, no lo hizo en palabras.

- ¿Está segura de que esto es sensato? – por su cargo, el mago podía contestarla.- ¿La niña no necesitará ser instruida en los misterios para cumplir su destino?

- Lo que haya escrito los dioses, se dará. – respondió la mujer – ¡Pero muchos años pasarán antes de que pueda mirarle la cara sin ver a mi hermana muerta!

El mago apretó los ojos, pues siempre le pareció que no existía mucho afecto entre Ayleen y su hermana menor, Gwen. Pero tal vez hubiera algo de razón en eso: si Ayleen se sentía culpable por envidiar a su hermana, la beba sería un recuerdo doloroso.

- Si la niña mostrar un don, cuando crezca podrá retornar. – completó Ayleen.

Si fuera un hombre más joven, el mago hubiera podido cambiar su opinión, pero él había visto la hora de su propia muerte en las estrellas y sabía que no estaría allí para proteger a la niña si Ayleen le mostrara rencor.

- ¿Muéstreme la niña! – ordenó él.

Aelia se acercó, tirando el manto para tras y Lune pudo contemplar el pequeño rostro de la beba, aún cerrado en sí como una rosa en el invierno. La niña era grande. No le sorprendía que la madre hubiera tenido una batalla tan penosa para darle a luz.

- ¿Quién eres tú, pequeña? – murmuró Lune a través de sus pelos largos - ¿Serás digna de un sacrificio tan grande?

- Antes de morir, la señora dijo que su nombre debía de ser Pandora. – dijo Aelia.

- Pandora… - repitió Lune – La primera mujer segundo los griegos. – y como se hubiera comprendido, la nena abrió sus ojos grises.

- Ah, ¡Ésta no es la primera vez para ti! – dijo Lune, entonces, la saludando como alguien que encuentra un viejo amigo por la ruta.

Él sintió un golpe de tristeza porque no viviría para ver aquella niña crecida.

- ¡Bienvenida de vuelta, querida!

Por un rato las cejas de la nena se curvaron y en seguida sus labios minúsculos se abrieron en una sonrisa.

BRETAÑA, diez años después

Mismo en el verano, el castillo de Tintagel era un lugar solitario y lejano. De donde estaba, Igraine, reina de toda Bretaña, miró hacia el mar. Mientras contemplaba el océano, pensaba en como podría saber cuando la noche y el día tendrían la misma extensión. En aquel año, las tempestades de primaveras habían sido muy violentas. Noche y día el murmullo del viento resonaba por el castillo.

Se sacó su chal de sus hombres, ya hacía calor a esta hora. Y allí, cuando la niebla se deshizo y se abrió, flotó frente de ella, por un momento, una figura venida de las nieblas. Era una aparición fantasmagórica e Igraine, como una perfecta hija del mundo mágico, sintió que se le erizaba los pelos del brazo. Pudo divisar lo que sería la imagen de una mujer.

- Madre…

Su voz tembló e Igraine sabía que no las había gritado, sólo murmurado, con las manos apretadas en el pecho.

- ¿Eres tú quién veo aquí?

El rostro poseía un aire de censura hacia ella y sus palabras parecían perderse en el viento, más allá de las murallas.

- ¿Tú abandonarás a tu hijo para la muerte?

- Madre… - herida por la injusticia de estas palabras, Igraine contestó. – Fuiste tú quién me guió para traer a Radamanthys a estas tierras. Tú me has mostrado los sitios en los que su vida está en peligro ¡y he hecho tal como los dioses predicen!

- El príncipe debe ser mandado al Norte. – el hada le habló con voz solemne – ¡Acá está condenado!

- ¿Quién quiere atentar contra su vida? ¡Dígame y haré el rey saber quienes son aquellos que buscan terminar con su sangre en el trono de Bretaña!

Pero la forma de la mujer desapareció en las sombras. No estaba allá, jamás estuvo. Igraine parpadeó, la aparición se había ido. Se protegió en su chal pues sintió frío, mucho frío. Sabía que la Visión le sacaba la fuerza del calor y de la vida de su cuerpo. De golpe, sus ojos azules se fijaron en el horizonte y vio, claramente, como si delante de sí, millones de caballeros armados invadiendo Tintagel. ¿Pero quién mandaría un ejército contra aquella fortaleza? ¿Quién desafiaría el Gran Rey de Bretaña? Necesitaba alejar Radamanthys de allí inmediatamente.

- Señora… - una de las siervas se acercó con respeto – El rey acaba de llegar!

- ¿Cómo? – Igraine la miró fijamente – No he escuchado su anuncio!

- Fue anunciado por casi 5 minutos, majestad!

La reina despidió la sirvienta que, haciéndole una reverencia, se fue hacia sus deberes. En aquel momento se escuchó gritos, estallidos y una fuerte bulla proveniente del salón principal. A Igraine le pareció haber escuchado el nombre de su hijo. Aflicta por sus visiones, dejó caer su chal y corrió hacia los sonidos.

- ¿Qué pasó? – gritó aún bajando las largas escaleras, sus manos experimentadas sostenían el vestido.

- ¡Radamanthys! – la voz del rey, que también se había acercado, salió angustiada al ver que le traían al niño en brazos y desacordado.

- ¡Cayó del caballo, majestad! – se apresuró a decirle el petizo responsable por los animales. – ¡Sabía que no debía montar a Fénix, su caballo, señor, pero igual se lo hizo! – el hombre tenía los labios temblorosos y estaba pálido. Si el príncipe heredero se muriera, seguro perdería su cabeza.

- ¡Torpe! – le gritaba el rey, agachado junto al niño, intentaba, sin éxito, despertarlo. - ¡Mataré el imprestable que dejó el caballo a su alcance!

Igraine dio órdenes para que llevaran el niño a su pieza. Abrió las cortinas y dejó entrar la luz y el viento fresco.

- ¡Mandaré llamar al médico! – habló Uther, el Gran rey de toda Bretaña. – Necesitamos saber la gravedad de su estado.

- ¡No! – contestó la reina sin parar lo que hacía. – Aquel viejo imbécil sólo conoce pociones de caca de chibo. – miró al marido – Por favor, mi rey, les pido que me deje sola con nuestro hijo y podré ver bien la gravedad en la que se encuentra.

Uther la encaró con afecto. Sabía que su mujer era mucho mejor que cualquier médico formado. Suspiró y mirando al hijo, aún desmayado, salió de la habitación y cerró la puerta. Igraine se acercó al niño de rebeldes pelos dorados cuyos misteriosos ojos de un verde mar estaban ocultos por los párpados, con sus pociones de bruja.

Parada, cerca la cama, la niñera esperaba alguna orden de su majestad.

- ¿Viste el accidente, Abgail? – preguntó, alejando las sábanas y encontrando moretones en su cuerpo.

- Sí, majestad. El niño desobedeció las órdenes de Kevin, que le había dicho de la prohibición de padre sobre montar su caballo.

Igraine sonrió tocando el pequeño labio herido. Pero serio era el golpe en la témpora izquierda y ella sintió un miedo verdadero. ¿Será que todo terminaría así?

- ¿Ha vomitado sangre? – preguntó, muy concentrada.

- No, majestad. – contestó la niñera – ¡Espero que el rey descubra quien hizo salir a la hembra! – suspiró Abgail en voz alta; la reina se volvió hacia ella inmediatamente.

- ¿Qué hembra? Cuéntame todo, Abgail. ¿Como todo pasó?

- El príncipe se subió al caballo, aunque le dijeran que no. Fénix empezó a rebotar y se veía la hora en que el niño vendría al suelo. Pero aunque tuviera dificultades, pudo dominar el animal. – decía la chica.

- Sí, es fuerte, como su papá. – Igraine orgullosa. – Continúe…

- Estaba a montar muy bien, llamando la atención de todos en el palacio, cuando, de golpe, surgió una yegua que, a lo que parece, estaba en celos y el caballo, descontrolado, temblaba y temblaba, dando fuertes y altos brincos al aire… - la muchacha gesticulaba teatralmente – Aún así el príncipe lo dominaba con precisión. Pero cuando se alzó, sacando las patas delanteras del piso, tan alto como jamás yo había visto, el niño se fue a la tierra con todo el peso de su cuerpo.

- ¿Y de dónde ha venido este animal? – preguntó, nerviosa, temiendo lo que la visión le había dicho.

- Nadie sabe, majestad. Las hembras quedan al otro lado del establo, aún no se pudo comprender como ha llegado hasta acá.

Igraine pasó los dedos por la cabeza de su hijo, que estremeció cuando ella le tocó el punto herido, y este era el mejor signo posible. Si hubiera hemorragia craniana, aquella hora, él estaría en un estado de coma tan profundo que ningún dolor podría afectarlo. Sonrió. Su mano encontró la mejilla rosada y la apretó con fuerza y Radamanthys gimió en su sueño.

- ¡Vivirá! – dijo al fin, con un sentimiento de orgullo por la fuerza de su pequeño guerrero.

Le dio un golpe liviano en la cara y el muchacho, de tan sólo 10 años, abrió sus ojos por un rato.

- Déme una vela. – pidió a la niñera.

Y la movió de un lado al otro frente a los ojos del niño. Él la acompañó con la mirada, antes de cerrar nuevamente sus ojos con un gemido de dolor.

- Abgail, hágalo estar en reposo… - dijo la reina parándose – Déle sólo agua y sopa, nada sólido, por un o dos días y no remoje su pan en el vino, sólo en la sopa o en la leche, por ahora. Él estará montando de nuevo dentro de tres días. Vendré a cada rato a ver como está.

Igraine lo besó en la frente y salió de la habitación. Necesitaba hablar con su marido de la necesidad de enviar Radamanthys para lejos y de forma oculta o, entonces, el trono de la Bretaña quedaría sin su heredero, generando el caos en todo país.

o.O.o Continua… o.O.o