Dos semanas. Ese había sido el tiempo transcurrido desde que nos habíamos visto por última vez. Las noches y los días transcurrían eternos mientras esperaba que volviese a aparecer.
La luz de la Luna se deslizaba cautelosa por las sábanas que ahora permanecían frías pues nadie las tocaba desde su partida.
Desconocía el número exacto de horas que llevaba absorto mirando el lecho conyugal. No era capaz de creer que la había perdido en un abrir y cerrar de ojos pues había decidido evaporarse de mi lado como si no hubiese habido nada entre nosotros.
¿Dónde quedaban esas madrugadas en las que ambos observábamos como nuestra hija, el fruto de nuestro amor, dormía plácidamente? ¿Cómo quería que borrase de mi mente cada una de las miradas tan penetrantes que me había dedicado durante aquellos maravillosos años? ¿Pensaba acaso que sería capaz de olvidar sus cálidas sonrisas en las que me perdía todas las horas que pasaba en su compañía? ¿Podía tan siquiera suponer que para mi piel le sería fácil arrancar el tatuaje que sus caricias habían hecho todo ese tiempo?
Ambos nos habíamos casado jóvenes, después de año y medio de conocernos, pero no pensaba que aquel amor se extinguiese nunca.
Respiré pesadamente mientras mi mirada descendía de aquellas sábanas sedosas en las que tantas noches de pasión habíamos pasado para después situarse sobre el anillo que me ligaba a ella. No pude evitar recordar su rostro de facciones dulces el día en que había decidido pedirle matrimonio. Su sorpresa fue tan grande como el número de veces que me vi rechazado pero a pesar del dolor que me causaban sus negaciones no cesaba en mi intento de convertirle en mi esposa. Por suerte terminó aceptando convirtiéndome en el hombre más feliz del mundo.
¿Por qué ahora había decidido romper mi corazón cuando éramos tan felices? No me importaban sus celos, no me importaba tener que calmarle a besos pero aquello era insoportable para mí. Mi existencia sin ella dolía, más de lo que pensaba, más de lo que podía aguantar sin que en mi rostro estuviese perfectamente claro lo que en mi interior estaba padeciendo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras echaba la cabeza hacia atrás recostándola en la pared. No había podido retener a mi lado a aquella princesa que había aparecido en mi vida. Puede que yo no fuese el príncipe de su cuento sino el dragón que la mantenía presa. Aún siendo así no había logrado mi propósito pues había huido. Todo me indicaba que no había sido tan feliz a mi lado como yo había imaginado. ¿Cuando se apagó aquella llama que quemaba en nuestro interior con solo una caricia, una sonrisa o una mirada de embeleso?
Dos semanas. Dos semanas de infierno pero que aún parecían no tener fin. Por no saber cuidar lo que tanto quería debía aguantar mi condena. Viviría la vida esperando que volviera para estrecharla en mis brazos tan vacíos sin su cuerpo entre ellos. La esperaría toda la eternidad aunque muriese en el intento.
