El inicio

Se sentó en el pequeño sofá de su apartamento, como todos los demás días de su vida. Mirando el televisor con expresión ausente, encogiendo las piernas y tocándose el pecho con las rodillas, comía despacio, abstraído, como si su mente no estuviera en aquel lugar. Sus ojos pardos, opacos, no reflejaban la luz, no mostraban ningún rastro de vida o de ganas de vivirla.

Hundiendo la cuchara en el pote plástico, levantaba una porción considerable de queso y la llevaba a su boca, comiendo sin pensar, sin sentir el gusto. Sus cabellos, cortos y oscuros, caían a los lados de su rostro y sólo se movían si respiraba. En la penumbra del atardecer concluido, mientras el cielo se cubría de estrellas que él no veía, sentía pasar los minutos, las horas, como si no valiera la pena levantar la cabeza.

–Así... Así es todos los días... –murmuró a nadie, pues se hallaba completamente solo en su departamento–. Así será toda mi vida... Vacía y gris.

Respiró hondo, dejando el pote a un lado, sobre el sillón.

–¿No habrá nadie que me necesite? Tal vez no sirvo para nadie... Pero yo sí necesito a alguien...

La noche transcurrió como tantas otras; en silencio absoluto y soledad. Su despertador sonó como siempre, con su sonido chirriante, la única cosa que lograba despertarlo y hacer que abandonara la cama, en la que muchas veces había deseado perecer. Era hora de comenzar otro día, otra molesta jornada en la que no encontraría sentido a su existencia vacía.

Se bañó, se vistió con su traje oscuro, tomó su maletín y salió sin desayunar, como siempre, rumbo a su trabajo.

Cruzó la calle como tantos otros días, bajó las escaleras que conducían al tren subterráneo, pasó su tarjeta y esperó... Esperó, como tantas otras veces, a que el tren llegara.

Cuando el transporte se detuvo en la estación, la gente se agolpaba para entrar y para salir y de pronto se vio arrastrado por una marea humana. El primer pensamiento que atacó su mente fue el de la demora, el de la pérdida del viaje. Si perdía ese tren, llegaría muy tarde al trabajo. Molesto, bufando contra las personas que lo empujaban, trató de abrirse paso para ingresar al tren, pero una alta figura chocó con él y lo hizo caer.

El tren partió de súbito, alejando con él los sonidos y a la gente, mientras quienes habían descendido caminaban rápidamente hacia las salidas. Él estaba ahí, sentado en el suelo, con la cabeza gacha y los labios temblándole. Estaba harto, harto de esa vida, harto de todo. Muchas veces había pensado en suicidarse para acabar con todo aquello, pero no había tenido el valor. Las veces que había cortado sus muñecas, había terminado yendo al hospital por voluntad propia. Había querido arrojarse del balcón, pero acababa retrocediendo y cerrando la puerta de cristal con miedo y violencia.

–¿Estás bien?

Aquella voz grave y rasposa lo sacó de su mutismo. Levantó la cabeza despacio para ver a quien le hablaba.

–Oye, ¿me escuchaste? ¿Estás bien?

Se quedó observando a esa persona con los ojos muy abiertos y los labios pegados. Desde el suelo era enorme, como una inmensa estatua. Tenía largas piernas, hombros anchos y cabello cano, sin definirse entre blanco y plateado, muy corto y desprolijo. Un parche médico cubría su ojo izquierdo. Una mueca de curiosidad y desparpajo llenaba su rostro.

–Oye... –repitió por tercera vez–. ¿Te has hecho daño?

Estiró su mano, ofreciéndosela. Estaba vestido con parte de lo que parecía un uniforme escolar de preparatoria; por su porte y su andar, daba la impresión de que no asistía mucho al colegio.

–No... –respondió él, desviando la mirada mientras levantaba el brazo y tomaba lentamente la mano del muchacho.

–Qué bueno. Lamento haberte atropellado –se disculpó toscamente, rascándose la nuca–. Eres tan pequeño que no te vi.

Se sintió avergonzado por aquella declaración. ¿Pequeño? ¡Era él quien era una bestia!

–El que es pequeño eres tú –espetó, algo molesto–. ¿No es un poco tarde para ti? Deberías estar en el colegio ahora mismo.

–Nah, me aburro allá, por eso salgo a pasear –fue la irreverente respuesta del muchacho, que frunció los labios mirando hacia otro lado.

Se quedó mirando por un instante al chico. Honestamente, no entendía a la juventud actual, tan falta de motivaciones y de metas. Repentinamente recordó que, aunque él fuera un adulto, tampoco tenía muchas motivaciones en su vida. No era quién para acusar.

–Bueno, yo... yo debo... debo irme –tartamudeó, desviando la mirada para que el colegial no pudiera verlo–. Estoy sumamente tarde...

–Ah, ah, qué aburrida es la rutina –exclamó el chico–. ¿No te estresas de seguir horarios y cosas así? A mí me asfixian.

Volvió nuevamente la mirada hacia el muchacho. No podía entender su falta de responsabilidad.

–¿Por qué mejor no vamos a beber un café o algo? Quizás no estés de mucho humor para llegar tarde.

Esa propuesta lo dejó francamente sorprendido.

–¿Por qué...? –atinó a preguntar–. ¿Por qué dices eso?

–No lo sé... Es que... te ves tan triste –murmuró, desviando el ojo descubierto. Era de un penetrante azul.

No supo cuándo o cómo, pero el muchacho lo había arrastrado hasta una cafetería cercana a la calle de la estación del metro. Estaban los dos sentados en una de las mesas que daban a la calle, cuando la moza dejó dos cafés frente a ellos.

Él miraba hacia afuera, viendo la gente pasar, las nubes moverse y aclarar u oscurecer la calle. El muchacho tomó un sobre de azúcar, lo abrió y dejó ir todo el contenido dentro de la taza. Hecho eso, tomó otro y repitió la operación, así hasta que hubo abierto al menos media docena de paquetes. Lo observó con gesto de confusión.

–Qué... ¿Qué haces? –preguntó, mirando la montaña de sobres.

–Mi café me gusta bien dulce –respondió el otro, con ligereza–. ¿Qué, no le vas a poner al tuyo?

–No –replicó él con tono solemne–. Yo lo tomo amargo.

–Oh... –su voz grave se perdió luego bajo el sorbo de café. Él tomó su taza con ambas manos, mirando fijamente el oscuro contenido.

–¿Por qué haces esto? –cuestionó, luego de unos segundos–. Ni siquiera sabes quién soy...

–No, no lo sé –contestó el chico–, pero me gustaría saberlo. ¿Cómo te llamas?

–Mouri... –susurró, levantando la taza y dando un ligero sorbo–. Mouri Motonari.

–Mouri-san –repitió el chico–. ¿O Motonari-kun? ¿Cómo prefieres que te llame?

Él se quedó de piedra, observándolo fijamente.

–¿Qué? –logró preguntar tras unos instantes–. ¿Planeas... que nos veamos de nuevo?

–¿Por qué no? –cuestionó el colegial–. Yo la verdad no tengo mucho que hacer, y tú... creo que necesitas desesperadamente hablar con alguien.

–De nuevo dices cosas como ésas... ¿Por qué sacas esas conclusiones? ¡No sabes nada sobre mí! –exclamó Motonari, frunciendo el ceño.

–Quizás no... Pero siento como si ya te hubiese conocido antes, como si hubiese conocido esa tristeza –dijo al fin, de forma lenta, apoyando el codo sobre la mesa y descansando la cabeza sobre su mano.

Se quedó nuevamente contemplando a aquel irreverente adolescente, detestando el desparpajo del que hacía uso para condenarlo a la vergüenza con declaraciones como ésas... y, sin embargo, en el fondo sólo deseaba decirle que tenía razón. Que sabía perfectamente lo que había en su interior, que conocía la verdad de su vida deprimente. No sabía porqué estaba sintiendo eso, pero la realidad era que ahí estaba. Él... Él también sentía que había conocido antes, en otro lugar, en otra vida.

–¿Cuál es tu nombre? –preguntó con voz grave, luego de algunos minutos.

–Chousokabe Motochika, el demonio de la zona oeste –respondió el muchacho, henchido de orgullo ante aquel vandálico logro.

Motonari levantó una ceja en desaprobación. Motochika simplemente rió nervioso al ver esa reacción.

Con su voz grave y rasposa, el muchacho fue llevando la conversación por diferentes lugares hasta que logró que el hombrecillo hablara de lo que le aquejaba. Se enteró de que Mouri Motonari tenía veintisiete años, que se había graduado en la universidad en la carrera de contaduría pública y que trabajaba en una escueta oficina del gobierno, escondido todo el día en su cubículo. Que no tenía casi ningún amigo, que sus padres habían fallecido al momento de entrar él en la facultad y que vivía solo, sin una mascota, sin una planta, sin más compañía que la de sus propios pensamientos.

El tiempo avanzaba rápido para Motochika, se sentía natural estar cerca de ese hombre delgado, con su mirada perdida.

Como si siempre lo hubiera conocido, y por alguna razon que estaba fuera de su entendimiento, cuando llegó la hora de irse porque los empleados del lugar comenzaban a lanzarles indirectas de que tenían que cerrar, no quería alejarse.

Caminaron juntos un par de cuadras, le hablaba de cualquier cosa y se alegraba mucho al ver que lograba una mínima sonrisita en Motonari. Nuevamente estaba anocheciendo y ya habían llegado a la puerta del edificio donde éste vivía.

Era una construcción oscura y deprimente, la que Motochika volteó a ver con una ceja levantada. Si bien él no vivía en una zona de buen nivel económico, prefería mil veces el ajetreo de la gente que esas pequeñas cuevas privadas de vida.

Recorrió todo el edificio con la mirada y soltó entre dientes:

–Esto pone triste a cualquiera.

El otro lo miró, perplejo.

–Bueno... Disculpa que no tenga un lugar mucho más lujoso donde vivir –murmuró, desviando la vista una vez más–. No es que me interese mucho tener lujos, tampoco.

–¡Eh! No... No es a lo que me refiero... Si conocieras el lugar donde vivo, no dirías eso para nada– se echó a reír–. Es que está todo en silencio... Creo que te hace sentir más solo...

Vio que la crítica sobre la vivienda incomodaba a Mouri y quiso repararlo.

–Supongo que estoy acostumbrado al ajetreo de los barrios bajos –con lo que le sonrió ampliamente.

–¿Barrios bajos? –la mirada oscura del otro mostraba curiosidad–. ¿No vives con tus padres?

Pensó un poco su respuesta, poniendo cara de que analizaba algo, y luego respondió.

–No exactamente... –la frente arrugada de Mouri le obligó a explicarse–. Salen mucho de viaje y detesto quedarme solo en el silencio de la casa, así que desde hace un tiempo vivo por mi cuenta... o algo así. Es un lugar lleno de vagos y ruido todo el día.

–Oh... –fue todo lo que pudo decir Motonari–. Ya veo.

En cierta forma, se parecían un poco, sólo que el joven Chousokabe hacía algo para remediar su abandono.

Una corriente de aire frío movió la ropa y el cabello de ambos. El de Motonari se sacudió y quedó muy desordenado.

Antes de que su cerebro procesara lo que hacía, se acercó al contador y, con la mirada fija pero a la vez perdida en sus ojos, peinó suavemente su cabello con los dedos.

Cuando hubo acomodado el pelo, acarició apenas su mejilla. Una sensación muy familiar lo atacó, como si hubiera estado así miles de veces antes.

Motonari se sonrojó y algo dentro suyo le hizo llevar su mano a su mejilla, sujetando la mano de Motochika y presionándola levemente contra su rostro.

–¿Quieres subir...? –preguntó, con voz temblorosa–. Hace mucho frío ya... Es tarde para que te vayas tan lejos a tu casa... Me siento mal por haberte retenido tanto... No tengo azúcar, pero tal vez algo te guste...

Las frases le salían desordenadas, las rodillas le temblaban, no sabía porqué pero se sentía más nervioso que nunca, como si no quisiera echar a perder nada de la magia que había tenido lugar aquel día.

Como perdido en un trance, el chico sonrió tranquilamente y contestó casi en un susurro.

–Suena bien...

El tramo de escaleras que subieron no fue muy largo. Motonari, acostumbrado a hacerlo de ida y vuelta todos los días, observó con curiosidad al muchacho que respiraba agitado.

–Sólo fueron seis pisos –comentó, buscando su llave.

El chico contestó con molestia.

–Vivo en la tierra, sabes...

–Me atrevería a decir que eso es mérito del tabaco –advirtió el dueño de la casa, señalando el paquete de cigarrillos que se asomaba por el bolsillo de la camisa del chico.

En respuesta, Motochika sólo chasqueó los dientes, romperle la cara a diez oponentes era menos agitado que subir escaleras.

Motonari abrió la puerta y lo invitó a pasar con un gesto ausente.

–No es una maravilla –advirtió–, pero al menos es cómodo.

El chico ingresó y el contador entró detrás suyo, cerrando la puerta. Era un apartamento pequeño pero agradable, aunque algo pelado. Parecía más grande porque tenía pocas cosas. En la salita, una mesa baja, un sofá, un librero enorme y un mueble donde reposaba el televisor. En la cocina brillaba la vajilla, una alacena en la pared, la nevera y la estufa, todo en el más absoluto orden y limpieza. Una mirada indiscreta reveló la puerta que conducía al baño y la que llevaba al dormitorio, que estaba en penumbras, que estaba entreabierta.

–Estás en tu casa –murmuró, quitándose los zapatos y dejando el maletín junto a la puerta. Acto seguido, sacó su celular, lo miró con expresión de cansancio y lo apagó, dejándolo sobre la mesa de la sala.

El muchacho revisaba todo lo que su ojo alcanzaba a ver, se sacó los zapatos y dejó caer sus cosas en la entrada desordenadamente. Siguió a su anfitrión a la sala. Era un lugar bonito pero sin vida.

Tras haberse roto el contacto de hacía unos minutos en las escaleras, un silencio incómodo cayó sobre ellos. Motochika, no siendo una persona tranquila, le pidió un trago, a lo que recibió una respuesta negativa por ser menor.

–Ni creas que voy a contribuir a que sigas rompiendo las reglas –dijo Mouri, en un tono severo que no admitía contradicciones.

En respuesta, el adolescente gruñó y extendió toda su parte superior sobre la mesita, dejando colgadas sus manos al otro extremo.

Motonari frunció el ceño al ver aquello. Le había dicho que se pusiera cómodo, pero... tampoco tanto. Dominando las ganas que sentía de regañarlo, se sentó en el sofá y lo miró fijamente.

–¿Por qué haces esto? –preguntó, dudando–. Todavía... no logro comprenderlo.

No comprendiendo la pregunta, levantó la cara, confundido.

–Por que es aburrido apretarse al tipo de comportamiento que se te exige –se levantó suspirando y se sentó a un lado del contador–. ¿Puedo fumar? –preguntó, tomando la cajetilla de su bolsillo casi sin esperar respuesta.

–Cla... Claro –respondió éste, levantándose y abriendo un poco la puerta de cristal que llevaba al balcón.

Buscó algo que pudiera usar de cenicero, lo dejó sobre la mesa y se volvió a sentar.

El muchacho notaba nervios en los movimientos del joven y no podía evitar sentir la necesidad de molestarlo; era algo que ya había pensado, era demasiado natural estar cerca de él. Encendió su cigarro, dándole una calada honda para luego soltar el humo lentamente.

–¿Por qué estás nervioso? –preguntó, haciendo ademán de ofrecerle un cigarrillo.

Motonari sintió que algo se le revolvía adentro, volviendo a colorearse como una peonía. Tardó largos segundos en responder.

–¿Me creerías si te dijera que no lo sé...?

Su voz sonaba quebradiza y sus ojos oscuros miraban la pared que tenía enfrente, completamente ausentes del mundo.

A Motochika no le gustaba el tono en él. Dejó su cigarro en la mesa y tomó su rostro para hacerlo voltear. Por algún motivo, la mirada triste del hombre retorcía algo muy dentro de él.

Con la palma de una de sus manos cubrió los ojos de Motonari, y cuando éste separó los labios para quejarse, lo besó. Suavemente pero sin la intención de separarse.

Mouri sintió la sangre arrebujándose en su rostro de una manera brutal, quería moverse, alejarlo, al menos quitar esa mano ruda de sus ojos... pero no podía. Los labios de Motochika estaban unidos fuertemente a los suyos y no parecían querer irse de su lado. Pronto comenzaron a moverse despacio, como si quisieran comerse los de Motonari. La lengua tibia del chico se abría paso lentamente hacia la suya.

De pronto, el dueño de casa atinó a levantar los brazos y alejó suavemente a Chousokabe, apoyando las manos en su pecho.

–Por favor... –susurró–. No.

–No te haré daño... –susurró suavemente, incorporándose un poco para obligar a Mouri a recostarse en el sillón–. Nunca...

Se apoyaba sobre una mano para no aplastarlo y con la otra acariciaba el rostro del de cabellos castaños. Miles de imágenes que no lograba ver, pero que inundaban su cuerpo de sensaciones, atacaron su mente. Le decían que debía proteger esa figura delgada que temblaba con sus caricias, que no debía alejarse de su lado, nunca más.

Lo llenaba de tristeza y de necesidad. Confundido, sólo dejó que su cuerpo actuara por él, inclinándose a besar otra vez a Motonari.

Éste no podía alejarlo, no conseguía separarlo de sí. Tenía miedo, muchísimo miedo y angustia, pero el cuerpo del muchacho irradiaba una calidez que no recordaba haber percibido jamás en nadie. Ni siquiera en sus padres, cuando vivían.

Volvió a levantar los brazos nerviosos y se agarró del cuello de Motochika, atrayéndolo de golpe hacia sí y apoyando el mentón en su hombro. Sus manos parecían papeles agitados por el viento. Apretó mucho los ojos y se mordió los labios.

El jovencito sintió el temblor en las manos de su compañero y lo abrazó fuertemente; pero no quería aplastarlo, así que se giró, cayendo de espaldas al suelo con Motonari encima.

Acarició su cabello y espalda.

–No tengas miedo...

La cabeza del joven, encima del pecho de su visita, sentía en toda sí el retumbar del poderoso corazón del muchacho. Motochika trató de separar su rostro para verlo pero le fue imposible, suspiró sonoramente y siguió acariciándolo.

–Yo... –volvió a suspirar–. Lo siento.

Motonari se quedó muy quieto al escucharlo.

–¿Por qué te disculpas?

–No quería molestarte, sólo... es como si mi cuerpo se moviera por su cuenta. Lo siento...

–No me molesta –se apresuró a decir el otro–, no me molesta para nada... pero es extraño... Ayer, a esta hora, no sabía que existías siquiera...

Hizo una pausa para volver a escuchar los latidos profundos en el pecho de Motochika.

–Ayer, a esta hora, sólo deseaba encontrar algo que le diera sentido a mi vida.

Las palabras del mayor de los dos hicieron al colegial apretar su abrazo. Quería sacarlo de esa oscuridad, pero no era bueno con las palabras y sus acciones nunca estaban bien pensadas.

Soltó una risilla contra su oído.

–Me siento estúpido... Es como si siempre te hubiera conocido, y cada célula de mi cuerpo me gritase que debo estar a tu lado... –se sonrojó analizando esas palabras y guardó silencio, mirando el techo.

Algo iluminó la mirada de Mouri, como si de súbito un hálito de vida hubiese entrado a él.

–¿Me necesitas...? –susurró.

Chousokabe apretó sus puños en la tela de la camisa del contador, y el sonrojo aumentó por toda su cara. Suspiró para relajar sus manos...

–Necesidad... No, necesito el aire, no es una opción... A ti... A ti te quiero a mi lado...

Fue como si una sensación nueva, hormigueante, recorriera a Mouri de pies a cabeza. Se incorporó un poco y se sostuvo con sus manos, apoyadas en el suelo.

–Ayer... Ayer fue una noche tan terrible, tan vacía... Sentía que no tenía propósito vivir, pues nadie parecía necesitarme para nada, no era nada para nadie, pero moría porque alguien se quedara conmigo... Desesperadamente... Mi vida está tan vacía que ya no sabía qué hacer con ella... y entonces tú apareciste...

Motochika se incorporó sobre sus codos para quedar a una altura donde respirara el tibio aliento del otro. Lo miró a los ojos y susurró:

–Déjame quedarme contigo... –rozó apenas sus labios contra los de él y continuó–. Déjame llenar ese vacío...

Siguió acariciando esa boca con su labio inferior, sin atreverse a besarlo sin su permiso otra vez.

Motonari respiró hondo. Podía sentir el alma del muchacho en sus labios, la forma suave en que se dirigía a él, el respeto que le demostraba. Agachando la cabeza, hundió su boca delicada sobre la que olía a tabaco.

Motochika se volvió loco con todo aquello. Los latidos de su pecho aumentaron su ritmo rápidamente y se aferró a ese delgado cuerpo. Quería llenarse de él, quería sentirlo todo, era una sensación extraña, nunca le había atraído un hombre en su vida.

Se incorporó, sentando a Mouri en sus piernas sin romper el contacto entre sus bocas, y comenzó a explorar lentamente su torso con las manos.

Algo pareció hacer entrar en sí al de cabellos castaños, que se detuvo y nuevamente sujetó las manos del joven del parche.

–Tenme un poco de paciencia, por favor –pidió con suavidad–. Yo...

El muchacho, dándose cuenta de lo que hacía, se volteó, rojo hasta la frente. Le daba pena encarar al hombre.

–Es-Está bien.

Para nada era un muchacho inexperto, pero algo en ese hombre le ponía nervioso, como si le apenara cometer algún error. Tragó aire y dijo, tratando de desviar todo el asunto:

–Creo que hay una película de piratas en la televisión...

Motonari le sonrió con dulzura, probablemente la primera sonrisa genuina que le viera en todo el día.

–Me gustaría descansar, hoy... ha sido un día inusual para mí...

Se levantaron de su lugar en el suelo. Muriendo por un poco de nicotina, Motochika vio que su cigarro se había consumido solo. Suspiró hondo.

–Entonces, debería irme... –rascó el costado de su cuello nerviosamente.

Dio un beso fugaz sobre los labios del joven y dio media vuelta para retirarse.

El de ojos oscuros parpadeó luego de aquello y se sujetó la boca con la mano, siguiendo rápidamente al colegial.

–¡No...! –exclamó, tomándolo por el brazo.

La acción sorprendió al chico, quien lo miró con el ojo bien abierto para luego sonreírle dulcemente.

–¿Quieres cenar? –la pregunta salió de la nada, de repente se sentía muy contento–. No es por presumir, pero soy buen cocinero...

Mouri cayó en la cuenta de que no había probado bocado en todo el día.

–Claro –asintió–. Sería estupendo.

Soltándose del agarre del otro, se dirigió a la cocina, doblando las mangas de su camisa hasta los codos y hurgando en la nevera para ver qué podría preparar.

Mientras el jovenzuelo revolvía toda su pulcra cocina, Motonari lo observaba con expresión dulce, siguiendo todos sus movimientos. De pronto, el calor de la estufa lo sofocó, por lo que salió al balcón a respirar un poco. Habiendo dejado algo sobre el fuego, Motochika lo siguió.

Le intrigaba el hombre, era rutinario y normal, algo que siempre había detestado; y aun así no podía evitar sentirse atraído.

El silencio en el que estaban le molestaba, así que empezó a hablar de cualquier cosa. Como siempre.

–Hey, Motonari-ku... –cortó su intento de plática justo al inicio, por la impresión. La luz a espaldas de Mouri, contra la oscuridad de la calle desolada que lo envolvía en el balcón, le daba una belleza elegante que Motochika no había notado antes.

–¿Sí? –preguntó suavemente el aludido.

Perdido en la imagen que le presentaban, no pudo articular palabra, los reflejos de luz iluminaban apenas su ojo.

Algo nervioso por el silencio, Motonari se puso a jugar con las mangas de su camisa.

Cuando sonó algo de grasa tronando en el sartén, el muchacho volvió a la realidad y se fue corriendo de vuelta a la cocina. El dueño de casa no pudo evitar una risa al ver aquello. Mientras Chousokabe atendía la comida, bajó levemente una de las mangas, observando con tristeza las marcas de tajos en su muñeca.

De momento a momento, Motochika lanzaba miradas a su anfitrión desde la cocina. Un poco más tranquilo y seguro de que no se quedaría mudo otra vez, intentó de nuevo iniciar conversación.

–Soy malo cocinando poco... Espero que tengas hambre –dijo, casi en voz innecesariamente alta.

–Claro... A excepción del café en la mañana, no he comido otra cosa en todo el día –Motonari bajó la manga con rapidez y volvió a entrar al departamento.

Sin medir lo que hacía, se prendió de Motochika en un abrazo apretado, apoyando la cabeza en la espalda de su invitado.

El repentino contacto causó escalofríos por todo el cuerpo del cocinero, que casi le hicieron tirar el sartén. Cuando se fueron, cerró su ojo, disfrutando del calor que parecía recorrerlo.

Para Mouri era casi mágico el sentirlo tan cerca. Por el momento no deseaba nada más... No quería besos ni contacto sexual, le bastaba con sentirse preso de esos brazos largos y musculosos. Sólo quería descansar a su lado, componer de a poco su alma fracturada.

Los sonidos de la estufa hicieron volver en sí a Motochika.

–¿Me puedes dar un par de platos? –pidió, un poco decepcionado, pues no quería perder el contacto.

–Oh, sí... –el joven lo soltó con desgano y fue hasta el fregadero para recoger la vajilla limpia. Le dio al chico los platos, de estilo occidental, con una sonrisa tímida y los ojos llenos de brillo.

Motochika no podía evitar sonreír al ver su rostro, era... simplemente hermoso. Sirvió porciones enormes para ambos y las llevó a la mesa. Miraba expectante a Motonari, para encontrar una calificación de su comida en sus gestos.

Éste tomó los palillos lentamente y, revolviendo la comida, tomó una buena porción y se la llevó a la boca. Masticó despacio, sintiendo el sabor, y la tragó luego de un rato.

–Es maravillosa –dijo al fin, volviendo a llevarse otra porción a la boca.

Motochika soltó en señal de alivio el aire que no había notado estar reteniendo en su pecho. Le dedicó una enorme sonrisa, enseñando gran parte de su dentadura, y probó su platillo.

Comieron en silencio, con el televisor apagado, sólo oyéndose el chocar de los palillos contra los platos, las gargantas bebiendo el líquido. Sus ojos se encontraron más de una vez, se buscaban con la mirada sin siquiera saberlo, se contemplaban en silencio sin poder disimular la enorme felicidad y calidez que comenzaban a sentir estando simplemente el uno junto al otro.

Un rato después de terminar la comida, Motonari lavó todo lo que había quedado sucio en su cocina y desapareció en su dormitorio, dejándose caer sobre la cama pesadamente.

Motochika, por su parte, se aventuró a invadir el baño y tomar una ducha. Si bien lo había hecho en la mañana, jamás desaprovecharía el lujo de un baño caliente.

El agua cayendo relajó todos sus músculos, llevándole a la mente todo lo acontecido en el día.

El contador, adormecido por la comida y por el trajín de la jornada, ni siquiera había logrado cambiarse de ropa. Su camisa blanca tenía los primeros botones desabrochados, al igual que las mangas. Su cabello lacio caía sobre su rostro y se despertaba a ratos, para volver a adormecerse.

Terminando el baño, Motochika se puso de nuevo sus pantalones sucios, dejando la parte superior desnuda. Encontró todo en silencio y vagó por la casa para buscar al dueño.

Suspiró profundo viendo lo rápido que había quedado dormido y se dedicó a desvestirlo, la ropa de oficina seguro era incómoda para dormir. Desabrochó los botones de su camisa, intentando no despertarlo, al igual que su pantalón. Aunque esa última prenda no se atrevió a quitarla, por miedo a despertarlo en pánico.

Se sentó a un lado de la cama, apoyando sus codos en el colchón, viendo cómo subía y bajaba su pecho acompasadamente.

Mouri se revolvió, semidormido, girando sobre sí y dando la espalda al muchacho.

Asegurándose que estaba dormido, Chousokabe salió al balcón. Hacía frío y moría de ganas por acostarse a lado del contador, pero el pensamiento le asustaba. Quería tanto el placentero contacto con su piel, que casi rayaba en necesidad...

Vio pasar un par de personas por la calle y talló sus brazos para devolverles un poco de calor. Tras otro suspiro largo, cerró las puertas del balcón y se dejó caer en el sillón. Como deseaba sentir de nuevo su calor... Con ese pensamiento dándole vueltas, se quedó dormido.

Casi a medianoche, Motonari despertó atontado, sintiendo frío en sus brazos y espalda. Se percató de que no llevaba puesta su camisa, lo que hizo que despertara de golpe.

Sentándose sobre la cama, se sujetó las muñecas, implorándole a todas las deidades conocidas que el joven Motochika no hubiese visto las marcas en ellas.

Recordando a su invitado, se levantó, se puso una camiseta de mangas largas y se asomó a la sala. Vio al chico tendido en el sofá, semidesnudo, y regresó a su habitación para arrastrar con dificultad la pesada manta de su propia cama. Con mucho esfuerzo logró cubrir a Chousokabe con ella, quedándose luego unos instantes en silencio, contemplando su rostro dormido.

Motochika abrió pesadamente los ojos, por el repentino peso sobre su cuerpo. No podía enfocar bien la mirada, pero vio la delgada figura parada frente a sí, a la que le sonrió torpemente antes de volver a caer en los brazos de Morfeo.

Se acurrucó abrazando la cobija, llena de un dulce aroma que lo llevó a tierras pasadas en sus sueños; donde veía a una versión de sí mismo más vieja, que dormía plácidamente en las piernas de un hombre al que no podía reconocer muy bien, pero que le provocaba sonreír.