SECRETOS DE ALTA SOCIEDAD
Autor: Maureen Child
Adaptacion: Ahsayuni Taisho
CAPITULO UNO
—Maldita sea, Kagome, contesta el teléfono —gruñó una voz profunda en el contestador antes de colgar.
Kagome Higurashi hizo una mueca. Llevaba dos meses esquivando las llamadas de InuYasha Taisho y él seguía insistiendo. No porque fuera un acosador ni nada de eso, no; estaba casi segura de que era sólo un hombre airado que buscaba una explicación a por qué había rehusado ella sus llamadas desde la única noche increíblemente sexual que habían pasado juntos.
La razón era sencilla, por supuesto. No había encontrado el modo de decirle que estaba embarazada.
—¡Vaya! —Sango Taijiya, compañera de piso y mejor amiga de Kagome, salió de su cuarto—. Parece muy cabreado.
—Lo sé —suspiró Kagome, que podía incluso admitir que InuYasha tenía derecho a estar enfadado. Ella también lo habría estado en su lugar.
Sango se acercó a ella y la abrazó un instante.
—Tienes que decirle lo del niño.
Kagome se sentó en la silla más cercana y miró a su amiga.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
—Sólo tienes que decírselo y punto —Sango se sentó, con lo que las dos amigas quedaron al mismo nivel.
O parecido, pues Kagome era bajita, de un metro cincuenta y seis y Sango medía un metro ochenta, tenía cuerpo de modelo, pelo castaño largo, hermosos ojos capuchinos y un corazón muy leal.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —murmuró Kagome.
—No puedes esperar eternamente. Antes o después, tendrás que presentarte ante él.
—Lo sé. Pero la noche que pasamos juntos fue una aberración. Todo sucedió tan deprisa que no tuve tiempo de pensar y, cuando quise darme cuenta, ya estaba hecho y InuYasha me decía que no le interesaba nada más que una relación sexual mutuamente satisfactoria.
—Idiota —comentó Sango.
—Gracias —sonrió Kagome—. Y, como te puedes imaginar, aquello parecía el final. El buscaba sexo sin complicaciones y yo buscaba algo más.
—Pues claro que sí.
Kagome apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y miró al techo.
—Ahora todo es diferente y no sé qué hacer.
—Sí lo sabes, pero no quieres hacerlo.
—Supongo —Kagome respiró hondo—. Él merece saber lo del niño.
—Sí.
—Bien. Se lo diré mañana.
Una vez tomada la decisión, Kagome empezó a sentirse mejor. Después de todo, no pensaba pedirle a InuYasha que tomara parte en la vida del niño ni que le pasara una pensión. Tenía medios para criar a su hijo sola. Lo único que tenía que hacer era darle la noticia de que iba a ser padre e insistir en que no quería nada de él.
—¿Por qué me he obsesionado tanto con esto?
—Porque tú eres tú —sonrió Sango. Dio una palmadita en la rodilla a su amiga—. Tú le das mil vueltas a todo; eres así.
—¡Vaya!, pues debo de ser una mujer muy aburrida.
Sango se echó a reír.
—Tú piensas demasiado y yo actúo demasiado por impulso. Todos tenemos que llevar nuestra cruz.
—Cierto. Y es hora de cargar con otra —Kagome se levantó y tiró hacia abajo del dobladillo de su blusa blanca de lino—. Tengo que ir a la reunión de vecinos.
—¡Qué suerte la tuya!
—Me gustaría que me acompañaras.
—No, gracias. Tengo que cenar con un amigo y espero divertirme mucho más que tú esta noche. Personalmente, me alegro de ser sólo tu inquilina y no tener que ir. Me aburriría como una ostra en diez minutos.
—En cinco —suspiró Kagome.
Kagome miró su reloj de oro y apenas consiguió reprimir un bostezo. La reunión de vecinos de los apartamentos Kagura Vannick-Smythe no había empezado aún y ya tenía ganas de irse.
Sentía el estómago lleno de nudos. A pesar de su conversación con Sango, estaba tan tensa como antes. Casi no recordaba lo que era sentirse tranquila.
Aquel asunto con InuYasha se había prolongado más de la cuenta. Tendría que afrontarlo y decirle la verdad. Al día siguiente lo llamaría, fijaría un encuentro y le soltaría la bomba. Luego, una vez cumplido su deber, podría volver a su vida segura sabiendo que el hombre que tan empeñado estaba en rehuir vínculos emocionales no volvería a molestarla.
—Pareces aburrida —dijo una voz suave de mujer a su lado.
Kagome sonrió a Ayame Ueda. Los ojos verdes de ésta estaban ocultos detrás de unas gafas demasiado prácticas y su cabello rojizo largo iba recogido en una coleta alta en la nuca. Vestía vaqueros, una camiseta y sandalias que mostraban uñas con restos de esmalte rojo. Ayame habitaba y cuidaba el piso 12B en ausencia de su dueño, pero también era una diseñadora gráfica de talento, aunque desempleada en ese momento, y una buena amiga.
—Aburrida no —murmuró Kagome—, sólo distraída.
No era fácil fijar la atención en lo que ocurría en el bloque de pisos cuando estaba centrada en algo mucho más profundo y personal.
—¿Algo con lo que yo pueda ayudar? —preguntó Ayame.
—No. Pero gracias. ¿Algo nuevo en tu caso?
—Trabajando. O intentándolo —gruñó Ayame.
Kagome sonrió comprensiva.
—¿Te siguen molestando las chicas de Kouga?
Ayame puso los ojos en blanco y se colocó las gafas encima de la cabeza.
—Es una pesadilla. Kouga Wolf debe de pasar cada minuto del día ligando, porque delante de mi puerta pasan mujeres a todas horas.
Kouga tenía fama de playboy y se rumoreaba que tenía una mujer nueva un día sí y otro también. Y esas mujeres siempre aparecían por el 721 de Park Avenue.
—Juro que esas mujeres no tienen ni pizca de cerebro —susurró Ayame—. Siempre llaman a mi puerta en vez de a la suya. ¿Es que no saben distinguir el 12B del 12C? ¿Wolf no sale con mujeres que sepan leer?
Kagome sonrió a su amiga y se dispuso a prestar atención a la reunión. Estaban en el 12A, el piso de Vannick-Smythe, donde, como siempre, no conseguía encontrar nada de buen gusto. Todo estaba atestado hasta resultar caótico. Era tan hortera que a Kagome le dolían los ojos sólo con mirar. Todo era caro, pero resultaba imposible sentirse cómoda allí. Lo cual probablemente fuera algo bueno, pues así duraban menos las reuniones.
En ese momento, Kagura Vannick-Smythe, la presidenta de la comunidad de vecinos porque nadie más quería el puesto, dio unas palmadas para llamar la atención de todos. Kagura, de sesenta y pocos años, abusaba del botox, lo que daba como resultado que su rostro delgado fuera casi inexpresivo. Sólo sus fríos ojos rojizos mostraban vida. Era muy delgada, vestía ropa clásica y estilosa, llevaba el pelo negro corto y tenía el porte de un militar.
Por suerte, ese día había encerrado a buyo y kirara, sus dos pequeños gatos, en el dormitorio, aunque la pesada puerta que separaba a las mascotas de la reunión no conseguía ahogar completamente sus maullidos.
—He pensado que, antes de empezar la reunión, deberíamos tener un minuto de silencio por Kanna Inada —dijo Kagura—. Yo no la conocía mucho, pero fue, aunque brevemente, una de nosotros.
Todos guardaron silencio obedientes y Kagome pensó en la joven que había muerto la semana anterior. Sólo conocía a Kanna de vista, pero su caída desde el tejado le había causado una honda impresión.
Yumi Kusao, una rubia esbelta, fue la primera en romper el silencio.
—¿Tenemos información sobre qué le ocurrió exactamente? —preguntó.
—Buena pregunta —la apoyó Miho Yamada—. Yo oí que algunos periodistas decían que la policía cree que pudieron empujarla.
—Eso es pura especulación —le aseguró Kagura.
—¿Han encontrado una nota de suicidio? —preguntó Ayame.
—No que yo sepa —repuso la anfítriona—. La policía no se muestra muy comunicativa. Pero estoy segura de que no tenemos de qué preocuparnos y pronto se dejará de hablar de esta tragedia en las noticias.
Kagome pensó que seguramente sería así. En unos días más, los periodistas se marcharían a otro sitio y todo volvería a ser como antes.
Aunque no para ella.
—Tengo que anunciar un par de cosas —declaró Kagura—. Lamento decirles que el senador Inada y su esposa se han mudado. No sé adónde exactamente, pero creo que siguen en la ciudad. Su piso está a la venta.
Hubo murmullos de conversaciones y Kagome pasó la mirada por los congregados. Tetsu Kiroto estaba sentado solo, lo cual no tenía nada de sorprendente. Era un hombre alto y apuesto que casi nunca asistía a las reuniones y, cuando lo hacía, permanecía al margen.
Shatoru Kimura, el esposo de Miho, estaba sentado al lado de su mujer, pero su expresión mostraba claramente que no le gustaba estar allí. Miho también se mostraba rígida, y su lenguaje corporal daba a entender que habría preferido estar en cualquier otra parte.
Yumi golpeaba la alfombra con la punta del pie y hasta Ayame, sentada al lado de Kagome, empezaba a dar muestras de nerviosismo. Kagome, por su parte, había sido educada por el suficiente número de niñeras como para saber que uno debía estarse quieto cuando quería moverse. Para saber cómo impedir que los sentimientos se leyeran en el rostro. Para saber cómo guardarlo todo dentro, donde nadie pudiera verlo.
—Sólo una cosa más —dijo Kagura—. Estoy segura de que les encantará oír esto —esperó a que todos fijaran su atención en ella—. Me han informado de que nuestra casa, el 721 de Park Avenue, está en la lista de posibles edificios históricos. Creo que deberíamos dar una fiesta para celebrarlo.
Empezó a moverse por la habitación hablando con la gente e intentando suscitar entusiasmo por la celebración y Kagome se acercó a la puerta. Ayame se había escapado ya y ella la seguiría de cerca.
—Kagome, querida.
La joven se detuvo y se volvió a saludar a Kagura con una sonrisa en el rostro.
—Hola. La reunión ha ido muy bien.
—Sí, ¿verdad? —la presidenta intentó sonreír, pero su piel demasiado tensa no se lo permitió—. Perdona si me entrometo, querida, pero pareces preocupada. ¿Va todo bien?
Kagome, sorprendida, tardó un momento en contestar.
—Gracias por preguntarlo —forzó una sonrisa que no sentía—, pero sí, estoy bien. Sólo algo cansada. Y la tragedia de Kanna Inada nos tiene a todos un poco tensos.
—Oh, por supuesto —asintió Kagura—. ¡Pobre mujer! No se me ocurre en qué podía estar pensando para saltar así desde el tejado.
—¿Entonces crees que fue un suicidio?
—Supongo que tú también —Kagura la miró fijamente—. Cualquier otra cosa sería demasiado horrible. Si la hubieran empujado, podríamos haber sido uno de nosotros.
Kagome no lo había pensado en esos términos, pero ahora que la semilla había sido plantada, se estremeció y lanzó otro vistazo a las personas que vivían en su bloque. Kagura tenía razón. No podía imaginarse a ninguno como un asesino. Kanna seguramente había saltado. Lo cual era muy triste. ¡Qué horrible sentirse tan sola y desgraciada que la única solución fuera acabar con tu vida!
—Ahora te he entristecido —musitó Kagura—. No era mi intención.
Era cierto, pero Kagome no deseaba seguir hablando de aquello.
—En absoluto —sonrió—. Pero estoy cansada. Si me disculpas…
—Por supuesto —Kagura miraba ya a otro de los presentes en la estancia—. Vete a casa.
Kagome bajó corriendo los escalones hasta el ascensor. Cuando entró en él, miró la placa con los números de los pisos. Sabía que debía ir a su casa, pero Sango había salido y no le apetecía estar sola oyendo el silencio. Apretó en un impulso el botón del bajo y se apoyó en la pared del ascensor.
Salió del ascensor con el pequeño bolso de diseño colgado al hombro y cruzó rápidamente el suelo de mármol. Una serie de alfombras orientales de colores brillantes suavizaban la fría esterilidad del mármol y apagaban el golpeteo de sus zapatos de tacón.
Las paredes del vestíbulo, pintadas de un azul apagado, estaban decoradas con cuadros caros y espejos de elegantes marcos dorados. El techo era alto y una araña enorme de cristal colgaba en el centro, casi directamente encima del escritorio ancho de caoba del conserje. Las puertas del 721 eran de cristal pesado, enmarcadas de caoba brillante, y permitían a la gente que pasaba por la acera echar un vistazo al estilo de vida elegante de los que habitaban allí. Kagome siempre había tenido la sensación de que los demás vecinos y ella eran como los ejemplares de un zoo. Ellos permanecían en su jaula dorada y la gente se paraba a mirar un estilo de vida muy distinto al suyo.
—Hola, Hoyo —saludó al conserje, que había salido de detrás del escritorio y corría a abrirle la puerta.
Hoyo Akitoki medía alrededor de un metro setenta y era levemente cargado de hombros, castaño, con ojos marrones y modales obsequiosos.
—Hola, señorita Higurashi. Encantado de verla, como siempre.
Kagome esperó a que le abriera la puerta. Habría sido más fácil hacerlo ella misma, pero Hoyo era muy concienzudo con sus deberes.
—Gracias.
Salió a la calle atestada. Las noches de verano en Nueva York eran calientes y pegajosas y aquélla no era una excepción. Vibraba el tráfico, aullaban los cláxones y un taxista iracundo gritaba a los peatones que no hacían caso del semáforo y cruzaban la calle delante de él. Soplaba una ligera brisa, que transportaba el aroma a perritos calientes del puesto de la esquina.
Kagome sonrió y echó a andar. Después del rato que había pasado sentada, era un placer estar fuera, ser parte del bullicio de la ciudad. Estaba sola pero formaba parte de la multitud. Y había algo de consuelo en eso. Allí era sólo un cuerpo más que caminaba deprisa por la acera. Allí nadie esperaba nada de ella. Nadie la observaba. Nadie le prestaba atención siempre que continuara andando y no interrumpiera el flujo de gente.
No tenía que ir lejos, sólo hasta el Park Café, en la esquina. La mayoría de los habitantes del 721 consideraban el pequeño café como una prolongación del edificio.
No obstante, esa noche Kagome no quería encontrarse con ningún conocido. No le apetecía charlar, pero tampoco quería regresar a su casa para estar sola. Entró en el café, donde la recibió una mezcla de olores a canela, chocolate y café. El siseo de la máquina de café ponía el contrapunto a las conversaciones y las risas.
Había sillones grandes, sofás y mesitas bajas. Del lecho colgaban macetas de cobre con helechos y una música suave de jazz salía de los altavoces. Kagome pidió un descafeinado y un bollo y se instaló en un sillón en uno de los rincones, donde intentó pasar desapercibida.
El piso de InuYasha Taisho estaba cerca del Park Café y solía ir allí al menos una vez al día. De hecho, allí era donde había conocido a Kagome Higurashi, la mujer que lo volvía loco en ese momento.
Recordaba claramente la primera vez que la había visto. Estaba muy elegante, sentada sola en un sillón del rincón, mirando las idas y venidas de los demás clientes como si estuviera en un palco de un teatro de Broadway. El pelo negro le colgaba suelto hasta los hombros en oleadas suaves y sus grandes ojos chocolates se habían posado en él en cuanto entró por la puerta.
InuYasha había sentido aquella mirada hasta los huesos y algo lo había impulsado a acercarse a ella, algo que no habría hecho en circunstancias normales, pues no buscaba el tipo de relación que una mujer como ella sin duda quería y necesitaba.
Se habían conocido, hablado, tocado y acabado en la cama en lo que fue una noche como ninguna otra. Sólo el recuerdo del cuerpo de ella moviéndose bajo el suyo y la seda suave de su piel bastaban para excitarlo.
Lo cual sólo servía para alimentar la rabia que hervía bajo su aparente calma. ¿Por qué ella no contestaba a sus llamadas? ¿Y por qué narices él se portaba como si fuera un adolescente enamorado?
Tomó su café solo y se volvió para marcharse. Entonces lo sintió. El poder de la mirada de ella. Igual que la primera vez dos meses atrás.
Posó la vista en el rincón más alejado y la encontró allí, entre las sombras. Otra vez.
Y esa vez no iba a permitir que escapara tan fácilmente.
Continuara…
