Red beats

No buscaba el rojo vibrante y fresa de lo artificial; ni el color fresco de la vida que corre en la sangre.

Quería el de la infancia perdida y reencontrada, acompañado por el naranja y el dorado que aparecían cuando el sol andaba de paseo sobre sus cabezas. Ese era un tono especial, lleno de hojas de otoño, de calabazas con caras escalofriantes, de la bufanda color mantequilla favorita enredada en el bolso siempre repleto.

Buscaba el que se adornaba con la calidez de una sonrisa hasta entonces desconocida; el que se movía en un mundo de máquinas de última generación, magia y superhéroes.

El rojo anhelado saltaba entre los dedos que lo halaron una y otra vez de la chaqueta hasta que la furia que se esparcía como raíces podridas se trastocaron en la fuerza que lo impulsó a seguir el sendero luminoso de luciérnagas y farolillos chinos, de coronas navideñas y del traje rojiazul que lo definiría para toda una generación.

Era un color con tonos inquietos cuando regresaba de la arcana escuela a la que asistía. Los relatos de meses de aprendizaje se escurrían entre las sábanas de la tienda de campaña improvisada y la maratón de series y filmes acumulados. Era sumiso cuando se perdía en los libros arcanos del Santuario de New York y el Dr. Strange impartía sus lecciones sin impartirlas verdaderamente, maravillado por el avance y el buen desarrollo del potencial mágico, siempre creciente, nacido entre la lógica y la tecnología, entre reglas establecidas y lo que se creyó alguna vez eran verdades irrefutables.

Era un rojo jugoso en las noches de patrulla, con tolerancia cero por los malos chistes y los seres humanos mezquinos. Sin hechizos, porque se podía ser audaz pero no irresponsable y la minoría de edad estaba aún presente, incluso cuando quedaba una semana para su caducidad. La telaraña sellaba el paquete a entregar en la estación de policía más cercana y la mano que chispeaba a contraluz con el neón servía para ocultar la reliquia sin utilizar- buena para tenerla a mano en caso extraordinario- y tomar la selfie correspondiente.

Caminaba tras él dando saltitos que hacían brotar mariposas escarlatas y salamandras en su cerebro de imaginación fértil. Se giraba para apremiar el paso y el mundo era fuegos artificiales en el mohín de fastidio y la amenaza de decírselo a los hermanos y hermana mayores.

Pero todo se volvía un amanecer inolvidable en medio de la oscuridad cuando saboreaban una paleta helada cubierta de trozos de almendra; el espectro de colores se ampliaba al quedar solos.

Bueno, era el siglo XXI y le tocaba ser acompañado a casa. Todavía estaba bajo las reglas de la tía May y se la hacían cumplir con el pretexto de seguridad y posibles piyamadas confirmadas de antemano bajo el amparo de la complicidad entre féminas.

Inspiraba ese rojo confianzudo. Le hacía abrir los ojos y alegrarse de su valía, que en ocasiones escapaba del escrutinio de su autosuficiencia y se disfrazaba de reconocimiento pasado por alto y un poco de miedo. Miedo, señores, ante los grandes, los Avengers; ante Tony, el progenitor del torbellino carmesí que ponía su vida patas arriba.

Entre inventos a medio construir y los nuevos modelos a escala recién terminados, el rojo se rebela sobre la tela negra de la camiseta de AC/DC birlada a papá y un pantaloncillo celeste. Sobre las piernas cruzadas tenía un tazón de palomitas, y en la punta de la lengua, la caricia que él siente sobre su mejilla, que crepita como metal al rojo blanco, un rojo que, al fin de cuentas, ha sido descubierto para su propia felicidad.