Nota inicial: Este proyecto había nacido como una serie de drabbles, pero mientras escribía, me di cuenta que en cien o doscientas palabras no se puede narrar la vida de un rey.

Vyseris Targaryen, el último dragón (por mucho que Ser Jorah diga lo contrario). Se merecía este escrito y en mi opinión se merece mucho más, pero Martin consideró conveniente asesinarlo. Yo iré siguiendo los acontecimientos lo más canónicamente posible, sin transgredir lo que George ya estipuló. Algunas cosas, sin embargo, me las voy a inventar ya que no aparecen en los libros.

Iré actualizando dos veces a la semana, cada miércoles y viernes. Esta pequeña historia constará de diez capítulos de mil palabras. Cada sugerencia, crítica, lo que queráis, lo acogeré gustosa.

Disclaimer: Los personajes pertenecen a George Martin. Este fic no tiene fines de lucro alguno. Sin embargo, la idea de crearlo me pertenece.

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Rocadragón había sido el primer asentamiento de la casa Targaryen, Viserys había oído decir. Cuando era más pequeño la había visitado, tenía un vago recuerdo de aquello. Era una isla alejada de todo, fría, sombría tal como se auguraba su futuro.

El niño de ojos violeta dejó vagar su mirada en el mar, que se adivinaba azul y profundo más allá. El sol se ocultaba y el espectáculo era maravilloso, pero el principito no estaba en condiciones de disfrutar nada.

La reina, su madre, lloraba sin consuelo, abrazada a sí misma, protegiendo con sus manos el abultado vientre donde aún se gestaba el bebé. Viserys la miró de soslayo, temeroso de fijar la vista, asustado de no hacerlo. Rhaella Targaryen era la esposa del rey, pero antes había sido su hermana, y por ende tenía el largo cabello platino y los ojos color lila de la antigua Valyria. La pálida tez de su rostro estaba surcada por las lágrimas. La carta que había sostenido entre sus manos, era un pergamino arrugado en ellas.

Quiso preguntar ¿Y si no le gustaba lo que oía? Una parte de sí le dijo que nada podía ir mal. eran los dragones, eso lo sabía Robert Baratheon el rebelde y todos los Siete Reinos. Eso le aseguraba su señor padre, las pocas ocasiones en que había tenido tiempo para su hijo menor, quien después de todo no heredaría la corona ni el título de rey, pues todos aquellos honores le correspondían a Rhaegar; aquello intentaba afirmarse el asustado niño, al que un día sacaron de la Fortaleza Roja con un puñado de caballeros y una madre llorosa.

Pero no.

Rhaella alzó la vista por fin,dándose cuenta de que su hijo la miraba expectante. La reina secó sus lágrimas. Willem Darry, su valeroso caballero, también la observaba.

-Decídselo, alteza –Dijo él, con una voz triste que hizo a Viserys estremecer. ¿Qué sucedía?

-No… no puedo, Ser, no es más que un niño. Decídselo vos, por favor. –La reina volvió a abrazarse a sí misma, protegiéndose el vientre.

Willem Darry desenvainó su espadón. En honor a aquella arma no se habían escrito leyendas como Albor, la espada del Amanecer, o tantas otras de las que Viserys había leído. Pero era una espada que podía matar y defender, y la paranoia que el principito heredase de su señor padre desde que fuese un niño, le dijo que cada vez lo necesitarían más. Sin embargo, el anciano caballero no la blandió para matar a nadie, ni hizo correr con ella la sangre. Depositó el instrumento a los pies del niño y se arrodilló.

-Alteza. –Proclamó, con voz potente, pero corroída por la pena. –El rey Aerys ha muerto.

Viserys parpadeó. Era lo último que habría creído oír. Hacía unas semanas había recibido las noticias de la batalla en el tridente y la consiguiente muerte de Rhaegar, y se entristeció por ello. Su padre no podía estar muerto.

-No puede, Ser –Dijo con voz agudísima, infantil, era la voz de un niño de nueve años muy asustado y confuso. –Mi padre es el dragón, el dragón no muere...

-Mucho me temo que es verdad, alte...

-¡No! –Gritó el principito, dando una patada al suelo. no lloraba. El dragón no llora, no suplica, pero se había puesto rojo por la rabia. -¡Mi padre no puede morir! ¡Es el dragón! ¿Me oyes? ¡No puede...!

-Hijo –Murmuró la reina, poniéndole una mano en el hombro. Rhaella siempre había sido buena con él, al contrario de su padre que rara vez le habló. –Nuestro buen caballero dice la verdad. Jaime Lannister asesinó a... a...

La voz se le quebró. Su madre lloraba ¿pero por qué? ¿Qué a caso no sabía que el dragón es fuerte? El niño apretó los puños, enfadado. Se mordió el labio inferior, toda su aprensión tornándose rabia.

-Alteza. –Willem Darry estaba esculpido en piedra. –Necesito que me toméis juramento, majestad. Soy vuestro hombre. Vuestra espada juramentada, y vos, mi rey.

El niño lo miró como si no pudiera creerlo. ¿él, rey? ¿Por qué? Se preguntó. Desde que comprendió que la línea sucesoria pasaba desde Rhaegar a Aegon, su pequeño bebé, se había resignado a jamás sentarse en el trono. Se casaría con Rhaenys, con suerte, y tendrían un asentamiento o vivirían en el torreón de Maegor.

-¿Y Aegon, Ser? –Preguntó el principito. Sentía la garganta seca. –Aegon viene en la línea sucesoria después de Rhaegar. Es su hijo varón.

Rhaella le lanzó una mirada de advertencia al caballero. Él le puso una manaza arrugada y callosa en el hombro, a modo de reconfortarla.

-Todos están muertos, majestad –Respondió con obediencia el caballero. –Los Lannister entraron a la Fortaleza Roja y pasaron a todos por la espada. La princesita Rhaenys, la princesa Elia de Dorne... y Aegon. Solo quedáis vos, alteza.

Viserys sintió un cosquilleo de pavor. No sabía cómo ser rey, recién estaba creciendo, y se sentía como una rata escondida allí en esa isla. Si era el soberano, tenía que luchar, se dijo.

-¡Hay que matarlos! –Proclamó, con la voz más majestuosa que pudo componer. La pena y los nervios hacían que le temblaran las manos. –A Jaime Lannister, a Robert Baratheon, ¡quiero verlos muertos a todos!

Rhaella abrazó a su hijo mayor con fuerza. seguía llorando, pero Viserys notó algo más en sus ojos, una cosa muy parecida al orgullo.

-Ser, aún es un niño... –Dijo la reina, dubitativa.

-¿Y qué pensáis hacer, alteza? –Preguntó Willem. –Ser rey no es un derecho, es un deber. El príncipe Viserys... no, el rey Viserys, debe sentarse en el trono de hierro y vengar a su familia.

El reyecito se escabulló de los brazos de su madre, rabioso por todo lo que había oído sobre lo que le hicieron a su familia. Sentía la cabeza pesada, los miembros rígidos, pero sabía que Willem Darry tenía razón. Debía gobernar, vengarse del asesino Matarreyes, de los Lannister y los que habían ayudado a su familia a caer. Era su derecho. Era su deber.