Marlene entró en la casa reflejando el frío que hacía en el exterior. Desde la cocina, observé como atravesó el jardín y cogió la llave escondida bajo la maceta de la entrada. Pocas personas sabían de su existencia y Marlene era la única que la utilizaba. Desde la muerte de su hermano, sólo utilizaba la varita para aquellas cosas imprescindibles que al estilo muggle no podía conseguir, como si estuviese enfadada con la magia. Yo la miraba, apoyada en el marco de la puerta de la cocina. Tras dejar el abrigo, el gorro, los guantes y la bufanda en la sala, la ravenclaw se acercó sonriente y me besó en la mejilla. Me limité a sonreírla, aunque no pude evitar que fuese de una manera triste. ¿Cuántos McKinnon habían muerto ya? ¿Sería ella la siguiente?
El tintineo de la puerta atrajo mi atención, así que me alejé de la estancia donde la muchacha y james se habían fundido en un tierno abrazo. Con aspecto demacrado y ropas raídas, Remus aguardaba al otro lado de la puerta de entrada. Me sentía feliz por aquella visita: me había costado sudor y lágrimas que los muchachos hiciesen las paces, aunque debía admitir que, sin la ayuda de Marlene, jamás lo habría conseguido.
Habíamos alargado la espera a la cena porque Sirius se retrasaba, pero el pescado se echaría a perder si no comenzábamos pronto. A nadie se nos escapó el hecho de que Marlene no probó bocado y apenas había participado en la conversación. Rozaba la medianoche cuando Sirius finalmente llegó. Se disculpó ante mí con un suave beso en el pelo que pronto quedó opacado por la mirada que lanzó a James y Remus. Los tres se movieron con rapidez y, sin mediar palabra, recogieron los platos y se encerraron en la cocina. Un tenue suspiro, más parecido a un sollozo, me obligó a alzar la vista. No lloraba, porque Marlene nunca lloraba en público, pero estaba encogida, abrazando sus piernas, más pálida que de costumbre y estremeciéndose.
Nunca había sido su amiga, y lo cierto es que nunca la toleré muy bien, pero para James, para mi marido, era algo así como una hermana. Y entonces comprendí porqué, al verla allí. Ya no era la ruda, extrovertida y fanfarrona McKinnon, sino una chiquilla de 18 años asustada. Me levanté con dos copas y una botella de vino y alargué una mano en su dirección. Sus ojos me miraron extrañados ante ese gesto de cercanía, pero tomó mi mano y me acompañó hasta el sofá donde, tras tres copas, comenzó a recuperar el color en las mejillas.
"Estará bien... Tiene que ser el padrino de mi hijo y aún no estoy embarazada..."
Conseguí que, al menos, esgrimiese una sonrisa. Cuando subió a acostarse, los muchachos aún no habían abandonado la cocina. Yo esperé pacientemente, jugueteando con la copa y su contenido, ojeando una revista sobre decoración que había sobre la mesa. Una hora más tarde, salieron. Todos estaban serios y pálidos. Sirius se limitó a hacer un gesto con la mano y subió a su habitación. James le siguió poco después, dejándonos a Remus y a mí a solas.
"Iré a despedirme de Sirius".
Asentí y subí con él las escaleras, esperando la reacción del muchacho cuando entrase en la habitación. El licántropo se quedó petrificado en la puerta del dormitorio con una triste sonrisa en los labios. Me acerqué a él por detrás y le acaricié con suavidad la espalda a fin de atraer su atención.
"Es una especie de ritual", susurré, observando los dos cuerpos que dormitaban, abrazados, en la oscuridad. "Se pasan el día discutiendo, gritándose, haciéndose sufrir mutuamente pero, cuando uno de ellos tiene una misión, Marlene viene a cenar a casa y se queda a dormir con él, abrazados. No hay sexo ni nada físico más allá de esto... Simplemente, necesitan sentirse juntos".
Lancé una última mirada a la pareja, ambos vestidos tal y como habían cenado, pero sin el rictus nervioso que les acompañaba mientras estaban despiertos. Parecían estar tan en paz...
Cuando me levanté por la mañana para preparar el desayuno, Remus ya estaba en la cocina. No me pasó desapercibida la taza vacía con posos de té que permanecía en la encimera. Sabía que Sirius se había marchado ya. Con un suspiro, me serví una taza de café y me volví hacia el muchacho, que no apartaba la vista de su propia taza. El té continuaba allí, tal y como estaba cuando se lo había servido, pero totalmente frío: ni siquiera lo había probado.
"Les oí esta mañana... Cuando Sirius se marchaba". No dije nada. "Él la dijo que la quería, Lily... Que la amaba. Marls le contestó que ella también y que precisamente por eso debía volver..." Apartó la taza hacia un lado, con un gesto de resignación. "Se lo repitió cientos de veces hasta que él salió y, cuando bajó las escaleras, Marlene comenzó a llorar... Y Marlene nunca llora".
Le acaricié la mano con tristeza. A veces me preguntaba que sentía realmente Remus. Siempre era tan reservado, tan hermético,... Pero en aquel momento se le veía triste, abatido. Quise explicarle lo que sucedería después, lo que sucedía siempre, pero la sonrisa de Marlene, camuflando los restos de las lágrimas, nos interrumpió. El resto del día sería imposible estar a solas con él, así que le invité a cenar. No fue precisamente una fiesta, e incluso me pareció más silenciosa que de costumbre. Marlene ni siquiera se sentó en la mesa y James se había pasado todo el día dando respingos al más mínimo ruido. Nadie me había contado en qué consistía la misión de Sirius, pero podía hacerme una idea.
Marlene fue la primera en subir a la habitación mientras que el resto permanecimos sentados en las butacas, sin mediar palabra. El chasquido se confundión las campanadas de la media noche, pero perfectamente audible para nosotros, acostumbrados a ese tipo de magia. El ruido provenía de la planta de arriba, de las habitaciones. No nos movimos. Nos limitamos a esperar, expectantes. El ruido de muebles moviéndose parecía el de un forcejeo, pero los suaves gemidos que llegaba apagados presentaros otra situación bien diferente. Nadie dijo nada, pero la sonrisa de James fue más que suficiente.
"Un día destrozarán esa habitación".
A la mañana siguiente, los gritos de una discusión acalorada me sacaron del sueño. Se desperezó, y el chasquido y el portazo la indicaron que ya podía salir. La somnolienta cara de Remus asomó por la puerta desde el final del pasillo, negando lentamente y confuso ante el cambio de actitud de los muchachos.
"Ya se odian de nuevo", se limitó a decir, encogiéndose de hombros. "¿Café o té?".
