El Diario de Nueva España

Antes de morir, hija mía…

Quisiera estar seguro de haberte enseñado a disfrutar del amor

A enfrentar tus miedos y confiar en tu fuerza

A entusiasmarte con la vida

Pero sobre todo, hija mía…

Porque te amo más que a nadie en el mundo

Quisiera estar seguro de haberte enseñado

A no idolatrar a nadie

Y a mí, menos que nadie.

Jorge Bucay (fragmento)

...

Por fin, luego de varios días de intensa lluvia, la noche se presentaba fría pero sin nubes que cubrieran a la luna, llena y esplendorosa que iluminaba los vestigios de la que antaño fuera la capital del imperio más rico y poderoso de todo el continente. Sus pocos residentes que habían sobrevivido a la hambruna y a la peste procuraban huir a como diera lugar de ése infierno, lejos de los conquistadores que habían arrasado por entero con sus tierras.

En medio de ése silencio, vestigio del sufrimiento, una sombra se deslizaba por entre los templos destruidos y saqueados, cubierta apenas por un manto antaño reluciente, ahora deslucido y raído, mirando de cuando en cuando sobre su hombro con la paranoia de quien ha sufrido las peores vejaciones y teme que su agresor esté cerca. No se equivocaba, no muy lejos de ahí los soldados aún marchaban luego de una noche de celebración a los pies de su hogar en ruinas. La rabia se había vuelto, a la larga, en dolor, para no poder ser suplantado nunca más con ninguna otra emoción.

Aquélla silueta caminaba con dificultad, lastimada y enferma, luego de casi tres años de brutal lucha; no le quedaba ya nada, ni siquiera la esperanza de sobrevivir y se aferraba a lo único que había logrado rescatar del corazón de su bella casa, la antes magnífica Tenochtitlán. Era ahora, la noche del 13 de agosto, en el año de 1521.

Sus pies descalzos, antes cubiertos por hermosas sandalias de finas y talladas cuerdas revestidas con pieles de ocelote, resbalaban entre los pedazos de escombro y lodo que la lluvia había arrastrado. Contra su pecho frío apretujaba un bulto envuelto en una sola cobija, y que mantenía sujeto a su cuerpo con ayuda de sus manos y de una correa que cruzaba por su hombro menos lacerado. Pero mientras avanzaba, la repentina luz de una antorcha la cegó.

-¡Oye, tú! –le gritó una voz ruda, y vio ante ella a dos de los soldados, que deambulaban por la ciudad en busca de objetos preciosos. -¿Qué llevas ahí, bruja?

Era imposible que relacionaran a ésa mujer con la que fuera ama y señora de la misma ciudad destrozada, pero como fuera, ella sabía que no tenía la oportunidad de ganarles en una batalla, y antes de que ellos se acercaran corrió de regreso al bosque. Tras ella, escuchó los bramidos de los soldados y el relincho de sus corceles, y entonces comenzó la persecución.

Desesperada, corría más y más aprisa, sin importarle lo mucho que le dolían los pies y lo veloces que eran ahora sus persecutores montados a caballo, apretando con fuerza el bulto contra su pecho. Soltó un hondo gemido de agotamiento, ya no tenía la fuerza suficiente ni para continuar escapando, y justo cuando cruzaba ante uno de los claros iluminados por la luna los pies le fallaron y cayó aparatosamente al suelo, rodando un breve tramo y ensuciando su capa con el lodazal y las zarzas que ahí crecían. Con un último esfuerzo, se quitó la capa que quedó enredada en las zarzas y trató de ponerse de pie para salir del lodo, pero no pudo, y el pánico la dominó. No había nadie que la auxiliara, nadie que escuchara sus ruegos, y lo único que pudo hacer, con gran pesar, fue abrazar más fuertemente el pequeño bulto que llevaba aún en brazos y rezar a sus dioses, lista para pasar por aquél terrible tramo final.

Una mano apareció de la nada y, sujetándola de un brazo, tiró con fuerza hasta sacarla del lodo. La mujer levantó la cabeza, y una mezcla de desconcierto y desagrado cruzó por sus ojos al mismo tiempo que gruñía:

-¡Tú! ¿Cómo te atreves…?

Pero los ojos esmeraldas del hombre que la había sacado refulgían con gran pesar.

-I… Imperio Azteca…

No podía concebir lo que veía; ella, la mujer más terrible, hermosa y bélica que jamás hubiera conocido, estaba tendida ahí a sus pies, sucia, triste, y débil. No podía creer que ella fuera la que, apenas unos meses antes, lo hubiera dejado tirado, malherido, junto a los márgenes del lago que rodeaba su ciudad y llevándose consigo el oro que había tratado de enviar a su propia casa allende el mar y mirando con desprecio a su capitán, que lloraba de horror a los pies de un árbol. Se estremeció visiblemente cuando notó el destello de furia en los ojos de la mujer, y un inquietante sentimiento de alivio lo llenó.

La mujer intentó ponerse de pie por sí misma, pero su pie resbaló y por poco no volvió al lodazal, siendo sostenida aún por el conquistador.

-¡Suéltame! –chilló ella. -¿Cómo te atreves a mirarme así, tranquilamente, luego de lo que tus soldados le hicieron a mi pueblo? ¡Trajeron en hambre, trajeron la plaga!

-¡Bueno, eso último no fue a propósito! –repuso él, tratando de defenderse. La mujer trastabilló y cayó bruscamente al piso, pero ya no se levantó. Preocupado, el español se inclinó sobre ella y la escuchó respirar con dificultad. –Imperio Azteca…

-España… -musitó como respuesta la mujer, levantando su mirada pesadamente. Todo rastro de odio se había disuelto en sus ojos agotados, su pecho subía y bajaba rabiosamente al compás de su respiración, los labios le temblaban y él entendió, con súbito pesar, que estaba en las últimas.

-Imperio Azteca… es decir, Citlalli… -con una mano temblorosa, apartó los negros cabellos del rostro de la mujer. –Yo… yo no quería que te pasara esto, lo juro… yo…

-Antonio… -replicó ella, con la voz cada vez más débil. –No hay mucho tiempo, yo… debo terminar con mi deber… antes de que los dioses… me lleven a su lado…

-Nadie te va a llevar a ningún lado.

-Lo harán… Ah… -haciendo un gesto de dolor, la mujer se arrancó el bulto que había llevado sujeto a ella en todo el camino, y se lo tendió al español con un gesto de gran pesar. –Es… tuyo ahora… Cuídalo y ámalo… tanto como le cuidé y le amé yo…

Antonio tomó el bulto, desconcertado. Era bastante pesado y extrañamente tibio, quizá, supuso, porque estuvo adherido al cuerpo agonizante de Citlalli.

-¿Qué… qué es? –preguntó.

-Es mi tesoro. El más precioso… tesoro… que jamás tuve… -la azteca sonrió, y luego exhaló un gemido de dolor. Antonio, sin soltar el bulto, alargó un brazo y sujetó junto a su regazo a la mujer, contemplándola con desconcierto. –Antonio… por favor, júrame que no dejarás que nadie… nadie… destruya ese tesoro…

-Sí, Citlalli, lo juro. Por mi vida lo juro. –replicó con la voz temblorosa. La mujer asintió solemnemente.

-¿Sabes, Antonio… cuántas veces trataron de destruirme…? Desde que era una niña… siempre, siempre he conocido de guerra, pero… de amor… -y sus ojos, rojos como la sangre, miraron primero al bulto y luego, al conquistador, y Antonio sintió una brusca sacudida en el fondo de su pecho. –Tú… tú fuiste el único… que logró derrotarme, y… ¿sabes porqué, Antonio?

-No… yo no…

La azteca sonrió, con aquélla sonrisa deliciosamente seductora que él siempre soñó ver, que siempre anheló provocar.

-Porque… tú me conquistaste…

-Citlalli… -pero lo que él quería decirle, ella no lo escuchó jamás. Sus ojos se cerraron, apagándose su luz, y su cuerpo dejó de moverse. Atemorizado, el español puso su mano libre sobre el frío pecho de la mujer y se dio cuenta que su corazón se había detenido. Imperio Azteca había muerto. –Citlalli, yo… Te amo.

Se quedó en silencio, contemplando el cadáver de la mujer durante un minuto, o quizá más, y no reaccionó hasta que oyó los cascos de los corceles que velozmente se precipitaban hacia él. Antonio levantó la cabeza y se topó frente a frente con los capitanes que habían hecho posible aquélla desgarradora escena, los mismos que habían perseguido a la agotada mujer hasta su injusto lecho de muerte.

-¡Señor España! –gritó uno mientras desmontaba. –La bruja…

-Está muerta. –dijo con voz inexpresiva. Hubo un coro de vítores y felicitaciones entre sus hombres hasta que uno, mal encarado y correctamente vestido, se acercó y puso su mano sobre el hombro del desconsolado conquistador.

-Mi señor, no esté así, venga con nosotros y celebre… Hoy, muere el imperio azteca y nace el poderoso imperio español, ¡el imperio donde nunca se pondrá el sol! –exclamó animado, hasta que sus ojos se clavaron en el bulto que Antonio llevaba en el brazo. -¿Qué es eso, mi señor?

-¿Eh, esto? –recordó bruscamente que aún no había visto el "tesoro" que Azteca le había heredado, y ya se apresuraba a desenvolverlo, arrancándole la correa. –Es un… obsequio, o algo así, que me entregó Imperio Azteca antes de morir…

-¡Ah, mi señor, cuidado! ¡Podría ser una cosa venenosa o vaya usted a saber! Permítame… -el capitán le quitó el bulto de las manos rápidamente y lo desenvolvió. –Veamos qué clase de artefacto le ha dado ésa… ¡Oh Dios bendito! –exclamó, palideciendo de golpe y con el horror retratado en su mirada. Todos los soldados se volvieron a verlo.

-¿Qué es? –preguntó Antonio con exasperación.

-Nada, mi señor, nada. –repuso fríamente el capitán antes de envolver otra vez el bulto, sin que el conquistador pudiera ver siquiera de qué trataba. –Un objeto inútil que deberá ser deshecho inmediatamente. –y con esas palabras, tomó el bulto y echó a andar hacia la ribera cercana del lado. Antonio, sin embargo, se puso de pie y caminó tras él.

-Deseo ver qué es antes de que lo tire, capitán.

-No será necesario, no es algo que signifique nada para vos.

-Pero para ella sí era importante y me lo entregó a mí. Exijo verlo.

-Olvídese de eso, mi señor… -repuso el capitán con voz lúgubre, deteniéndose frente al lago y alzando hacia el cielo el bulto, como si lo consagrara a la luna que caía, destellante sobre ellos. –Esto estará mejor en el fondo del agua… donde nadie nunca, nunca sepa de su existencia…

Hizo ademán de dejarlo caer, pero Antonio se adelantó y lo sujetó a tiempo, aprisionando las manos del capitán entre las suyas con tremenda fuerza, impidiéndole soltar el bulto.

-Es una orden, capitán, entrégueme eso y déjeme verlo. Ya decidiré yo si es inservible o no.

-Pero, mi señor…

-¿Osas ponerte en mi contra? –replicó con su voz más amenazadora. A regañadientes, el capitán le entregó el sucio bulto. –Gracias… -con cuidado, Antonio lo desenvolvió.

Su rostro se iluminó de sorpresa y de desconcierto al ver cuál era el preciado tesoro de Citlalli. Aquello no era oro, ni nada que tuviera algún valor, sino… una niña. Una criatura pequeña, menuda, de piel morena aunque ligeramente más clara que la tez de bronce de la azteca, vestida solamente con un pañal improvisado y una cinta escarlata sobre la frente, adornada con una pluma de quetzal. Sobre su pecho brillaba una moneda de oro azteca, sujeta a su cuello por una cadena de oro; la niña dormía pacíficamente, el sueño inocente de quien no sabe que se ha quedado solo en el mundo, a merced de su crueldad y de su abandono. Apenas verla, Antonio sintió algo cálido, deliciosamente cálido en su corazón, y no pudo evitar ver en ella la imagen de la mujer que había amado y que se había visto en la horrible necesidad de destruirla, y una solitaria lágrima rodó por su mejilla.

Entonces, la niña abrió los ojos, bostezando. Sus ojos… Antonio se enamoró intensamente de ellos, redondos como nueces, y de un iris tan hermoso que parecía estar hecho de oro macizo, con el mismo delicado y destellante color que el metal precioso. La niña pareció, primero, desconcertada al verlo, pero entonces una sonrisita inocente se dibujó en sus labios, y Antonio supo de inmediato que le agradaba a ella.

-Qué criatura más hermosa. –suspiró.

-Mi señor… -inquirió rápidamente el capitán. –Insisto… esa niña os traerá problemas.

-¿Porqué lo piensas? Mira esa carita tan dulce…

-El demonio tiene caras hermosas, mi señor. Rápido, dadme a la niña y la ahogaré en el lago… antes de que nos traiga dificultades.

-¿Qué? ¡No! –Antonio alzó sus brazos, tratando de apartar a la criatura del alcance de su capitán. -¿Cómo se te ocurre eso siquiera? ¡Ahogar a una pobre niña inocente!

-Sí, mi señor, ahora es inocente… Pero cuando crezca… -el hombre señaló acusativamente a la niñita. -¡Esa escoria es del imperio muerto! ¡Lleva su sangre, su naturaleza! ¡Os provocará problemas, os traerá desgracia! Seguro estoy de que tiene el mismo ánimo sanguinario y terrible de su progenitora… no tengo la menor duda, señor. Matémosla, y esta tierra será toda de usted, pero déjela vivir y ya verá.

-No digas tonterías. Es solo una muñequita, ¿verdad que sí? –añadió acercando su cara a la de la pequeña y frotando su mejilla contra la de ella. Pero el capitán, ciego de rabia, se acercó y le quitó bruscamente a la niña. -¡Oye, detente!

-Perdone, mi señor, pero lo hago por vuestro bien… -el capitán alzó otra vez a la niña encima del lago, y ella de inmediato dirigió sus ojos a Antonio, ojos hermosos llenos de lágrimas pues aunque no entendía qué pasaba, el terror de verse apartada de aquél hombre cariñoso le pudo más y empezó a llorar.

-¡NO! –Antonio se arrojó sobre su capitán y, forcejeando, logró arrancarle a la niña de las manos. El hombre se puso de pie, escupiendo con desprecio, y sentenció con furia:

-¡Esa chiquilla que hoy ha salvado mañana os causará la muerte! ¡No diga que no se lo advertí!

-Di todo lo que quieras. Yo cuidaré a ésta niña… -replicó Antonio, sonriendo. –La protegeré de cualquiera que intente hacerle daño, la educaré y la haré una colonia buena y fuerte, inteligente y hermosa. Será mi gran orgullo… y mi salvación. –añadió, mirando hacia el lodazal donde dormía el sueño eterno el poderoso imperio. –Yo le arrebaté a su madre, yo le robé su felicidad… pero la compensaré, le devolveré con creces el amor que ha perdido, y será por siempre mi tesoro más preciado.

-¡Bah! –gruñó el capitán, alejándose del lugar y masticando su furia. Los otros soldados se acercaron, pletóricos de curiosidad, y la joven nación les obsequió una sonrisa encantadora. Pronto, todos ellos cayeron rendidos al encanto de la criatura, y sólo hasta que Antonio, sintiendo una repentina punzada de celos, tomó a la niña contra su pecho, los hombres se deleitaron mirándola y jurando que no habían visto antes una criatura tan linda.

Antonio volvió a su casa, cargando a la niña que sonreía y parloteaba. Apenas llegó a la modesta construcción, donde ya lo esperaban sus habituales sirvientes, dejó que las mujeres miraran a la criatura y luego se retiró a su recámara. Ahí, le quitó la mugrienta cobija a la pequeña y pudo ver por primera vez sus largos cabellos de color chocolate. Realmente, pensó, no existía en todo el mundo una niña más bonita que ésa.

-Eres un tesoro de verdad. –dijo. –Un tesoro… ¡Oh, pero debes sentir frío!

Rápidamente, rebuscó entre sus cajones alguna prenda para vestirla, ya que la pequeña temblaba visiblemente. Por fin, encontró un viejo ropón que usara cuando niño, todo blanco a excepción de los puños y del bajo, que eran amarillos. La vistió y la tomó en brazos, acunándola amorosamente.

-Eres tan bonita… -le dijo mientras la mecía. La niña, con sus ojos bien abiertos, lo observaba con dulce curiosidad. -¿Tienes nombre, bonita? ¿Tu madre te puso algún nombre al nacer?

Supuso que ella era incapaz de contestarle, pero para su desconcierto la pequeña repuso, con una voz dulce y calmada:

-Mexhico.

-¿Eh? –por la sorpresa, por poco dejó caer a la niña. -¿Ése es tu nombre? Bueno… sí es algo raro, no suena nada mal sin embargo, pero… No, tengo una idea. –sonrió. –Te llamarás como yo, ¿sí? Te llamarás… Nueva España, ¡sí! Así no te confundirán y todos sabrán que eres mi pequeña colonia. Nueva España… ¿sí? Ésa eres tú.

La niña soltó una risita alegre, que Antonio hizo eco.

-Nueva España, ésa serás tú… Y yo soy España, ¿sí? Soy tu jefe, tu mentor y tu maestro. Yo cuidaré de ti y te enseñaré todo lo que debes saber del mundo. ¿Entiendes? A ver… ¿quién soy yo?

La niña clavó sus bellos ojos dorados en los del español, contemplándolos en absoluto silencio como si cavilara. Luego, con su misma voz suave, contestó tiernamente:

-Tajtli.

-¡Correcto! –saltó animadamente Antonio. -¡Tajtli!... Eh… supongo… que eso debe significar jefe, ¿no? –al no recibir respuesta, el conquistador se encogió de hombros y continuó meciendo a la criatura. –Necesitarás un nombre corriente, por supuesto, pero… eso podemos dejarlo para después. Ahora, debes dormir… has tenido un día muy pesado… terriblemente pesado…

Nueva España bostezó, y cerró sus ojos llevándose su dedo pulgar a la boca. Antonio la contempló largo rato hasta que, bien seguro de que estaba dormida, la acostó en un lado de su lecho y cubrió el borde de éste con dos grandes almohadas, para que si la pequeña rodaba en sueños no fuera a caerse. Luego de eso, se desvistió silenciosamente, usando su larga capa roja para acobijarla, y luego se echó al otro lado de la cama, mirando con gran curiosidad a la pequeña. En menos de una hora había ganado todas las riquezas del Nuevo Mundo, y también una colonia… pero al recordar el modo en que consiguió ambas cosas, su corazón se encogió de dolor. Acercó su mano izquierda a la niña y acarició su mejilla con tristeza.

-Oh, pequeña princesa… No sabes cuánto daño te he hecho… -suspiró con pesar. –Hoy a ésta misma hora deberías estar durmiendo en el pecho de tu madre, escuchando sus arrullos y no los míos… deberías tenerla a tu lado… pero, por mi culpa… -se mordió el labio inferior, sintiendo cómo el llanto subía a sus ojos. –Pero eso cambiará. Desde ahora, juro por todo lo sagrado que nunca, repito, nunca dejaré que nadie ni nada te lastime. Ningún enemigo interno o externo te pondrá la mano encima, tú crecerás y serás fuerte y hermosa, y nadie jamás te hará sufrir, ni siquiera… yo.

Se incorporó ligeramente del lecho, y depositó un beso sobre la frente de la pequeña. Aquél calor que había sentido en el corazón aumentó aún más, y sonrió mirando la tranquila faz de la criatura.

-Te amo, pequeñita… y te prometo que no dejaré que nada te pase.

Volvió a acostarse en el lecho, y al cabo de unos minutos cayó dormido, soñando sueños dulcísimos de los que sólo quienes han amado sinceramente podrían entender.

Notas históricas:

Oficialmente el 13 de agosto de 1521 es la fecha de caída de Tenochtitlán y, por lo tanto, del imperio azteca tal y como fue.

Lo de "tajtli" está basado en varias anécdotas que aseguran que durante la colonización de la joven nación los españoles confundieron muchas palabras nativas, como Yucatán y Tarasco (que significan, respectivamente, "no soy de aquí" y "yerno" pero que ellos tomaron como el nombre del lugar donde habitaban los mayas y del pueblo que habitaba en Occidente, una vez más, respectivamente). Así que, básicamente, Antonio creyó que chibi México lo llamó "jefe" pero en realidad le dijo "padre" (qué cosas XD).

Bueno, ¿qué les pareció el primer capítulo? Dejen todos sus comentarios y recuerden: por cada comentario que dejan las plantaciones de tomate de Toño crecen más. ¡Nos vemos pronto!