Antonio ya había iniciado con el rito de la comunión y le estaba siendo muy difícil concentrarse en el proceso. Esa persona en primera fila lo miraba fijamente, de una manera extraña. Parecía como un poseso a punto de que su demonio empezara a manifestarse. Era su segunda Misa desde que había llegado a esa comunidad. Tan solo estaba empezando. Después de su preparación privada, mostró a los fieles el pan eucarístico, invitándolos a comulgar, a celebrar ese sacrificio sagrado. Sin embargo tenía que aceptar que su corazón no estaba del todo enfocado, no lo había estado desde que inició la Liturgia de la Palabra. Esos grandes ojos olivos que lo miraban como taladrándolo, se habían convertido en toda una prueba de fe o al menos de concentración.
Para cuando inició el rito de conclusión —a los cuarenta minutos— se sentía anímicamente cansado. Mientras brindaba la bendición sacerdotal y la despedida, se preguntaba internamente cómo el Padre Pío era capaz de dar Misas tan extendidas, y soñaba con llegar a tener una fe igual de fuerte con el paso del tiempo.
Finalmente se acercó a la puerta de la Capilla a despedir a los feligreses, era el nuevo Sacerdote de la comunidad por lo que todo el mundo estaba curioso, todo mundo quería hablar con el nuevo "Padre", averiguar si llenaba los zapatos del antiguo, Romulo, que había sido llamado a la presencia de Dios unos días atrás.
La congregación se había visto muy afectada al perder a un guía que habían seguido desde hace más de veinte años, por suerte los últimos dos había contado con la ayuda del sacerdote Francis , un joven que había sido llamado para encargarse de las cosas que Romulo ya no podría, para que la comunidad se acostumbrara a él hasta que llegara el momento en que se convirtiera en el principal sacerdote de esa Iglesia, si Dios lo quería. Y lo quiso.
Antonio había recibido la llamada del Obispo para que se trasladara de la capital hasta aquella provincia en donde un solo sacerdote no se daba abasto para tanta demanda comunitaria. Francis había solicitado explícitamente a Antonio (entiéndase que movió todas sus influencias e hizo ayuno) a quien había conocido cuando era un estudiante en el Seminario.
Francis no le había comentado esto a nadie más que a su Dios, pero había sido una prueba realmente difícil el trabajar con Monseñor Romulo, estricto y anticuado como un antiguo santo. Ahora que la Iglesia estaba a su mando, quería una persona joven, alguien recién salido del Seminario que le ayudara a levantar la fe en aquella comunidad, que participara activamente de distintos proyectos junto al pueblo y de ese modo —Dios lo quiera— más y más personas jóvenes se acercaran a Misa. Se había quedado dos días enteros sin comer para que Dios le hiciera el milagrito, y su Dios no le falló.
— ¡Padre!, bendígame, Padre—. Escuchó Antonio a la mujer que con voz afectada, se acercaba a él.
—Dios la bendiga—. Respondió haciendo con su mano la señal de la cruz.
—Amén— Dijo mientras ella misma se santiguaba—. Este es mi hijo.
La creyente empujó a un joven hacia adelante, casi haciéndolo chocar contra el pecho del Sacerdote. Antonio reconoció en él al chico que había estado enviándole mala energía desde el inicio de la Misa.
El joven, de menor estatura, piel pálida, delgado y de labios gruesos, se rehusaba a mirarlo a la cara —contrario a su comportamiento durante la ceremonia religiosa— y estaba cruzado de brazos en un gesto que dejaba entrever su molestia.
—El Padre Francis me dijo que hablaría con él hoy, después de la Misa.
—Entiendo, lamentablemente el Padre Francis hoy no se encuentra, él tuvo que...
— ¡Ya sé!, nos dimos cuenta que por la mañana falleció su prima y tuvo que irse a la capital.
¿En serio? ¿Cómo podían saber eso tan rápido? Antonio pensó que en ese pueblo las noticias volaban.
—Pero me ha sido difícil traerlo hasta aquí. Mi hijo en verdad necesita hablar con alguien, esperaba que usted pudiera ayudarlo. ¡Ayúdelo, Padre! ¡Por favor!
El joven en cuestión, suspiró audiblemente, lleno de exasperación. Antonio no podía empezar con el pie izquierdo en aquella comunidad. Anhelaba ser querido y aceptado por los feligreses y Francis estaba siendo muy amable con él. Le correspondía cumplir con todo hasta que su guía regresara, y lo haría de buena gana, aunque significara iniciar con el exorcismo de un muchacho enojado.
Terminó de despedir a los fieles, la señora que ayudaba con el mantenimiento de la Iglesia le entregó las llaves y junto al joven que lo esperaba, pasaron a una mediana y elegante oficina. La madre se despidió dejando un beso en el dorso de la mano de Antonio y dándole a su hijo una última mirada, llena de súplica.
Antonio se acomodó en el sillón más amplio y frente a él, un asiento más sencillo —y por tanto incómodo— se sentó el joven, siguiendo la primera indicación del guía espiritual.
La Casulla verde que usaba Antonio le producía calor estando en esa oficina cerrada, le pesaba y empezaba a sentir comezón. Esperaba que esa charla fuera rápida. Había corrido con responsabilidades todo el día. Solo quería ducharse e ir a descansar.
—Y bueno... ¿cómo te llamas?— Preguntó después de ver cómo el joven no hacía más que mirar un punto fijo en el suelo.
— ¿Cómo se llama usted?
Mmm le pareció que aquello no iba a ser tan rápido como quería.
—Soy el Sacerdote An...
— ¡Ya sé que es Sacerdote! —Interrumpió—. Su bata verde me dio la pista... lo dudaba hasta que lo vi repartir las hostias allá afuera.
—No había terminado de hablar. Te decía que soy el Sacerdote Antonio. ¿Ahora me vas a decir tu nombre?
—Lovino…Lovino Vargas
—Bien, Lovino. Está bien si te llamo Lovino, ¿cierto? ¿En qué puedo ayudarte?
Lovino sonrió por primera vez ante Antonio, sin embargo no era un gesto de alegría, esa sonrisa contenía todo el sarcasmo que era posible sostener en un simple gesto. El más bajo miró directamente a los ojos del Sacerdote y habló con voz ronca.
—Esa es una buena pregunta, yo también he estado pensando, ¿en qué rayos usted podría ayudarme?
Un escalofrío recorrió por completo el cuerpo de Antonio. Había algo en aquella voz, o tal vez era la mirada penetrante, la actitud altiva pero Lovino lo hizo sentirse muy nervioso. Y apenas estaba empezando...
"¡Qué Dios me acompañe!" Pensó.
