55 años después, Tadzio pensaría en Aschenbach.

Pensaría en él no como persona, sino como una idea: Él era en cada uno de sus sueños la encarnación visual del envejecimiento, de la inevitable desaparición de la belleza. Y también de la muerte.

"Si la muerte tiene rostro, ha de ser el rostro de Aschenbach." Pensaría él una y otra vez, enfrascándose su mente en esta clase de reflexiones aún en medio de la realización de las actividades más banales.

Tadzio, quien ya no era más aquel adolescente de extraordinaria belleza sino un anciano cuyo rostro había sido castigado por el peso de los años, nunca habría de olvidar Venecia.

Venecia estaba en su mente cada vez que se despertaba, cada vez que se miraba al espejo.

Venecia también estaba en su mente mientras sentía un extraño dolor en sus riñones el momento de orinar, y también al momento de masturbarse, acechándolo en sus búsquedas del placer inmediato, recordándole siempre su miserable soledad, sus 69 años cumplidos, su cada vez más cercano nexo con la muerte.

"Sé que me voy a morir pronto." Pensaría Tadrín una fría madrugada de abril al descubrir que ya no sólo sentía dolor, sino que además había sangre en su orina.

Y tras esta última reflexión, aquel anciano fue acostarse, todavía pensando en Venecia y Aschenbach, soñando con ellos hasta el último instante de su existencia, el cual le llegó apenas un par de días después.

Y aún después de muerte, su alma no se iría ni al Cielo ni al Infierno, sino que pemanecería siempre en Venecia, junto con Aschenbach.