La gente del pueblo de Storybrook decía que había algo sobrenatural en Regina Mills.
Ellos nunca se imaginarían cuán cerca de la verdad estaban… Sin embargo Emma Swan nunca se asustó de la supersticiosa sabiduría popular y se rió de las habladurías de los vecinos acerca de criaturas que acechaban en la oscuridad.
Esta historia es una adaptación de la novela fantástica "Deeper than the night" de Amanda Ashley, espero que les guste tanto como a mi.
Profunda Persuasión
Desde donde vendrá la melodía
Susurrando amor a penetrantes ojos
Sueños rociados con polvo de estrellas
Están ocultos en sus suspiros.
Él anhela oír la atractiva canción
Mezclada con el agridulce estribillo
Pero surcado de desprecio su ceño
Recuerda cenizas en la lluvia.
Acércate más, anunciada persuasión
No varíes de tierna aflicción
Estas angustiosas profundidades del anhelo
Conmoverán a la templada alma.
Magnífica la unión
De corazones en profundo abrazo
El compromiso de dos almas
Que el tiempo no puede aliviar.
- Linda Ware
Capítulo 1
—Estoy buscando a la vampira.
Regina Mills contempló a la niña que estaba de pie en su porche delantero. Era una linda cosita, de quizá nueve años de edad, con rizado cabello rubio, ojos castaños y un salpicón de pecas sobre el puente de la nariz.
—Discúlpame —dijo élla —, pero ¿te oí correctamente?
—Necesito ver a la vampira —dijo la niña con impaciencia—. La que vive aquí.
Regina luchó contra la urgencia de reír.
—¿Quien te dijo que aquí vive una vampira?
La niña la miró como si fuese retrasada.
—Todo el mundo sabe que aquí vive una vampira.
—Ya veo. ¿Y por qué quieres verla?
—Mi hermana, Emma, está en el hospital. Tuvo un accidente de coche —la niña sorbió ruidosamente por la nariz—. Granny dice que se va a morir.
Regina frunció el entrecejo mientras intentaba seguir la línea de razonamiento de la niña.
La cría estampó el pie contra el suelo.
—Los vampiros viven para siempre —dijo, pronunciando cada palabra lenta y claramente, como si ella fuese muy joven, o muy estúpida—. Si la vampira viniese al hospital y mordiese a mi hermana, ella viviría para siempre también.
—Ah —exclamó Regina, comprendiendo al fin.
—Así que ¿está ella aquí?
—Eres una niña bastante valiente, viniendo aquí sola, en la oscuridad de la noche. ¿No tienes miedo?
—N... no.
—¿Cómo te llamas, niña?
- Gail Swan.
—¿Qué edad tienes, Gail?
—Nueve y medio.
—¿Y sabe tu Nana dónde estás?
Gail meneó la cabeza.
—No. Ella está en el hospital. No me dejan visitar a Emma, así que me obligó a quedarme con la señora Bella. Me escabullí por la puerta de atrás cuando ella no estaba mirando.
Gail observó a la mujer. ¿Era ella la vampira? Era alta, con largo cabello negro. Estaba de pie en las profundas sombras de la casa, de modo que ella no podía ver su cara con claridad, pero creía que tenía los ojos oscuros. No se parecía a ninguno de los vampiros que ella había visto en las películas. Éstos siempre vestían trajes negros, camisas blancas con chorreras y largas capas; esta mujer vestía un suéter negro y un par de Levi's desgastados. Aún así, todo el mundo en Storybrook sabía que una vampira vivía en esa vieja Mansión...
Temblando, Gail se envolvió la cintura con los brazos. Ella había subido allí muchas veces con sus amigos, intentando echar un vistazo por las ventanas para ver el ataúd de la vampira. Nunca había estado asustada a la luz del día; después de todo, todo el mundo sabía que los vampiros eran inofensivos durante el día. Pero ahora era de noche.
Inclinándose un poco hacia un lado, deslizó la mirada más allá de la mujer. El interior de la casa se veía oscuro y lóbrego, justamente la clase de lugar donde una vampira viviría.
Repentinamente sintiéndose muy sola y más que un poquito asustada, dio un paso hacia atrás. El porche crujió bajo su peso. Fue un espeluznante sonido.
Gail hizo acopio de su rápidamente menguante coraje.
—¿Vendrá usted y salvará a mi hermana?
—Lo siento, Gail —dijo Regina con genuino pesar—, pero me temo que no puedo ayudarte.
La niña elevó sus hombros y luego los dejó caer en un exagerado gesto de decepción.
—No creía realmente que usted fuese una vampira —confesó—, pero valía la pena intentarlo.
Regina observó a la niña mientras ésta corría escaleras abajo y enfilaba el estrecho sendero de tierra que serpenteaba a través de los bosques. El sendero era un atajo que llevaba a la carretera principal.
Cosita valerosa —meditó—. Venir hasta aquí toda sola… Buscando a un vampiro.
La observó hasta que quedó fuera de su vista, hasta que incluso su aguzado oído ya no pudo discernir el sonido de su huída, y luego cerró la puerta y se reclinó contra ella.
Así que todo el mundo sabía que aquí vivía una vampira.
Tal vez era hora de mudarse. Y aún así... Separándose de la puerta, caminó a través de la oscura casa. Era un lugar grande, viejo y que crujía, con techos abovedados, suelos de madera y cristales emplomados en las ventanas. La casa se asentaba aislada sobre una pequeña elevación de terreno rodeada de árboles y zarzas. Su más cercano vecino estaba casi a kilómetro y medio de distancia. Era, pensó ella, exactamente la clase de lugar en el que un vampiro elegiría vivir. Era exactamente la razón por la que ella lo había escogido. Había estado cómoda aquí, contenta, durante los pasados cinco años.
Pero quizás era hora de mudarse. Una cosa que no deseaba hacer era atraer atención sobre sí misma. Hasta ahora, no había tenido idea de que la gente especulase acerca de quién, o qué, vivía en esta casa.
Entrando en el recibidor, descansó una mano sobre la alta repisa de la chimenea y miró hacia el interior de ésta. Había algo primitivo en el acto de estar parada enfrente de un rugiente fuego. Respondía a una necesidad elemental alojada en lo profundo de su ser, aunque no estaba segura de por qué era así. Quizá tuviese algo que ver con el ahumado olor de la madera y el sisear de las llamas, o quizás era el embravecido poder mantenido a raya por nada más que unos pocos ladrillos.
Se quedó contemplando el fuego, hipnotizada, como siempre, por la vida que latía en el interior de las llamas. Todos los colores del arco iris bailaban dentro de las oscilantes lenguas de fuego: rojo y amarillo, azul, verde y violeta, y un profundo blanco puro.
Apartándose de la chimenea, vagó por la casa, escuchando el ascendente viento mientras aullaba bajo los aleros. Las ramas de un viejo roble golpeaba contra una de las ventanas del piso de arriba, sonando como esqueléticos dedos arañando el cristal, como si algún espíritu expulsado mucho tiempo atrás estuviese buscando un modo de entrar en la casa.
Sonrió burlonamente, sorprendida por sus imaginativos pensamientos y por la recurrente urgencia de ir al hospital y echarle un vistazo a la hermana mayor de Gail Swan.
Hospitales. Ella nunca había estado dentro de uno. En todos los años de su existencia, jamás había estado enferma.
Expulsando fuera de su mente todo pensamiento acerca de Gail y su hermana, entró en la biblioteca, decidida a terminar la investigación necesaria para su última novela antes de que la noche tocase a su fin.
Eran más de las cuatro cuando finalmente admitió que estaba luchando una batalla perdida. No podía concentrarse, no podía pensar en nada excepto en la valiente niñita que había acudido a ella buscando un milagro.
Arrugando el gesto, se internó a zancadas en la noche, atraída por una fuerza a la que ya no podía seguir resistiéndose, sus pies conduciéndole prestamente por el estrecho sendero de tierra que cortaba a través de los bosques en dirección a la floreciente ciudad costera de Maine.
El hospital estaba ubicado en una calle lateral cerca de un extremo de la ciudad. Era un alto edificio blanco. Ella pensó que parecía más un antiguo mausoleo que un lugar moderno de sanación.
Una miríada de olores asaltó su fino sentido del olfato en el momento en que abrió la puerta delantera: sangre, muerte, orina, la empalagosa esencia de flores, almidón y lejía, el pungente olor de antisépticos y medicinas. A esta hora de la mañana, los corredores estaban virtualmente desiertos. Encontró la Unidad de Cuidados Intensivos al final de un largo pasillo.
Una enfermera estaba sentada frente a un alargado escritorio, pasando revista a una pila de papeles. Regina la observó por un momento; luego, concentrando su mente en uno de los timbres de emergencia localizado en el final opuesto del corredor, lo hizo sonar.
Tan pronto como la enfermera dejó su puesto, ella pasó frente al escritorio y entró en el Ala de Cuidados Intensivos.
Sólo había un paciente: Emma Swan, edad: veintiocho años, grupo sanguíneo: A negativo. Estaba envuelta en vendajes, conectada a numerosos tubos y monitores.
Ella ojeó rápidamente su historial. La joven no había sufrido rotura de huesos, aunque tenía numerosos cortes y contusiones; un corte en su pierna derecha había necesitado sutura. Tenía tres costillas magulladas, una laceración en el cuello cabelludo y hemorragia interna. Sorprendentemente, su cara había escapado a toda herida. Tenía rasgos finos y armónicos. Un puñado de pelo amarillo-rojizo enfatizaba la palidez de su piel. De hecho, su cara estaba casi tan blanca como la funda de almohada bajo su cabeza. Había estado en coma durante los últimos cuatro días. Su pronóstico era poco favorable.
—¿Dónde estás, Emma Swan? —murmuró—. ¿Está tu espíritu todavía atrapado dentro de ese frágil tabernáculo de carne o ha encontrado tu alma redención en mundos más allá mientras esperas a que tu cuerpo perezca?
Contempló fijamente la sangre goteando de una bolsa de plástico a través de un tubo y hasta su brazo. El agudo olor metálico de la misma excitó un hambre que hacía mucho que había suprimido. Sangre. El elixir de la vida.
Frunció el ceño mientras miraba su propio brazo, a las oscuras venas azules recorriéndola. Había sobrevivido doscientos años a causa de la sangre en sus venas.
—Si te diese mi sangre, ¿te traería ésta de vuelta desde el borde mismo de la eternidad —meditó en voz alta—, o te liberaría de tu tenue agarre sobre la vida y te enviaría al encuentro de lo que quiera que sea que aguarda al otro lado?
Dejó que la punta de un dedo se deslizase sobre la suave y sedosa piel de la mejilla de la joven y luego, siguiendo un impulso que ni podía comprender ni denegar, cogió una jeringa, le quitó la envoltura protectora e insertó la aguja en la vena de su brazo izquierdo, observando con vago interés mientras el tubo hueco se llenaba con sangre de color rojo oscuro.
En doscientos años, había amasado una buena porción de conocimientos médicos.
Retirando la aguja, la insertó en la sección del tubo de látex que estaba siendo usada para agregar antibióticos y presionó el émbolo, mezclando su propia sangre con el líquido goteando en las venas de ella. Repitió el procedimiento muchas veces, todo el rato pensando en la rubita de pelo rizado que había ido a ella buscando un milagro.
Regina sonrió torvamente mientras abandonaba la habitación de la chica y se encaminaba hacia la salida de emergencia situada al final del pasillo. Bajó la vista hacia su brazo. Un punto de sangre seca estropeaba la pureza de su piel aceitunada.
Sangre oscura. Sangre inhumana. Fundiéndose con la de la chica.
Se preguntó qué locura le había poseído para mezclar su sangre con la de la chica. ¿La sangre la curaría o mataría?, meditó. ¿Había sido ella una salvadora o una ejecutora? Desafortunadamente, o afortunadamente quizás, nunca lo sabría.
No se demoró sobre las otras muy probables consecuencias que resultarían de su irreflexiva acción si ella sobrevivía.
Era cerca del alba cuando puso los pies fuera del hospital. Llenando sus pulmones con el fresco aire, alzó la vista hacia el progresivamente iluminado cielo durante un largo momento. Sentía el anhelo de quedarse y ver la salida del sol, de sentir el bendito calor de un nuevo día, de escuchar el mundo a su alrededor cobrar vida, pero no se atrevía a quedarse más tiempo. Le había dado a Emma Swan casi un cuarto de su sangre, y eso lo había debilitado seriamente. En su actual condición, la luz del sol podría ser fatal. Con un estrangulado sollozo, se apresuró a marcharse a casa.
