Una tormenta azotaba inclemente la costa inglesa. El fuerte viento agitaba el mar, levantando olas coronadas de espuma que rápidamente rompían contra las rocas. La lluvia caía sobre los campos como una cascada furiosa, amenazando con inundarlo todo a su paso. Un relámpago se abrió paso entre los negros nubarrones, iluminando el horizonte nocturno con su fulgor. El subsiguiente trueno despertó bruscamente a Fleur.

La semi-veela se incorporó en la cama, sudando y con el corazón latiéndole sin control. Retiró las sábanas hacia un lado para sentir algo de frescor en su pálida piel. Hasta que sus bellos ojos azules se habituaron a la oscuridad que cubría su habitación, no pudo ver nada. Desde que Greyback ataco a Bill, dormían casi en plena oscuridad. Parecía que, a su pequeña parte lobuna, le gustaba más.

Se giró y sonrió al ver a Bill durmiendo plácidamente. Se quedó mirando los rasgos que tanto quería y no pudo evitar acercar su mano para acariciar la cicatriz. El pelirrojo, al sentir el contacto, se giró hacia ella sin despertarse. Fleur depositó un beso en la frente de su marido y, envolviéndose en una suave bata de algodón de color violeta, salió de la habitación tras cerrar la puerta con cuidado para no despertarlo.

Bajó al salón y miró por la ventana cómo seguían cayendo rayos y truenos sobre el mar. Abrió un poco la ventana y el frío aire del mar corrió por la casa como un niño juguetón. Fleur asomó la cabeza en dirección al jardín, comprobando con alivio que la lluvia no había arrancado todas las flores que crecían allí. Al mediodía, cuando la temperatura subiese, saldría a revisar todos los daños; desde donde estaba, podía ver que las rosas azules y las flores de lis habían sobrevivido bien.

Cerró la ventana y se sirvió un café bien cargado al que añadió una pequeña cantidad de leche y una cucharadita de azúcar. Dejó la taza encima de la mesa y colocó una de las sillas de espaldas a la mesa, mirando hacia la ventana. La lluvia volvía a caer, pero no de forma tan violenta como antes; ahora era solo una fina cortina de agua que producía delicados sonidos al chocar contra el techo de la casa.

Otro trueno resonó en la distancia. Desde que Moody murió, el sonido del trueno le recordaba a su dura pero sensata voz. La primera vez que lo conoció, sintió cómo un sudor frío recorría su espalda y los nervios atenazaban su estómago ante la idea de hablar con él. Nunca antes se había sentido así; ni siquiera cuando Bill le dijo que tenían que protegerse bajo el encantamiento Fidelio.

Rompiendo estos tristes pensamientos, cogió la taza, rodeándola con las dos manos para sentir el calor que irradiaba el café, y olió el aroma que desprendía. Bebió y, al llegar el líquido a su estómago, sintió una sensación de calidez en su cuerpo. Acabándose el café a pequeños sorbos, estiró el brazo para dejar la taza encima del mueble de la cocina pero esta se le resbaló de las manos cayendo al suelo. Se rompió con un sonido doloroso que resonó por toda la casa, esparciéndose los trozos por toda la cocina.

Se levantó de la silla, observando el suelo a cada paso que daba para no clavarse nada. Se agachó, recogió y depositó los trozos encima de la mesa. Cuando colocó el último, escuchó una voz ronca.

¡Reparo!

Fleur alzó la cabeza y vio cómo Bill, que sonreía ampliamente, guardaba la varita en el bolsillo de su bata negra. Se acercó a ella, aún con el sueño reflejado en sus ojos y, cogiéndola delicadamente por la cintura, la besó con suavidad en los labios.

Fuera, la tormenta se alejaba de la costa y el sol empezaba a asomar tímidamente.