La profesora McGonagall estaba agotada. Llevaba horas entrevistando a posibles profesores de Transformaciones. No es que fuesen muchos, pero las pruebas a las que les sometía eran largas. Tenía que estar segura de tener al mejor para el puesto, porque tenía que superarla a ella, igual que hace años ella hizo con Dumbledore. Solamente en el campo de las transformaciones, pero le alegró conocer ese dato.

Casi sonrió a su antiguo alumno, Cormac McLaggen. Era el mejor para el puesto, aparentemente. El penúltimo. Cuando le dijo que era un león, se sintió muy orgullosa.

Le pidió que saliese, maternalmente. Haber visto crecer a ese niño le provocaba ese sentimiento, aunque no era tan fuerte como con Hermione Weasley. Ella sí que era como la hija que nunca tuvo.

− Señor, adelante –y un hombre bastante más alto que ella, joven, y con la piel de color chocolate, entró.

− Gracias, Directora – le sonrió levemente, la mujer tenía la sensación de conocerle con anterioridad, bastante bien además.

− Haga el favor de presentarse, por favor, y decirme por qué cree que debería cogerle a usted.

− Que no me reconozca me duele, profesora. Blaise Zabini a su servicio – no se inclinó, ni mostró ningún tipo de respeto hacia ella, pero la sonrisa de sus ojos le demostró a la anciana mujer que no era el Slytherin que conoció.

− Oh, claro. Tenía que haberlo supuesto –se contuvo a la hora de fruncir los labios, y le pidió que continuase.

− Quiero el trabajo. ¿Por qué? Porque soy el mejor. Ninguno de los anteriores me superaría, créame. Son unos simples palurdos que no han tenido que recurrir de sus poderes para salvar la vida una y otra vez en selvas.

− ¿Uhm? –Interesante, eso era interesante. Posiblemente, era un farol, pero por lo que recordaba del joven Zabini, prefería decir la verdad. Por muy insultante que fuese.

− Puedo demostrárselo ahora, mañana, o siempre, profesora. O puedo dejarle las cartas de mis antiguos jefes.

− ¿Ha trabajado con las transformaciones en algún lugar?

− Beuxbattons, Durmstrang y un colegio alemán que… francamente, era desagradable. Un acento muy desagradable –bufó para sí mismo, sacando las cartas de su túnica.

−Oh. Vaya. ¿Cuántos años tenía, querido?

− 36. Casi 37.

− Cómo pasa el tiempo… −susurró para sí misma−. ¿Cuántos años estuvo en cada escuela?

− 5. Si no me equivoco, 5. Oh, y un año de más en Durmstrang, este último.

− ¿Lleva dieciséis años trabajando de profesor? –Impresionada. Minerva McGonagall estaba francamente impresionada.

− Sí –se encogió de hombros, sin valorar tanto como sí lo hacía su profesora tanto tiempo de docencia.

− Señor Zabini, no me cabe duda alguna de que será un excelente profesor de Transformaciones. Espero que sea un animago. Era nuestro… truco especial, profesor –le guiñó un ojo, aunque el hombre no respondió a ello, anonadado.

− ¿Dumbledore… también lo hacía?

− Sí, hijo. Y Armando Dippet también en su tiempo. ¿Debo entender por eso que no, no es usted animago? –Disimuló su desilusión.

− No, no. Soy animago. Pero… me avergüenza ligeramente mi animal.

− ¿Por qué motivo?

− Es un mono –y no dudó más para transformarse en él.

La profesora sonrió y le tendió un pergamino. ¿Cómo podía haber pensado que el mejor sería McLaggen, cuando todos sabían que si fallaba algo en su clase acabaría cabreándose con los niños? No, en cuanto él le dijo cuánto tiempo estuvo trabajando, no lo dudó más. Blaise Zabini sería el nuevo profesor de Transformaciones. Bajó su mirada asombrada, le tendió una mano.

− Bienvenido a Hogwarts, profesor.