Un alma piadosa y un ángel
Capítulo I
Era un día lluvioso cuando lo encontré. Aquel había sido uno de los peores días que yo recordara de toda mi vida. El estúpido francés que trabajaba en el cubículo contiguo no dejaba de arrojarme comentarios- y sus manos sobre mí-, así que, harto de todo, simplemente… terminé golpeándolo, con puños y patadas. La parte lamentable fue que nuestro jefe nos vio.
Y bueno, nos despidió.
Salí del edificio, ignorando a los entrometidos de las otras oficinas, que cuestionaban con la mirada mi ropa desarreglada y mi ojo entintado.
Las calles de Londres nunca me parecieron tan llenas de gente indeseable.
Yo trabajo- trabajaba en una oficina de crédito por prendas, y constantemente llegaba gente en muy malas condiciones, a cambiar joyas que obviamente habían sido robadas, por un poco de dinero. Gracias a ésta época, donde muy pocas personas tienen un trabajo, y otras muy pocas un trabajo decente, los pordioseros abundaban en la ciudad. Es la época donde las máquinas reemplazan al hombre, decían algunos. Esquivé a mucha gente camino a casa. Finalmente, cansado de desviar la mirada de muchos ojos suplicantes, acompañados de manos estiradas pidiendo dinero, y lo que era peor, apenas cubiertos por un abrigo viejo y zapatos rotos, me alejé a una esquina poco transitada, frente a una tienda de tabaco. Me senté ahí y mis pantalones se ensuciaron con el polvo que caía de la cornisa, pero no me importó. Cerré los ojos por un momento, la lluvia se volvía más suave, aún así el viento y unas cuantas gotas de agua revolvían mi cabello. ¿Qué se supone debía hacer ahora? Pronto tendría que mudarme, apenas la pensionista supiera que no tenía trabajo me iba a echar a la calle.
Y apenas tenía dinero para sobrevivir hasta finales del mes. Supongo, tengo dos opciones: volver a la zona rural de Londres para trabajar con mi padre- él cultivaba la tierra para ganarse la vida, oficio no muy rentable hoy en día, ya que al lado de las nuevas industrias llenas de trabajo mecanizado, el labrar la tierra era muy mal pagado, y había ido perdiendo terreno en pos del trabajo en la ciudad. La otra opción era volver y pedirle perdón al estoico tipo alemán que era nuestro jefe. Y esperar que Francis no hiciera exactamente lo mismo.
Acomodé la bufanda sobre mi cuello. No me había dado cuenta de lo increíblemente helado que estaba. Mis orejas enrojecían, y mis manos perdían todo su calor. De repente ya no eran agradables las gotas de lluvia resbalando por mi rostro, ni la sensación de soledad y desamparo generalizada que empezaba a sentir. Estaba incómodo, me sentía mal y hasta tenía unas ligeras ganas de llorar la frustración.
Por eso nunca esperé ver a ese niño.
Parpadeé un par de veces. A pesar de la semi- oscuridad de la media tarde, pude distinguir bajo su chaqueta el cabello lacio y rubio, y por sobre todo, aquellos dos enormes ojos, azules como el cielo, brillando con inocencia y curiosidad.
"…"
Creo que lucía realmente preocupado, pero no me explicaba por qué. Vi que miraba con insistencia las gotas de agua que escurrían desde mi propio cabello, pasando por mis mejillas, hasta llegar a la parte alta del abrigo. Un poco distraído, noté que yo estaba tiritando de frío.
Por supuesto que llamé su atención, debía de verme realmente patético.
Iba a preguntarle si necesitaba algo, cuando vi que se inclinaba hasta mí y ponía su paraguas sobre mi cabeza. Lo miré sorprendido, sintiéndome un poco avergonzado por su gesto tan cuidadoso y por su expresión de verdadera preocupación.
Era un niño de unos nueve o diez años, bastante delgado y, como volví a notar, con unos hermosos ojos azules.
"G-gracias…" murmuré, mis mejillas ardían un poco y seguramente se habían vuelto del mismo color rojizo de mi nariz y orejas. "Pero no es necesario, estaba por ir a casa aho-"
"¡Puedes quedarte con esto!" dijo, acercando el mango del paraguas a mi rostro.
"No tienes por qué hacer eso, simplemente…"
"P-pero…" Vi que desviaba un poco la mirada, rascándose una mejilla. "De verdad quería regalártelo. ¡Te será útil para que regreses a casa!"
Fruncí un poco el ceño. "¿No es propiedad de tu padre o algo así?"
"No… yo lo encontré, por ahí." Hizo un gesto vago hacia una calle a la derecha. Parecía un poco apenado, pero rápidamente su rostro cambió y me dirigió una sonrisita. "¡Es para ti!"
Lo miré sorprendido. No parecía que tuviera malas intenciones, y ahora que lo examinaba más detenidamente, su ropa estaba sucia y muy gastada, sus botas lucían embarradas y su chaqueta tenía pequeñas costuras, y hasta un parche sobre el bolsillo derecho. Parecía… un niño de la calle, un pordiosero, de esos que tanto odiaba.
"… ¿Lo robaste?"
El abrió los ojos de la sorpresa. "¡Claro que no!" casi había gritado eso. Fue tan repentino que, después de unos segundos de silencio, reí con suavidad.
"Perdóname por desconfiar de ti. No quería ofenderte en lo absoluto." Le dije calmado. Su rostro se calmó también, guardó su mano dentro del bolsillo remendado de la chaqueta. "Pero es que te veo aquí sólo, sin tus padres cerca, y pensé que…"
"Estoy bien solo, no necesito a nadie para que mi cuide." Me miró con determinación. "De hecho, ¡Yo soy el que cuida a los demás! ¡Por eso soy un héroe!"
"¿A los demás? ¿Otros niños?" Él asintió con la cabeza. "¿Vives solo con otros niños?"
"En el Hogar." Bueno, me dije, eso explicaba todo. El Hogar era el orfanato mantenido por el gobierno más cercano a la nueva área industrial de la ciudad, famoso por ser… pobre, y por criar a un montón de jóvenes ladrones.
De repente, un silbato policial se escuchó. Vi como el muchacho reaccionaba, buscando a su alrededor la fuente del sonido, un poco aterrorizado. Arrojó el paraguas sobre mí y retrocedió unos pasos. "¡Debo irme!"
"Espera, ¡que…!" Antes de que pudiera detenerlo, ya había echado a correr. La neblina me impidió ver a dónde se dirigía.
Unos minutos después, decidí volver sobre mis pasos, y cubriéndome de la lluvia, me dirigí a casa.
…
La mañana siguiente fue mucho más placentera. Al final decidí volver a mi antiguo lugar de trabajo y pedir una segunda oportunidad. El Sr. Weillschmidt, el alemán dueño del negocio, decidió aceptar mis disculpas y volver a ponerme en mi turno de diez horas en la parte contable. Francis, mi indeseable compañero de trabajo, no había regresado. Definitivamente parecía un buen día.
Cerca de las seis de la tarde, volvía a encontrarme solo por las calles de Londres.
Si yo estaba en lo correcto, si el pequeño muchacho que conocí ayer era de verdad lo que decía ser, es decir, un muchacho solo y que vivía en un orfanato, casi con seguridad lo encontraría hoy, nuevamente, vagabundeando por las calles del centro. Un policía pasó cerca, recordé como ayer salió corriendo al escuchar su silbato. Con seguridad estaba metido en algún lío, o se dedicaba a robar cosas a los peatones despistados… probablemente sí se había robado aquel paraguas que me ofreció ayer.
Efectivamente, a poco andar me topé con una tropa de muchachos, todos rondando los diez o doce años, repartiéndose una hogaza de pan fresca. Estaban cerca de una pileta. El muchacho de ojos azules estaba con ellos.
Era delgado hasta en comparación con sus propios compañeros. Vi cómo suplicaba a uno de los niños para que le diera un pedazo de pan, pues no había alcanzado nada cuando lo repartieron- había sido a la suerte del que pudiera arrancar un pedazo. El otro niño no le hizo caso. El muchacho de ojos azules parecía a punto de llorar. Vi como se refregaba los ojos. Se veía tan… abandonado, ni siquiera me di cuenta del momento en que avancé hasta él y tendí mi mano.
"Ven." Le dije, mirándolo con serenidad. El parecía un poco asustado, con intenciones de retroceder, pero en ese momento me incliné para quedar a su misma altura. Al final, con lentitud estiró su mano hasta estrechar la mía. Le sonreí.
Nos dirigimos a una panadería. Él entró con timidez… pensé en que quizás nunca había entrado antes. Nos detuvimos en el centro de la tienda, agachándome de nuevo para mirarlo a los ojos. "¿Cuál es tu nombre?"
"Alfred, señor."
"Llámame Arthur. ¿Qué edad tienes, Alfred?"
"Diez, señ-… Arthur." Me dirigió una sonrisa tímida. Sentí como mi rostro le devolvía el gesto.
"Dime, Alfred… ¿Has comido algo hoy?" Alfred negó lentamente con la cabeza, inconscientemente poniendo una mano sobre su estómago. Miraba con ansias las vidrieras llenas de pasteles, yo lo miré con dulzura.
Luego de media hora, salíamos del negocio, Alfred con un pastel relleno de manzana entre las manos.
"¿Cómo estás, Alfred?"
"¡Muy bien!" dijo sonriendo ampliamente, su boca llena de restos de pastel. Sus mejillas parecían haber ganado un poco de color. Súbitamente, sin embargo, noté que no estaba respirando con normalidad, como si tuviera algún tipo de problemas para inhalar por la nariz. Puse una mano sobre su frente. El me miró extrañado.
"Creo… ¡estás ardiendo en fiebre! ¿Por qué no me habías dicho?"
"No me siento tan mal…" me respondió con simpleza, sorbiéndose un poco la nariz. En ese momento lo observé intensamente, el no lo notó porque seguía engullendo su pastel. Estornudaba y con tal intensidad que sus ojos lagrimeaban, él simplemente desechaba aquellas lágrimas con el dorso de su abrigo raído. Fue ahí cuando decidí algo que parecía la opción más sensata pero que en realidad era algo relativamente alocado comparado con las cosas que yo había hecho en mi vida entera.
"Alfred… ven conmigo, puedes quedarte en mi casa." Sus ojos se abrieron en pánico, "y llamaremos a un doctor."
"¡Y-y-yo no puedo hacer eso!" Alfred negó frenéticamente con la cabeza. "Yo vivo… en el Hogar y no puedo…uhm…"
Aparté unos cuantos cabellos dorados de su rostro, y puse una mano sobre su pequeño hombro. "Pero hoy estás enfermo, necesitas de un cuidado especial. Prometo traerte a la casa de acogida mañana, si es eso lo que te preocupa. Por favor, insisto en que me acompañes."
Alfred parecía muy sorprendido, hasta dejó caer el pedazo de tarta que había estado comiendo. ¿Desde cuándo llevas pequeños niños huérfanos a casa? Me pregunté mentalmente, súbitamente la realización de lo que había decidido golpeándome en la cabeza. Parpadeé confundido un par de veces, pero sacudí la cabeza para alejar esos pensamientos. Lo único que sabía es que éste niño necesita ayuda. Miré a Alfred, y mi corazón se ablandó un poco más al ver que pequeñas lágrimas asomaban sobre sus ojos, y finalmente, asentía con la cabeza.
Tomé su mano y la escondí en el bolsillo de mi abrigo, pensando en que debería pedir un poco de infusión para enfermedades a mi vecino en la pensión, un japonés bastante tranquilo llamado Kiku Honda. Era mejor preocuparse ahora antes de que las cosas se pusieran más serias, por estos días, no era raro que mucha gente al año muriera de resfriados.
…
Ya entrada la noche, el doctor diagnosticó a Alfred con un resfrío moderado, el cual debía ser cuidado con algunos medicamentos, si esperábamos que no evolucionara a algo peor.
El médico me había costado una pequeña fortuna, pero extrañamente, no me importó.
Me dirigí a mi habitación, donde estaba descansando Alfred. Parecía bastante entretenido jugando con unos pequeños adornos de loza, que eran la decoración de mi ventana. Cuando llegamos, le pedí a la pensionista, una chica húngara llamada Elizaveta, que me ayudara con la ropa de Alfred, para que estuviera limpia para mañana. Terminó quedándose un poco más en mi casa, ayudando a Alfred a tomar un baño, y vistiéndolo para ir a la cama con una antigua camisa mía. Le caía hasta los tobillos.
Me senté en el borde de la cama, y de la nada Alfred se abalanzó sobre mí, abrazándose a mi cuello. Sentí que mis mejillas ardían, pero al mismo tiempo una agradable sensación inundó mi pecho. Le devolví el abrazo con la mayor gentileza.
"¿Te sientes mejor?" Sentí que asentía contra mi hombro. Luego lo oí sollozar.
"¿Qué pasa?"
"… creo que nunca me había sentido… tan bien… Arthur." Le acaricié el cabello mientras se secaba las lágrimas. No pude hacer menos que sonreír. "Nunca nadie se había preocupado por mí, porque bueno… piensan que soy malvado y que robo cosas, pero eso no es verdad, ¡porque yo soy un héroe!"
"Así que… ¿no robas cosas? ¿Y dónde encontraste ese paraguas que me regalaste ayer, entonces?"
"¡A-alguien lo dejó olvidado sobre una banca! ¡Pero no lo robé, lo prometo!" me dijo, mirándome nervioso.
Reí, mientras acomodaba las sábanas de la cama para que se acostara.
"Te creo. Ahora, debes dormir un poco, ¿Está bien?" El asintió, y con energía se metió entre las sábanas, luego observó con timidez cómo yo lo arropaba.
"¿Por qué me estás ayudando, Arthur?" preguntó unos segundos después, con suavidad.
"Tú me ayudaste primero Alfred, ¿lo recuerdas? Considéralo como un pago por tu amabilidad, y por demostrar que te preocupabas por mí cuando estaba solo, bajo la lluvia." Le susurré. Estaba cerrando los ojos.
Hice un gesto de pararme para dejarlo dormir, pero él atrapó la manga de mi camisa. "no te vayas," dijo, con los ojos semi- cerrados. Yo sonreí, y acerqué una silla para quedar cerca de él. "Está bien. Descansa ahora, me quedaré hasta que te duermas, ¿de acuerdo?"
"¿De verdad?"
"Sí, los caballeros no rompen sus promesas." Fue así que acaricié su cabello, y comencé a cantar muy suavemente mientras veía como su cuerpo se relajaba, y se dormía con una sonrisa pequeña y pacífica sobre su rostro.
"Buenas noches mi ángel, es hora de cerrar tus ojos,
Prometí que nunca te dejaré,
Así que deberías saber, que no importa dónde vayas, no importa dónde estés,
Nunca estaré lejos de ti…"
Notas: la letra de la canción que Arthur canta es, precisamente, la letra traducida de una canción de cuna. Se llama 'Good night my angel' de Billy Joel. Es preciosa. No la quise poner en inglés porque, bueno, es un fanfic en español XD. Link: watch?v=dcnd55tLCv8 (youtube).
Espero terminar pronto el segundo capítulo. C:
