o.O.o Alemania, 1940 o.O.o

¿Cómo se dice "te amo" a una extraña? ¿Cómo describir un regalo de los dioses? ¿Un beso del destino? ¿Cómo decir que uno está asombrado, encantado, maravillado, que si siente en otra dimensión, hipnotizado? ¿Cómo expresar por medio de palabras sentimientos que jamás uno había sentido antes?

Radamanthys, que pasaba por la GesundHeit Strass, súbitamente se sintió fijado en la vereda, inmovilizado por el aspecto radiante y a la vez serio, deliciosamente perfumada y rebeldemente vestida, sosteniendo un libro que parecía ser un ejemplar de "El Príncipe", como confirmaría minutos después, apretando la mirada para las manos blancas de la muchacha. Ella lo miraba, con una mezcla de severidad y encanto, como si nunca hubiera visto un hombre antes.

¿Qué podría ella decirle? ¿"Ich lieb dich"? ¡Ella nunca le había visto antes! ¿Cómo podría describir qué le había enmudecido, el hechizo que, de un momento al otro, la había cambiado de una joven objetiva y revolucionaria, a una chica deslumbrada y soñadora, características típicas de mujeres de la sociedad a quienes odiaba?¿Cómo explicar qué sentía cuando jamás se había sentido así?

Pandora permanecía parada delante de una librería, estática, con un libro en las manos, enamorada de él, alto y robusto, encantadoramente bello, mirándola como si jamás hubiera visto una mujer...

Él era Radamanthys McGreen, 23 años, anarquista, poseyendo, para probarlo, una cicatriz de un tiro que había llevado algunos años antes, cuando participó de una manifestación popular en Londres. Era un periodista profesional, con algunos artículos publicados, tan buenos cuanto escandalosos, hablando sobre la inminencia de la segunda gran guerra.

Una novia y un empleo espléndido lo esperaban en Londres. Tenía en su bolsillo un boleto de vuelta para dentro de dos días y en las manos, aunque fueran las nueve de la mañana, una botella de vino barato, restos de la joda de anoche.

Las palabras le martillaban en la mente: "La amo". – pensaba – "Más que eso, seremos todo un para el otro." Palabras extravagantes, producidas por sentimientos también extravagantes, bailaban dentro de él, y estaba seguro de que ella lo creería loco si pudiera leer un sólo de sus pensamientos. Todos siempre le habían dicho que era impetuoso. Le habían prevenido de pensar antes de actuar. Pero ella era...excepcional. Extraordinaria. Espectacular. Fascinante. Y era intención de los dioses que ella le perteneciera.

Caminando hacia el portón de Brandenburgo, junto a toda Alemania, para más un pronunciamiento del Kaiser, sobre la investida ofensiva de los nazis hacia Francia, Radamanthys, cruzando la embotellada calle GesundHeit fuera del pasillo para pedestres y preocupado por el artículo que debía escribir para su periódico sobre el inicio oficial de la guerra, y que seguramente sería la mejor historia jamás escrita, casi la golpeó.

Ella era joven, más o menos de su edad, cabellos negros y piel pálida, tan pálida cuanto la nieve que no acostumbraba caer en aquel movido verano alemán. Sus ojos eran negros y soturnos, pasando la impresión de que ella vivía en medio a un aura dorada que sólo a ella pertenecía. Usaba una falda negra que le iba un poco abajo de las rodillas. Una blusa muy femenina, blanca, con una capa negra por arriba. En sus pies, un par de botas y una gorra estilo francés completando su estilo.

Estando tan cerca a ella que, si la quisiera tocar, bastaba tan sólo estirar la mano, Radamanthys súbitamente sintió aroma de flores. Pero estaban en junio y no había flores en Berlín aquella época del año, dándose cuenta de que aquel dulce olor provenía de ella. El rayo que había caído sobre él lo mantenía preso al suelo, en silencio. Empezaba por enojarse de no encontrar nada interesante qué decirle, cuando estas palabras le vinieron:

- ¿Tomas?

E irguió la botella en su mano. La joven volvió su mirada hacia el otro lado, observando la calle, esperando algún tranvía.

- ¿No te vas a los portones festejar la victoriosa vuelta del Kaiser?

Preguntó, intentando una aproximación. Siendo ella alemana, como tan pronto pudo notar, por la soberbia en su mirada y la superioridad de sus acciones, además de poseer rasgos de aquel país, debía estar contenta, como toda la gente, por el éxito dispendioso del Eje.

- ¿Tú festejarías a la muerte? – ella lo encaró – Tantas personas siendo destruidas por la ambición insana de un sólo hombre. La victoriosa vuelta del Kaiser sale de nuestros cofres públicos.

Le dijo ella, con una tonada un tanto ríspida, mirándolo con unos ojos muy inquiridores. Era exactamente el tipo de mirada que él sabía que ella tenía. Dejó su ton bromista e irónico y también la encaró, muy en serio. Parecía estar frente a una situación bastante inesperada.

- ¿Te gusta la política? – preguntó, observando el libro que ella traía en sus blancas manos – No es muy común que una mujer se interese por estos temas, cuando siempre tienen en su cabeza el próximo vestido de la estación.

- Si es este tipo de mujer a quien buscas, estás perdiendo tu tiempo. Va a descubrir que me intereso por mucho más cosas que nada tiene que ver con la próxima moda. – contestó ella, secamente, encarándolo en sus ojos verdes – En mi país es una cuestión de supervivencia apreciarla, una vez que ella forja nuestros destinos a través de hombres vacíos de ideales y grandezas.

- Tiene sentido, una vez que aquellos que tienen grandeza de alma, no van hacia la política. Fue la primera práctica que impidió las personas de decidir aquello que les concierne. Más recientemente, les obligan también a decidir sobre lo que no pueden entender.

- ¿Se ha acercado para discutir sobre la telaraña que son estos conspiradores o de verdad tuvo una razón más sensata?

- Gran parte de las veces buscamos razones para lo que hacemos, pero son en general sólo disculpas y las personas que son buenas en encontrar disculpas, generalmente no son buenas en nada más.

- No me has contestado. – dijo ella – A cada bella impresión que causamos, ganamos un enemigo. Para ganarse un amigo en este país, hay que ser mediocre.

Radmanthys sonrió por el comentario.

- Tus padres deben ser personas muy afortunadas por tener una hija que no acepta el régimen impuesto aquí por los nazis. Gran parte de los alemanes lo apoyan.

- No te ilusiones. – ella lo cortó fríamente – Mi padre es uno los generales más influyentes y mi madre, aunque no esté de acuerdo, cierra los ojos para todo lo que pasa.

- Cerrar los ojos es algo terrible. – él parecía entender lo que ella sentía, pues sentía lo mismo.

Pandora seguía esperando algún medio de transporte, intentando desviar su atención de aquel desconocido, pero no conseguía. Él vestía pantalones negros, que hacían sus piernas aparentar ser más largas de lo que eran en realidad. Camisa liviana, de una tela blanca y un sobretodo del mismo color de sus calzas, tirado por encima de su hombro derecho.

Era alto, tal vez un poco menos de 1.90 m y su cuerpo mantenía un equilibrio perfecto en la distribución de huesos y musculatura. Estaba un poco bronceado y sus rasgos eran fuertes y refinados, lascivamente seductores. Hablaba un alemán razonable y fluyente, pero no intentaba ocultar su fuerte tonada británica. A Pandora le gustaban los ingleses. Por lo menos luchaban contra Hitler.

- Perdón por mi insensibilidad en acercarme así, suelo tener actos repentinos e impensables, pero, tú tienes un perfume maravilloso. Pensé haber entrado en un jardín en pleno junio. – sonrió; ella se sonrojó, pero intento mantenerse lejana.

- Quien se muestra fácilmente seducido, fácilmente se vuelve el seductor. – comentó ella.

- El desprecio es la mejor arma de seducción. – dijo él, mirándola con un poco de ardil. – El hombre que no seduce a una mujer, está amenazado de ser seducido por ella.

- ¿Está intentando seducirme? – ella lo encaró con las cejas fruncidas.

- No intento, yo seduzco.

Él la encaraba, con firmeza y dominio. Y de golpe reconoció en ella el ideal que buscaba y que jamás había sido capaz de encontrar. Aquel aire de diosa, aquel cuerpo amoroso donde vibraba, bajo líneas de un mármol antiguo, una pasión caliente, ondulada, nerviosa. Y así quedaron, mudos, traspasándose con los ojos, como si de golpe hubiera sucedido una gran y tenebrosa alteración en todo universo y ellos esperaran, suspensos, la resolución de sus destinos.

- ¿Cómo si llama el perfume que usas? – preguntó él, rompiendo el silencio agobiante que se había instalado.

Pandora lo sintió tan cerca de ella cuanto permitía la civilidad.

- No hay un nombre. Uso un poco de cada. Tal vez esta mezcla haya producido el aroma que te atrajo. – contestó, hojeando nerviosa el libro.

Sus compañeros estaban retrasados. Pero de cada vez que pensaba que se tendría que ir, y que nunca más lo volvería a ver, sentía un aprieto en su corazón. Estaba atraída hacia aquel inglés, admitía. Por otro lado, se sentía arrastrada por sus deberes como partidaria del Movimiento Comunista Alemán. No era fácil pelear con su propio padre.

Súbitamente las campanas de la catedral sonaron fuertes y bulliciosas, iniciando las solemnidades. Los alemanes se precipitaron todos hacia Brandenburgo, para escuchar el discurso de uno de los más influyentes líderes nazi: Johann Heinstein, su padre. Pandora tembló, sintiéndose erizar y cerró el libro con fuerza y rabia. Toda Berlín parecía en fiesta.

- Venga conmigo. Soy periodista y tendré que escribir una materia sobre el andamiento de la guerra para los periódicos londinenses.

Radamanthys sonrió, ofreciendo su mano.

- Sería muy interesante, pero de verdad no puedo ir contigo. He preparado algo para hoy.

Dijo ella, sin buscar ocultar su decepción. El intervalo en que fueron impedidos de charlar por cuenta de las campanas y del tumulto, la hizo poner su cabeza en orden de nuevo.

- Yo y mis compañeros haremos una protesta armada.

Exageró ella, una vez que iban al discurso para protestar en medio de una muchedumbre alienada. Era un grupo aún desconocido, no tenían voz activa de gran peligro para los nazi. Lo que les garantizaban la vida, aún. Pero también Radamanthys había exagerado al decir que trabaja para varios periódicos ingleses, una vez que no tenía empleo fijo y aún estaba haciendo pruebas. Y que su historia sobre la guerra sería su pasaporte, quizá, hacia una propuesta humilde de sueldo.

- ¿Y los rebeldes no hacen huelga? Tómate el día, quizá yo pueda hacer lo mismo. Tus compañeros podrán pasar sin ti.

- No creo...- ella sonrió.

Aquella linda sonrisa llena de vida. Ella sonreía con intensidad, energía y total abandono, aunque no fuera capaz de expresar sus sentimientos con la misma facilidad. Seria, ella era excepcionalmente bella. Sonriendo, era simplemente inolvidable.

- Quizá más tarde, luego de los pronunciamientos. – imploró él – No voy a desistir. Pegaré en ti hasta que aceptes mi invitación.

- Tú eres muy aburrido. – comentó ella, entre irónica y satisfecha.

- No la dejaré escapar.

Él hablaba con pasión y atrevimiento, como si su vida dependiera de aquella respuesta.

- A las 20:00, entonces.

Dijo ella, cediendo a su pedido. Ella merecía un descanso como todo mundo. Radamanthys sonrió adentro.

- A las 20:00 estaré aquí. – confirmó él - ¿Cómo te llamas?

- Pandora. – habló ella con amistad.

- Quédate con la botella, Pandora. Esa es mi garantía de que volveré aquí. – le entregó la botella – No la tomes sin mí. Espéreme aquí, en este exacto lugar.

Pero ella había desviado su atención hacia un grupo de jóvenes dentro de un coche muy extraño. Ella le sonrió a él, como despedida y subiendo en el vehículo, desapareció en medio de la multitud de alemanes satisfechos de la sangre francesa. Hitler había tomado, aquella semana, la ciudad de París.

- Ella sabe qué quiere. – comentó consigo – Creo que tendré problemas.

Dijo, arreglando su gorra, prendiendo un cigarrillo y caminando por las calles llenas de gente.

Radamanthys pasó el día caminando por Berlín, observando y oyendo. Aunque fuera verano, hacía un cierto frío, y la escarcha cubría las ramas de los árboles. A lo largo del camino de las festividades, los aviones hacían maniobras en el cielo, el rugido de sus motores competiendo con el repique de las campanas, el clamor de las bocinas de los autos y los gritos alegres de los ciudadanos alemanes.

Entrando en un restaurante, en cuya puerta había una placa donde se decía, en letras inmensa: prohibida el ingreso de judíos, él pudo escuchar, infiltrándose anónimamente en un grupo joven nazi, la llamada juventud Hitlerista, cuanto la guerra causaría la valorización del Marco, moneda vigente en Alemania en la época.

Los cocineros hablaban con entusiasmo sobre los nuevos platos que estaban armando y comercializando, dándoles en homenaje, el nombre de cada ciudad conquistada y saqueada por el Kaiser.

En la calle Milsch, el semblante cansado de las prostitutas alemanas, con sus rasgos autoritarios, demostraban que jamás habían tenido tanto trabajo como aquel año. Incluso, muchas exhibían nuevos ligueros a sus clientes. Atravesando un barrio conocidamente judío que, Radamanthys notó con un cierto amargor en el corazón, empezaba a disminuir su flujo de gente en circunstancias desconocidas, él avistó una mujer, ya entrada en años, sentada en una de las veredas.

Llevaba vestes negras y por su apariencia y sumisión en la cara, seguro se trataba de una hebrea. Radamanthys se le acercó cuando ésta, levantando sus ojos, lo encaró, percibiendo su presencia. Tenía lágrimas en los orbes. Preguntando si pasaba bien, ella simplemente le entregó un papel plegado con una raya negra. Agarrándolo, el joven pudo leer el anuncio de la muerte de un muchacho, probablemente hijo de la señora, que había sido asesinado en uno de los muchos campos de concentración que se habían propagado por todo país.

- ¿Cómo pudo saber sobre eso? – preguntó el joven - ¿Cómo esta información tan concreta, confirmando, sin sombra de dudas, la existencia de campos como este en Alemania, pudo llegar a usted? - Aquella carta le serviría espléndidamente en su historia. Necesitaba sacarle una copia.

- Tengo un amigo infiltrado en el partido. Comandaba el campo para donde mi hijo había sido transferido. – contestó la señora. – Ni todos los nazi están en la punta más fuerte, muchos miran a quienes están en la otra, más débil. – sonrió con ternura.

A las cuatro de la tarde, hambriento, resolvió entrar en un restaurante barato, en un barrio humilde, ubicado en una de los callejones inmundos y fétidos de la capital alemana. Era frecuentado por grupos alternativos, como actores ambulantes, cantantes callejeros y pintores obscuros, no menos perseguidos por los nazis. Por estos tiempos, aún mantenían gran parte de sus terribles acciones por debajo del tapete.

Un amigo suyo, Aiacos Shibal, nacido en Nepal, radicado en Inglaterra luego de dejar su patria por las horribles guerras civiles existentes en su tierra natal, también periodista en Londres, lo había reconocido y fue hacia la mesa del fondo donde el rubio se había sentado. Llevaba un traje oscuro y que denotaba cierto poder adquisitivo. El joven londinense irguió las cejas al observarle la indumentaria, con el sueldo que recibía un simple periodista en Londres, no pudo haberse comprado aquella ropa.

Diferente de Radamanthys, Aiacos era un idealista, pero discreto, dándose el lujo del capitalismo. Eso y su personalidad adaptable, facilitaba su ingreso en diferentes grupos sociales. Podía conspirar con un nazi y al otro día abrazar a un judío. Siempre decía que era vital mantener sus "relaciones".

- Hola, hombre...- le golpeó a Radamanthys en el hombro - ¿Cómo van tus historias? No sabía que ya habías llegado a Berlín.

- No hace mucho que aquí estoy y ya me muero por irme. – decía Radamanthys, sin mirarlo – Y mis textos van bien...

Confirmó, sin mencionar sus textos devastadoramente políticos que se estaban acumulando en su escritorio y en su cabeza.

- ¿Cuándo me los dejarás leer? Sabes que te puedo ayudar. – comentó el oriental, haciendo un gesto comprendido por el amigo. El rubio le ofreció una mirada irónica.

- No necesito tu ayuda. A parte ando sin tiempo para recoger las mejores, andan propagadas por la pieza diminuta que ocupo en esta ciudad gris. – contestó el inglés – Siempre necesito interrumpir mi trabajo para hacer un poco de justicia.

- Ya te he dicho muchas veces que te alejes de esta idea ridícula de Comunismo. – Aiacos hablaba como su padre – Eso puede destruir la carrera de un hombre. Mire que están siendo perseguidos y no te agarres en el hecho de que eres inglés, para los nazis eso no importa.

- A los nazis no les importa nada, sólo la satisfacción del Ego del Kaiser. Esta guerra es una masacre de hombres que no se conocen en beneficio de otros que se conocen, pero no se masacran.

- ¡Así que estás metido con estos vagos!

- Si no cerrar mis ojos para la maldad es ser un vago...sí...- comentó, recordándose las palabras de Pandora.

- No debías desperdiciar tu talento escribiendo tonterías. Puedes llegar a ser un gran periodista o quizá escritor de libros.

- Nunca has leído una palabra siquiera de lo que escribo yo sobre política o cualquier otra cosa. – sonrió Radamanthys, soltando una inmensa bocanada. - ¿Cómo puedes saber si tengo o no talento?

- Consigo olfatearlo. Además, ya he visto algunos de tus reportajes.

Radamanthys encogió sus hombros. Gran parte de las veces, se sentía seguro sobre su profesión, en otras, parecía un niño, sin saber bien adonde ir. Sabía sobre qué quería escribir, sin embargo, parecía que a nadie le interesaba saber qué estaba pasando en el interior de Alemania.

- ¿Sabías que los nazis están enviando prisioneros para supuestos campos de trabajo? – preguntó a Aiacos, luego de algunos minutos.

- Menos mendigos por las calles. – respondió el oriental – Sólo sirven para ensuciar las calles y aumentar la peste.

- Lo que pasa, amigo, es que estos mendigos que ensucian la calle son dueños de propiedades, incluso en el extranjero. – contestó el rubio – Son banqueros, en gran mayoría y los alemanes quieren eliminar todo aquel que crean representar una amenaza hacia la economía alemana, ¿me entiendes?

- Vale, pero si un día yo tuviera el poder, también haría todo para mantenerlo. El mundo es así, amigo...- Aiacos sonrió – Dale poder y dinero a un hombre y conocerás su verdadera cara. El Kaiser no es diferente de tantos otros en nuestra historia. Sólo intenta alejar sus enemigos.

- ¿Matando etnias enteras? ¿Niños? Nunca he escuchado que niños hayan sido muertos por representar un peligro.

- ¿No? Está en la Biblia. ¿Acaso no eres anglicano? ¿Qué ha hecho Herodes?

Radamanthys buscó un argumento, pero sabía que era imposible competir con Aiacos, un verdadero defensor de la derecha. Parecía ciego a los hechos, o fingía. Así le pareció a Radamanthys. Tal vez eso le era más conveniente. No servía hacerlo entender.

- ¿Dónde estás hospedado? – preguntó Aiacos, cambiando de tema.

- En un hotel barato. Un verdadero antro, pero con compañías muy interesantes. Diferente de los lugares en los cuales sueles ir. Mucha plata, poco cerebro.

Apagando su cigarrillo en el cenicero, Radamanthys quiso levantarse, pero volvió a sentarse cuando el plato que había pedido llegó. Tenía mucha hambre.

- El Dayly Star tal vez me contrate. – comentó – Pretendo volver a Londres y hacer mi vida. La guerra no es eterna, un día terminará y cuando eso suceda, tendré que buscar otro medio de ganar mi pan.

- ¿Por qué no vas a los EEUU? Londres no es Nueva York. La América es el futuro. – sonrió Aiacos.

- Tal vez algún día. Cuando tenga plata suficiente, podré llevar a Emma para vivir allá. Siempre habla de que sus amigas están locas por las tiendas y modas americanas. – sarcástico, con la boca llena de comida.

- Es una mujer sensata. Se preocupa con su prometido, intentando alejarlo de las perdiciones. Desprecio las mujeres que se meten en grupos estudiantiles y guerrean como un hombre. La mujer fue hecha para la delicadeza y la mediocridad.

- Puede ser. Capaz que por eso siempre casamos con la segunda y nos enamoramos de la primera. Bueno, me tengo que ir. – dijo, alejando el plato y levantándose.

- Hasta luego, entonces. – dijo Aiacos, sin erguirse, apretándole la mano. – No te olvides de avisar cuando vayan a vivir en Nueva York.

Radamanthys meneó la cabeza, saliendo y alejándose lo más rápido posible. Diversas veces le había prometido buscar su influencia con dueños de agencias americanas, pero sus caminos siempre desencontraban. Mientras caminaba por la ciudad, empezó a formular la historia que escribiría para su reportaje. Y cuanto más las palabras tomaban forma en su mente, más pensaba en Pandora. Más hipnotizado y fascinado quedaba por aquella mujer.

Vez u otra se recordaba de Emma, su prometida, y se sentía culpable, principalmente en saber que ya le había deshonrado. Pero el ruido de la ciudad y la seguridad en su propio talento, y especialmente la irresistible y violenta pasión que Pandora le había despertado, lo hicieron olvidar fácilmente de su consciencia pesada.

Estaban en Berlín, una ciudad que hervía, temblaba, revolcaba a cada instante. La guerra había empezado, el mundo se asustaba, el destino era incierto. Él era joven, aún soltero, pues el casamiento sólo sería dentro de 2 meses, y tenía toda su vida por delante. Una vida que compartiría con Emma. Una única y simple aventura, con un final agridulce, no le haría mal.

Él daría a Emma mucho más que eso, como recompensa. Radamanthys, con una gran paz de espíritu, pasó el resto de su día en las nubes, lindas nubes florales, como el recuerdo del perfume de Pandora. Y quedaba radiante cuando, mirando el reloj, veía que los punteros se acercaban cada vez más a las ocho de la noche.

o.O.o Continua o.O.o