Caja de pájaros
Ŧerrorífιcα Łιbélulα

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Disclaimer; Todos los personajes aquí mencionados son referentes a la serie de animé/manga Naruto, cuya autoría corresponde a Masashi Kishimoto. Asimismo asumo que el uso de ellos está deseo único de ambientar la presente historia, por la cual, no recibo lucro de ninguna especie.

Advertencias; Universo alterno. Leve OOC. No menciones explícitas de personajes.

Dedicatoria; Al Elfo que es increíble-mente gay y a las gachas de cereal.

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Nunca supimos si en verdad ella era una mujer de carne y chambritas en piel de corazón, porque el día en que abandonó el «más acá» dejó un mensaje de despedida, sin auxilios y más enamorada de la desesperación, en los lápices de maquillaje y en el bolso Prada esparcidos por los suelos. Ya desde antes intuíamos nosotras que ella era una insensata, pero ese hecho macabro y fuera de fashion, había sido sólo el asentimiento silencioso del que nos parecía una escena pecaminosa al estilo criminal de las series americanas.

Aldeanos iban, aldeanos venían en procesión frente al caserón de los desafortunados. Parecían zombis electrónicos con ese rostro quejumbroso y dubitativo en pobrísima imitación de Colombo. Aunque creo también, estaban programados de las médulas oculares para canturrearnos aquel blues de letanías celestiales e infernales, que iban desde un do menor de «Arpías malditas, ya verán un día» hasta un sol mayor de «¡Descaradas mujeres, éstas!». Nosotras éramos jóvenes ese veintiuno de abril; reíamos cual hienas al pie de la desgracia y quebrábamos en mil libélulas, el musical nocturno compuesto por su inigualable juicio de brujas inexistentes en pleno jardín.

Hacía una sábana de lenguas de bueyes privada de margaritas en justo cielo, un aroma añejo de ocotes que cimbraba cada partícula de ese bullicio de imaginación carmín y bobalicona, mientras nosotras —mujercitas hilanderas, algo cuentistas o detectivescas— reconstruíamos animadamente la historia tras los fatídicos hechos de la tarde, porque era casi seguro que nunca olvidaríamos algo como aquello en millones de años. Para nosotras… ciertamente, no consiguió ser un cuento más lo que nuestros pechos soñadores sugerían y, raudos como liebres, se convirtieron en festín de confesiones impúdicas, asimismo; engreídas.

Por lo que cuando la primera confesión brotó de los labios de una, dimos espanto inglés en un «Oh, my god!» al vocablo cloroformo, al apellido «Traumatismo de Fémur» y después, a lo menos yo, quinientas lágrimas a la aorta tras embarullarme con su prima lejana «aborto». Entonces fue turno de la otra, que no yo, de pintarrajear suposición de cuánta barbarie ocurriría en el aposento de la princesa, en el cual —según ella y el feminismo de su multifacético idioma— aconteció un estupro salvaje para mi debilidad cardíaca y donde realmente la sangre no manchó, sí, a través de su Maquiavelo interno, alborotó para mal contra los blanquecinos tapices.

Llegado mi turno ajetreé una curva de sandía resplandeciente, unos cachetes atosigados por un infinito rubor minimalista, una voz —finalmente— mascullando un «no sé» light. Mas, oh Dios, vaya que lo sabía. Es que los sucesos no eran criminalísticos, quise decir a pesar de cuan delicioso era saberse dueña de un secreto como tal, y admitir que todo era una épica de Stephenie Meyer, no obstante falta de chucherías traga-sangre. Deseé no menos que lo anterior, contarles sobre Hinata que se había chispado en tango a los mismísimos astros, aterrorizada por tenues y pájaros cautivos de sí y un singular monstruo que la aguardó en el alféizar cerca de los últimos días de diciembre, y de los ojos fuego de éste. No me lo creerían.

Y Quiroga… pues Quiroga ya estaba muerto.


Terrorífica Libélula ©