Catherine odiaba llorar en las despedidas. Aprendió de pequeña que las lágrimas eran inútiles. Fue incluso antes de que aprendiera que no detendrían a su papá de cruzar la puerta cada vez que lo llamaban en alguna de sus misiones; antes de que se diera cuenta que le hacían doler la cabeza y le hinchaban los ojos.
Su mamá nunca lloraba. Se paraba bajo el umbral de la puerta, con los labios torcidos en una sonrisa y lágrimas que nunca caerían, cada vez que tenía que despedirse. «Con el tiempo», decía, «es más fácil decir adiós.»
(Aunque nunca menos doloroso.)
