Corremos juntos hacia la Cornucopia. Peeta a mi lado. Mutos por todos lados, detrás, delante, pero seguimos corriendo. Peeta me ayuda a subir y ya estoy sobre la Cornucopia. Me doy vuelta pero no lo veo. Grito su nombre, lo aúllo casi, lo busco. Doy vueltas sobre ese techo dorado en forma desesperada y no logro encontrarlo. Lo mutos atacan, Cato ataca y él no está. Grito su nombre una vez más y, de repente, ahí está: lejos e iluminado por una luz que sólo lo baña a él. Me mira con tristeza en los ojos. Una tristeza provocada por la traición y el engaño. Levanta su mano como en un saludo, da media vuelta y comienza a caminar hacia la oscuridad hasta perderse. Vuelvo a llamarlo y a pedirle que no me deje. Se lo ruego, pero él ya no está y un torbellino de mutos, caras de Cato, Snow y hasta una sucesión de rostros deformes del Capitolio comienzan a atacarme. Caigo de rodillas completamente derrotada y me hundo en las peores de las sensaciones: soledad y abandono. Ahí desperté, empapada en sudor, temblando y aún gritando su nombre.
Me levanto de la cama y me acerco hasta la ventana de mi cuarto desde donde puedo ver que la luz de su habitación está prendida, ¿tendrá pesadillas también? Al vislumbrar el movimiento de su sombra detrás de las cortinas me doy cuenta de cuánto lo extraño. Porqué lo extraño. Muchísimo. Vivimos a metros de distancia y apenas si nos vemos. De hecho, estoy segura de que nos estamos evitando. Si por accidente nos encontramos frente a frente, solo podemos balbucear un tímido "hola". Acto seguido, salimos disparados cada uno en una dirección contraria. Solo un día tuvimos una charla un poco más extensa: mi labio superior estaba sangrando y él me ayudó. Fue un día casi al amanecer y en esa media luz, todo parecía más dramático. Luego, fueron solo tímidos "hola". En general, podía vivir así, hacer como que no pasa nada, anular el pensamiento y continuar con mi rutina diaria por más precaria que esta fuera. Pero, en momentos como este en los que mi guardia esta baja, todos mis sentimientos me envuelven como en un remolino que me eleva a la vez que me golpea contra el suelo. Ahora quisiera correr hasta su casa, abrazarlo, sentir sus fuertes brazos rodearme, la seguridad y la protección de su cuerpo. Oír y sentir su respiración, escuchar su corazón latir bajo mi oreja. Pero cuando estoy a punto de accionar el sólo hecho de pensar en verlo me paraliza.
No puedo enfrentarlo. Sobre todo, porque no sé qué decirle. No sé cómo dirigirme a él ni tampoco he querido que nos vieran juntos. No quiero ni puedo lidiar con las preguntas de nadie. Aunque no hubo quien me dijera algo al respecto, ni siquiera mi madre o Prim, lo cierto es que podía escuchar las preguntas en sus cabezas.
Odiaba que la gente del Distrito 12 me hubiera visto caer ante semejante tontería como el amor. Detestaba que me hubieran convertido en "la novia de Panem". Nunca creí que algo tan terrorífico como los Juegos se hubiera convertido en algo tan… "tierno". Y Peeta y yo fuimos los responsables de eso.
Me sentía juzgada y sentía que había traicionado a toda la población de mi distrito; a Gale; a la memoria de mi padre; a toda la gente de la veta y del Quemador. Y, sobre todo, a mí misma. Cuando mi padre murió y ví en el estado en qué quedó mi madre, casi catatónica e inútil por completo, sentí lo que podría llegar a provocar el amor romántico, como el hecho de entregar tu vida a otro y pasar a depender por completo de él te dejaba en un completo estado de debilidad. Así que, en los años posteriores mi único objetivo en la vida fue el de luchar contra el hambre. Cazar y negociar con mis presas. Hacer pequeños trabajos aquí y allá como para obtener unas monedas y poder comprar ciertas cosas que no estaban al alcance del trueque por carne de caza. Proveer para mi madre y mi hermana. Alrededor de eso giraba mi vida. Y así hubiera continuado hasta el fin de mis días si no hubiera sido por los Juegos. Ya no era esa chica que pasaba desapercibida (o por lo menos así lo creía yo) al caminar por las calles polvorientas de la Veta o que vagaba de puerta trasera en puerta trasera de las casas de la ciudad. No, ahora estaba señalada. Marcada. Todo el Distrito sabía quien era. ¡Todo el país sabía quien era! Y sentía que conocían a una chica que nada tenía que ver conmigo o con la mujer que planeaba ser.
Luego de la declaración de Peeta en la entrevista con César, mi destino cambió. En vez de convertirme en una mujer que nunca tendría novio o se casaría como tenía proyectado y decidido, pasé a ser lo contrario: una loca de amor. Tan loca que estaba dispuesta a sacrificar mi vida por él. Sí, es verdad, estaba dispuesta a hacerlo. De hecho, casi lo hacemos. Pero mi impulso no fue el de una adolescente romántica y totalmente idiotizada por un enamoramiento juvenil. Mi decisión de sacar esas bayas obedeció más a la lealtad hacia un compañero en una situación en la que ambos estábamos condenados y no tanto al de una mujer completamente enamorada que nunca podría continuar su vida sin él. En realidad, también fue por eso, quiero decir, no hubiera podido seguir adelante con el recuerdo de su muerte delante de mis ojos. O que hubiera muerto por salvarme. Mi espíritu hubiera quedado doblegado. Cuando estaba agónico en la cueva sentía que mi propia vida se esfumaba con él. ¿Qué me pasaba entonces con Peeta? No lo sabía. La palabra confusión parecía quedar corta como para describir lo qué ocurría en mi cabeza.
Esta no es la primera vez que lo espío. De hecho, lo hago mucho. Hasta tengo un cronograma mental de sus actividades y así sé en qué horarios dónde o cómo puedo espiarlo. Por la noche, antes de irme a dormir, lo espío como ahora, por la ventana de mi habitación hacia la suya. Por la madrugada, cuando me preparo para ir al bosque, me quedo mirando por la ventana de la cocina como amaza o sea lo que fuera qué hace. A veces hasta me escabullo en su jardín, me escondo detrás de un viejo roble que está cerca de uno de los lados de su casa desde donde se ve la ventana de su estudio y miro como trabaja en sus pinturas (de hecho, fue así cómo descubrí su afición por el arte). Me gusta mirarlo, espiarlo así, sin que registre mi presencia. Me transmite tranquilidad. Algo en el brillo de su pelo, en las formas de su perfil, en los relieves de su espalda. Sus pestañas, sus brazos… sus brazos a mí alrededor, protegiéndome en un abrazo que me provocaba una sensación de seguridad que hacía mucho no sentía; sus ojos, azules, profundos; su mirada, dulce y abierta; su sonrisa cálida y contagiosa; sus besos… ese beso. Ese beso que me hizo desear más…. Y, cuando llego a ese punto, dejo de espiar. No me parece correcto… ni espiarlo ni sentir lo que me hace sentir. Me empiezo a sentir incómoda conmigo misma y mis emociones. Y me da miedo de que me pesque. No sabría qué decirle o qué explicación dar si alguna vez llegara a descubrirme.
Seguramente me pondría tan colorada que se daría cuenta. ¿De qué? No sé realmente… ¿Y Gale? No lo espío así pero a él lo veo. No a diario como antes ahora que trabaja doce horas por día en las minas pero sí los domingos, su día libre.
Recuerdo cuánto y cómo esperé ese primer domingo que pasamos juntos luego de qué toda la locura post Juegos terminó y el Distrito volvió a su tranquila rutina. Me levanté varias horas antes de la madrugada ansiosa tanto por ver a Gale como por volver a mi bosque. Agarré mi bolsa de caza y la llené de comida. Preparé un termo de té, llené una botella de agua y me dirigí a mi vieja casa. Allí me transformé nuevamente en la Katniss que Gale y yo conocemos: me puse las botas de caza, la campera de cuero de mi padre y me trencé el pelo hacia el costado como siempre. Caminé hasta la reja que nos separa y "protege" del bosque y me cercioré de que no estuviera electrificada. Como de costumbre, no lo está. Pasé por debajo de ella, tomé mi arco y flechas del hueco del tronco y me dirigí hacia nuestro lugar de encuentro: la piedra plana que se encuentra en el primer claro luego de pasar la verja. Me senté a esperarlo y a disfrutar del silencio del bosque. Sentía que a medida que pasaban las horas, me reconectaba cada vez más conmigo misma. Sentí como la Katniss pre Juegos volvía para reclamar sus dominios y por primera vez en meses, volví a sentir cierta tranquilidad. Esa tranquilidad que se debe al saber quien éres y que se espera de vos. Al estar en un contexto conocido esperando a alguien que conocés muy bien y quien te conoce muy bien. Alguien que no te haría sentir algo sorpresivo y para lo que no estabas preparada. Alguien por quien sabes lo que sientes a la vez que honras ese sentimiento. Gale era mi amigo, mi mejor amigo. Era mi compañero de caza con todo lo que ello implicaba: cuidarnos y protegernos el uno al otro. Equidad en el reparto del botín y luego, al volver a la ciudad, asegurarnos de que ningún agente de paz nos atrapara y, si lo hacían, dar el discurso acorde a la situación (teníamos varios ensayados y dispuestos para diferentes escenarios posibles). Con Gale siempre sentía que mi espalda estaba cubierta y que de esta manera compartía con él un poco la carga de ser la proveedora de mi familia aliviando así el peso al transitar por esta vida.
Pero ese día, en vez de encontrar la contención de Gale, me encontré con su frustración y subsecuentes reproches.
Apenas apareció, unas tres horas luego de que amaneciera, volé hacía sus brazos.
- "Catnip", "estás viva", "estás aquí", murmuró en mi oído una y otra vez.
-"Aquí estoy, sí, aquí estoy", contestaba yo cada vez mientras lo abrazaba con todas mis fuerzas e inhalaba el aroma que emanaba desde su cuello: carbón y pino, como mi padre. Por primera vez desde que había vuelto al Distrito 12, me sentí en casa. Luego de unos 20 minutos más o menos, separamos el abrazo y nos miramos a los ojos. Los míos llenos de lágrimas y alegría por el reencuentro, los suyos, llenos de ternura y, ¿tristeza?
- "Gale, ¿está todo bien?", pregunté enseguida preocupada por su madre o alguno de sus hermanos. "¿Es Possy?, ¿ella está bien? Podría ir a ver a mi madre si quieres. Yo lo arreglo en seguida…"
- "Possy está bien", dijo con una risita en la voz y sin dejar de mirarme. "Están todos bien. ¿Tú estás bien?" Y cuando estaba por abrir mi boca para contestar, me besó.
Quedé atónita. Sus labios eran cálidos, un poco duros y partidos por el clima pero enseguida se humedecieron. Sentí como si mi estómago estallara en mil pedazos y subiera como metralla hasta mi garganta. No sé si contesté el beso o sólo me dejé besar pero sí sé que no fui yo la primera en retirarse. Fue él.
