Como siempre

Como siempre

La cena transcurre entre suspiros y tintineos de copas.

Alguna que otra frase inútil cruza la larga mesa tratando de esbozar entre ellos un puente que se hizo añicos desde la primera vez que se dieron cuenta de que nunca podrían hacer el amor.

Ella se levanta erguida y él la sigue.

No pasean, simplemente se deslizan por los amplios corredores de una casa que les viene grande hasta llegar a la habitación. La cama de matrimonio se ríe de ellos, a carcajadas, y al echarse sobre ella sienten que están profanando un templo al que tienen prohibida la entrada.

El hombre, confuso y frustrado, la posee con la fiereza de cada noche, esperando, tal vez, que ella se rebele contra su injusto castigo. Sin embargo, inmutable, la muñeca pálida se deja hacer, inerte y frágil y cuando las poderosas manos de su marido la aprietan con brusquedad ella solo siente unas manos blancas y delicadas reptando por su piel.

La marca de su brazo palpita imperceptiblemente, y el rugido animal de Rodolphus Lestrange ahoga su suspiro de amor, que escapa por la ventana abierta, tratando de encontrar a su verdadero amo.

Las apariencias la obligan a sonreír al rostro animal de su acompañante, pero dentro, bajo el pecho erguido y la mueca orgullosa, la niña estalla en sollozos.

Como siempre.