Flores para Kise

Un accidente inesperado

Sonaba el tamborileo de sus dedos contra la bajita mesa de centro. Kise estaba sentado en el suelo, de piernas cruzadas, mirando intensamente al dueño de la casa donde se quedaría un par de semanas en lo que arreglaban el desperfecto de las tuberías en su departamento de Tokio. De todas las personas, ¿por qué Aomine se había ofrecido a alojarlo? ¿Le estaría devolviendo algún favor? Era cierto que ambos no tenían una mala relación. Además del básquet, habían encontrado que a ambos les gustaban los perros grandes y ver películas de acción o de súper héroes los viernes por la noche. De ahí en más, casi no se llevaban; sus personalidades chocaban si uno de los dos no estaba dispuesto a cooperar y en otros casos, a ceder.

—Aominecchi.

Lo llamó, pero el moreno ni se inmutó ante el hastiado tono de voz del modelo. Ryota apretó los dientes, comenzando a sentir la rabia subirle a la cabeza. Trató de controlarse. Contó hasta diez y lo volvió a llamar, elevando un poco el tono.

—Aominecchi —incluso ahora, Daiki no se molestó en quitar los ojos de la revista de lindas modelos que tenía en las manos. Si había algo que Ryota Kise odiaba, era justamente lo que Aomine estaba haciendo con él: ignorarlo. Eso, y la gente que insistía en asumir su delicadeza, le hacían hervir la sangre a más no poder—. Aomine, escúchame cuando te hablo —gruñó, y fue capaz de entrever una sonrisa socarrona formándose en los labios del otro. Ya estaba. Eso era todo— ¡Daiki Aomine! ¡Si te atreves a seguir ignorándome te vas a enterar! —Le gritó, dejando que todo el enojo contenido saliera.

—Relájate un poco —fue lo único que obtuvo como respuesta. Kise, temblando, se levantó de su lugar y dio la vuelta a la mesa para arrebatarle el libro de las manos al otro—. ¡Mierda, Kise! ¡Devuélveme eso!

—¡No hasta que te dignes a escucharme!

—¿Por qué tienes que ser siempre así? Por favor, no seas ridículo. ¡Era un puto hámster!

—¡Pero era mí puto hámster! Dijiste que lo cuidarías y fue una tarde, Aomine. Una tarde te lo encargo y cuando vuelvo está muerto —rebatió, rojo hasta las orejas por su nula costumbre de decir garabatos. Aomine se pasó una mano por el cabello y se echó hacia atrás para quedar de espaldas tumbado en el suelo alfombrado. Durante tres minutos (que Kise cronometró) se quedaron así: Ryota de pie con la revista en las manos, y Daiki tirado en el suelo con los brazos tras la cabeza.

—¿Y qué importa? —Dijo el dueño de casa por fin, tomándolo por sorpresa— Esa cosa se iba a morir en algún momento, ¿o no? —Siguió, irguiéndose—. No duró nada, igual que tu genio de diva.

—Ambas cosas habrían durado más si no fueras tan imbécil. ¡Y no tengo genio de diva! —Gritó, sin poder controlar los altos decibeles que estaba tomando su voz.

—Deja de gritar, está comenzando a dolerme la cabeza.

—¡Es culpa tuya que lo haga! —Continuó insistiendo— Me iré. No te soporto. No sé en qué momento accedí a terminar las vacaciones de verano aquí contigo —dijo en tono de amenaza.

—Que tengas suerte buscando a alguien que te aguante —dijo Aomine mientras estiraba la mano para que el rubio le devolviera la revista. Kise sintió cómo su cuerpo entero temblaba, y consumido por el enfado le lanzó la publicación a la cabeza y se dio media vuelta para ir hasta el recibidor, agarrar sus audífonos, el celular y colocarse los zapatos. Sin molestarse en tomar la copia de las llaves de la casa que le había dado Aomine, abrió la puerta.

Con un portazo estridente salió de la casa.

•••

No habían pasado dos minutos y Daiki había comenzado a arrepentirse. Sólo un poco. Kise no se iría de la casa, lo tenía más que claro. En algún punto de la tarde volvería y tocaría el timbre. Pero eso, además de probar que el modelo era una persona emocionalmente volátil, era inconveniente.

Decidió que sería muy mala idea tener al rubio sin hablarle por el tiempo que viviera en su casa, ya que aparentemente no tenía intenciones de ir con su familia a pasar el tiempo. Sería incómodo, y simplemente no era capaz de echarlo, como había creído. Tal vez, hasta se comportaría como una verdadera mujer enfadada con su marido, dejándole post-its por toda la casa en vez de dirigirle la palabra. Todo por un estúpido hámster viejo.

Un estúpido e importante hámster viejo.

Así que chasqueando la lengua corrió hacia el recibidor, se puso un canguro azul mientras se calzaba las zapatillas blancas y salió tomando las llaves de Kise. En el último minuto, agarró el celular sólo por si las moscas.

—Tal vez esté en la muralla… —se dijo, y en el momento en que abrió el portón miró a los lados, esperando verlo recargado contra la pared, sentado en la calle. Kise no estaba allí.

No sabía hacia dónde ir. Ryota podría estar en cualquier parte. Se detuvo en medio de la calle, agarrándose la cabeza con ambas manos, tratando de imaginar un lugar.

—A ver, a ver. Si yo fuera Kise y estuviera como un humor de la puta madre, ¿a dónde iría…? —Se mordió el labio y dio con una parte— ¡El parque que está a dos cuadras! —Se sonrió con orgullo por su inteligencia y partió a toda carrera para probar suerte allí, evitando los autos que iban por su camino, saltando un par de cercos, arbustos y perros también. Dobló en la esquina de la calle correcta al tiempo que formulaba una disculpa que sonara coherente y que no fuera a encender nuevamente el humor del rubio.

Cuando divisó el parque vio también al modelo cruzando la calle. Tenía las manos en los bolsillos, los audífonos puestos y cara de tristeza, lo que hizo que Daiki se sintiera casi culpable. Miraba hacia adelante sin mirar, sin fijarse realmente en el camino, en el semáforo en rojo y en el Mercedes negro que iba directo hacia él a toda velocidad.

•••

Kise estaba hecho una fiera al salir de la casa.

No se atrevía a volver a recoger sus cosas, porque sabía que no era capaz de pedirle a nadie que lo acogiera un tiempo y eso lo emputecía aún más. No quería tener que explicar nada a nadie. Volvería en la noche, cuando Aomine estuviera dormido —¡Mierda! ¡Las llaves!—y al día siguiente actuaría de ofendido hasta que el otro se disculpara por haber dejado morir a su viejo hámster cuando él estaba fuera en una sesión de fotos para una revista nueva… Pero Aomine tenía razón, ¿o no? El animalito ya se estaba muriendo cuando lo sacó de su departamento. Era lógico que el brusco cambio de ambiente del cálido hogar de Kise al frío de Aomine hiciera mella en la salud del hámster.

Con ese pensamiento estuvo a punto de darse la vuelta y volver.

Pero decidió que era Aomine el que tenía que ir a buscarlo. Que por una vez fuera él a disculparse, ni siquiera por el animalito, sino por su actitud. Así que no se detuvo y apretó un poco el paso, pasando irremediablemente del enojo a la pena.

Había un par de cosas aquí y allá que Kise, que era parlanchín a más no poder y que no era de guardarse demasiado, no podía decir. No le gustaba pelear, no importaba qué tan pesados fueran con él. Lo dejaba. Pero con Daiki era imposible no reñir y más que por real enfado era por la frustración de saber que nunca podría tener lo que quería. A Aomine mismo.

Estaba dividido entre el terror de redescubrir su sexualiad y el miedo al absoluto rechazo.

Muy, muy infantil y adolescente por su parte.

Le gustaba, sí. Sentía algo especial por él, también. En secundaria lo había hecho descubrir su amor por el básquetbol y ahora que estaban más grandes, no lo dejaba de atraer la forma de ser que tenía, escondiendo su interior a los demás, ¿por miedo a sentirse vulnerable? Tal vez, Kise no podía decirlo con exactitud. Pero desde un poco antes de irse de Teiko y al ver su rostro de frustración en cada partido, había nacido en él la imperiosa necesidad de hacerlo feliz. De pronto lo embargó una sensación de apabullo que no tuvo ánimos de apaciguar. Subió el volumen al máximo y dobló en la esquina para caminar hasta el paso de cebra junto al semáforo. Miraba adelante sin mirar en realidad, haciendo caso omiso de cada cosa que pasaba a su alrededor.

Fue por ello que no se fijó en que Aomine había llegado tras él a toda carrera y ahora lo estaba mirando cruzar la calle.

—¡Kise! —Alcanzó a escuchar, pero vagamente. Se detuvo, y por la curiosidad de saber si era quién creía se quitó los audífonos y se dio la vuelta sólo para alcanzar a ver cómo Aomine corría hacia él. Sonrió. Pero no se percató de que el semáforo se había puesto rojo en el momento en que había comenzado a cruzar, y tampoco vio el Mercedes negro que iba directo hacia él a toda velocidad, porque lo próximo que notó fue un dolor intenso en un costado. Después de eso todo se puso negro.