De muy pequeño vivía en el bosque, hace tanto tiempo ya que apenas son imágenes difusas empañadas de verde y azul.
De vez en cuando vuelvo a esos sueños, que enseguida cambian a otros. Y me despierto en medio de una oscuridad agobiante que soy incapaz de deshacer. En la ciudad las calles son estrechas y las luces, internas. En ella conozco a todos y mi ser traspasa las puertas por siempre cerradas.
Viajo por todas las aldeas. Unos gorriones me acompañan en el recorrido de cada una de las casas y un gato negro aparece dormido en las sillas de madera. Es por eso que cuando me invitan a sentarme, sigo de largo. Tan solo oteando el horizonte en busca de más humo. Y fuego.
En todas ellas sucede lo mismo. Al unísono, los niños de pelo amarillo lloran sin cesar en el regazo de desconocidos, y los de pelo rojo los miran con cara triste. Yo llevo de la mano a los de pelo negro hasta la plaza central, porque ellos pertenecen a una familia que murió al luchar.
Siempre es igual, los estragos de una incursión. Pero siempre llego tarde y eso me enfurece. No puedo alcanzar la vela cuadrada de un barco con una flecha pero algún día, me digo, algún sabrán quién soy de verdad.
