No le importaba que el tono de su voz hubiese retumbado contra aquellas paredes sombrías y hubiese hecho callar a toda la clase de Transformaciones. Protestó con tanta fuerza que apenas sintió que se había puesto de pie y había tirado el libro al suelo. Qué más daba. Mc Gonagall estaba siendo injusta. Y una de las cosas que menos soportaba era la injusticia.
Sí, tal vez estaban hasta arriba de trabajos y apenas se habían organizado eventos en el colegio, pero lo que se entendía como "evento" significaba escapadas a los jardines, litros y litros de alcohol guardado bajo las túnicas y muchos "Madre mía" a la mañana siguiente.
No es que le molestase el hecho de que otros se divirtieran -cabía destacar que ella estaba segura, a un doscientos por cien, de que no iba a asistir a ninguna de esas fiestas entre semana, y más con todo el trabajo que aún le quedaba por hacer y repasar- sino que no podría volver a soportar cómo un atajo de irresponsables se le acercaban a su mesa con magdalenas recién horneadas y, cómo no, saqueadas de la cocina y no hechas personalmente, para pedirle, de rodillas si cabía, que por favor les dejara copiar los apuntes del día anterior o les "echara un vistazo rápido" a sus ejercicios antes de iniciarse la clase.
Y todo ésto sería con ojeras del tamaño de un campo de Quidditch, ojos enrojecidos, voces afónicas o débiles que suplicaban un par de horas más de sueño y toda la caradura del mundo. Y, ¿para qué? para luego volver a despreocuparse de los mismos, alardear de cuántos ligues se han echado en una sola noche, pavonearse de cómo el alcohol se apoderó de sus cuerpos y cómo hicieron cosas sin pensar, aunque muchos de los presentes eran concientes, vaya que sí, de todas las burradas que habían hecho la noche anterior.
Hermione, sin embargo, nunca entendió este método de diversión. Lo calificaba como estúpido, inútil y una total pérdida de tiempo. Claro que ésto sólo ocurría en épocas de exámenes: cuando éstos acababan, ella disfrutaba como una más... no, realmente no lo hacía. Disfrutaba, sí, pero nunca había experimentado lo que era que te llevaran en brazos hasta tu habitación, que te sostuvieran a medida que vas perdiendo poco a poco el equilibrio. Tampoco sabía lo que era enrollarse con un chico: más bien nunca había besado a ningún chico, y le asqueaba de una sobremanera el hecho de tener que compartir saliva con algún idiota de tercer curso.
Había escuchado que en muchas fiestas habían asistido alumnos de diferentes colegios, pero jamás se interesó en ninguno. Apenas entendía sueco, y no es que fuese de su interés aprenderlo por un puñado de bobalicones que alardeaban de ser los magos más fuertes y poderosos sólo por el hecho de saber mucho más sobre las artes oscuras. Ninguno de los que había conocido hasta ahora parecía hacer un esfuerzo por entender su idioma, y muchos sólo se dedicaban a mirar la falda corta de las estudiantes de Hogwarts y beber como taberneros hasta bien entrada la madrugada. Muchos de ellos habían sido colado en los eventos, y algunos hasta vestían la corbata verdiblanca que habían pedido a muchos Slytherins. Bien pensó en chivarse alguna vez a McGonagall, pero le aterraba el hecho de estar equivocada o de que éstos pudiesen escapar tan sigilosamente como habían entrado y quedar ella en ridículo delante de sus superiores por no tener pruebas conviccentes.
Pero esto no podía permitirlo. ¡Una fiesta de primavera, cuando estaban a mediados de curso! ¿Qué sería lo siguiente? ¿Permitir beber whisky durante el desayuno? O peor aún, ¿no mandar trabajos diarios para llevar al día la materia?
¡Y lo peor de todo es que se le había ocurrido a ella, a su mentora, a McGonagall! Al parecer, una fiesta un miércoles por la tarde era el evento perfecto para que los alumnos despejaran un rato sus mentes. Según ella, no había por qué haber alcohol; de hecho, estaba totalmente prohibido, pero ya se sabía que aquella pequeña ley se la pasaban los alumnos por los camales de la túnica. Si no había alcohol en la fiesta en sí, ya se encargarían los presentes de que hubiese, de una forma u otra. Lo peor de todo es que sabían cómo torear a los profesores, los tenían cogidos por la varita. Ningún portante de alcohol permitía que el arma del crimen fuese vista tras la fiesta. Cuando acababa, se organizaba una gran batida en la que incluso los que se suponen que iban más ebrios hacían desaparecer a la velocidad de la luz las botellas con un simple movimiento de varita. Aún se preguntaba cómo diablos podía una persona ebria manejar la varita y no saber cuál es la dirección hasta su sala común.
La profesora McGonagall le dedicó una mirada sosegada, como si el hecho de que Hermione Granger interrumpiera las frases si no era para completar las frases en las explicaciones fuese lo más normal del mundo. Pero Harry estaba estupefacto. Harry y todos los presentes.
-Hermione... -las palabras del muchacho terminaron en un pequeño murmullo, y éste agarró la túnica de la chica, tirando suavemente de ella para que volviera a sentarse.
-¡No, Harry! -replicó ella, apartándolo de un manotazo y dedicándole una mirada furtiva en lo que volvía a poner la misma en McGonagall- Profesora, creo que comete una grave equivocación.
La clase enmudeció. O bien ya lo había hecho cuando la muchacha expuso su queja. Pero aquél silencio penetró en Hermione como un soplo de aire gélido. Nadie la secundaba, nadie estaba de acuerdo con ella. Por primera vez en alguna clase, sintió que no estaba diciendo lo correcto. Cierto era que todos callaban cuando Hermione complementaba las explicaciones, pero en esos momentos todos sabían que tenía razón. Ahora no. Por primera vez, estaba sola. Sola con su teoría. Sola con sus quejas. Y nadie parecía animarla a seguir, a dedicarle miradas de admiración o de entendimiento; al contrario. Todos la miraban callados deseando que se callara. Que no siguiera hablando más. Pero nadie movió un solo músculo.
McGonagall, sin embargo, se llevó las manos a sus gafas y las limpió con su túnica sin apartar la vista de la muchacha. Aquella mirada atemorizaba a Hermione. Aunque era tranquila, no le aportaba aquél gesto de compañerismo como hacía las demás veces.
-Señorita Granger -dijo tranquilamente, bajando la mirada hacia sus gafas- Comprenderá usted que un acto tan preparado no puede interrumpirse justo ahora. Los jefes de las diferentes casas lo hemos hablado, y a todos nos parece correcto. No tiene que interferir en sus rendimientos -alzó la voz, dirigiendo una mirada rápida hacia toda la clase- Considérenlo como una simple y agradable merienda. Todos los profesores estaremos presentes.
Todos los profesores estaremos presentes. ¿Y qué? ¿Suponía eso una amenaza para los alumnos? Si así lo pensaba, desde luego no había estado totalmente presente en las demás fiestas que se habían organizado. Todas aquellas catastróficas, a ojos de Hermione.
-Pero, ¿qué pasará si ocurren... cosas? -dijo Hermione con cautela- ¿Acaso no han pensado en todos los deberes que tenemos que hacer?
-Creo que son suficientemente responsables como para acabar sus tareas antes del evento.
-¡...Suficientemente responsables! -Hermione le dedicó una risa irónica, rodando los ojos-
-Señorita Granger, no me hable en ese tono. No acepto groserías.
-¡Usted sabe tanto como yo el error que supone ese evento! -alzó aún más la voz, inclinándose hacia adelante- ¡Y cómo al día siguiente vendrá toda la clase con los trabajos sin hacer, y cómo los inocentes tendremos que tragarnos el castigo impuesto a toda la clase!
-¡Los quehaceres no se hacen el día de antes, señorita Granger! ¡Y me apuesto mis años de enseñanza a que muchos alumnos ignoran éste consejo! Pero ese no es problema mío, y mucho menos suyo. Me hierve la sangre tanto como a usted que paguen justos por pecadores, pero es una cuestión de responsabilidad que cada uno debe aplicarse a sí mismo.
-¡Pero...!
-¡Señorita Granger, estoy harta de sus peros! ¡La fiesta se organizará, quiera o no! ¡Y ahora siéntese, si no quiere que la mande al despacho del director!
Aquellas palabras resonaron con fuerza en el aula, pero no tanto como en la cabeza de Hermione. La chica se quedó enmudecida, con los ojos totalmente abiertos. Jamás McGonagall le había hablado así. Jamás un profesor le había hablado de esa manera. Había sido derrotada. La estúpida fiesta iba a celebrarse.
-Me parece que ésta vez Mamá-Gato no ha estado de acuerdo contigo, ¿no es cierto, sabelotodo?
Draco Malfoy se había vuelto con una sonrisa cargada de malicia y unas cuantas risas que más que risas Hermione podría haber apostado a que eran los siseos de aquellas asquerosas serpientes, mientras que el chico rubio entrecerraba los ojos, triunfante, al ver a la niñita felina perder la mejor de sus armas: el habla.
Sin darse cuenta siquiera, una fuerza sobrenatural la empujaba por los hombros, hasta que se encontró sentada de nuevo en su pupitre. No advirtió, hasta que las miradas de sus compañeros que se clavaban en ella se volvían totalmente borrosas, que estaba llorando.
