Disclaimer: Saint Seiya ©Masami Kurumada/ Shueisha/ Toei Animatión. Fic escrito con fines de entretenimiento, sin ánimo de lucro alguno.
INCERTIDUMBRE.
Por Fabiola Brambila.
Capítulo 1:
NADA MÁS QUE SOSPECHAS.
Camus intuía la trampa, pero no había hecho nada para resistirse a que Death Mask lo guiara hasta ahí, no habría tenido ningún caso. Cuando le anunció entre sonrisas perversas que era su primera vez, no le creyó; nada más había que ver la expresión voluptuosa que mostró en todo momento cuando aquello dio inicio. Y por ello, al verlo jadeando, con el rostro colorado, hirviendo seguramente hasta las matrices del cabello, exudando un sudor tan fuerte que le penetraba hasta el fondo mismo de la nariz, se dijo que todo era parte de una farsa, que el hombre echaba mano de dones histriónicos verdaderamente admirables.
—¡Detente! —dijo él, volteando a mirarle—. ¿No ves que ya no puedo más? —Lanzó un gemido, poniendo de manifiesto lo mucho que le dolía.
A Camus no le conmovió su actuación, sin embargo; sería el colmo de la estupidez siquiera el plantearse la posibilidad de que estuviera siendo honesto. Nunca, en ningún momento, pensó en ponerle las cosas fáciles. Inmutable, siguió adelante.
—¡Qué hijo de puta! —Death Mask lo miró con odio cuando se le adelantó. Exangüe, se dobló en dos y sus manos fueron a parar a sus rodillas, para descansar. De su barbilla se desprendió una gotita de sudor que cayó al suelo. ¿De verdad aquel sistema biológico servía para refrescarlo? Porque sentía que la piel le ardía bajo aquella capa pegostiosa de humedad, no lo contrario—. ¡Haz algo, infeliz! ¿No ves que me estoy insolando?
Camus se dignó en mirarle, movido más por el tono del Cuarto Guardián que por las groserías dichas en su contra. Después de una eternidad de evaluarle casi se convenció de que estaba siendo sincero.
Casi.
La situación era precaria, sumamente delicada; por eso no podía darse el lujo de titubear aunque los lloriqueos de Death Mask sonaran tan convincentes. Mucho le había costado recuperar el equilibrio de sí mismo, que se tambaleó entre la inquietud y el fatalismo tres días antes, como para retroceder ahora. Debía dar las gracias por ello a Milo más tarde, que a final de cuentas había sabido ayudarle brindándole su apoyo. Claro, que pudiera darse el caso de que no volviera a tener otra oportunidad de encontrárselo en el futuro. Tal vez tuviera que escapar. Tal vez muriera.
Tal vez…
Pero por el momento, nada de eso tenía importancia. Un problema a la vez. Aunque la situación no había mermado ni un atisbo en su gravedad, Camus se sentía muy tranquilo y muy dueño de sí mismo, capaz de enfrentarse a cualquier cosa, incluso al terrible Death Mask.
Sólo hacía falta que este dejara el show de lado y se decidiera a tomarse su misión en serio.
Sin embargo, al verle persistir en resoplar fuertemente, cual si tuviese asma, dedicándole una locuaz mirada de invalidez y rabia, Camus se dio cuenta que aquello estaba muy lejos de suceder. Así que manteniendo sus distancias y sin bajar la guardia, resolvió sondear el terreno en busca de algo que sirviera para zanjar la pantomima de una buena vez. Se tomó su tiempo con serenidad, y paseó sus ojos tranquilos, profundos, a lo largo y a lo ancho de la polvorienta desolación del panorama. Nada más que arena y un ondulante horizonte por donde mirase. Al parecer, tendría que soportar a Death Mask por otro rato antes de que este se pusiera serio.
—Bien, pues no puedo hacer nada por ti al respecto —concluyó indolente, una vez acabado su escrutinio—. No veo signos de un manantial cerca y no traigo una cantimplora conmigo. Tal vez debiste proveerte de agua sabiendo a dónde nos dirigíamos o, en su defecto, haber despojado a los cadáveres de aquellos que eliminaste de los odres en donde la llevaban.
—¿Qué dices, imbécil? —tronó furioso—. ¡No es momento de reproches; voy a morir si no me ayudas!
—Lo lamento, no veo cómo. Me temo que así será.
—¿Es broma?
Pero Camus nunca bromeaba, carecía de sentido del humor. Nada más había que ver su rostro impasible, donde no asomaba ni siquiera la ironía, para constatarlo.
—¡Chist! —Death Mask apretó los dientes, resignado ante su falta de sensibilidad—. Mira, haya sido yo un descuidado o no, tú eres mi compañero y debes cuidar mi espalda, así como yo tengo por obligación cuidar la tuya —expuso con increíble tranquilidad—. Me sorprende tu falta de iniciativa, Acuario, algunos aseguran que eres uno de los más inteligentes de la orden—. Death Mask sonrió de medio lado—. Mira, eres el Mago del Agua y el Hielo —su voz fue suave y pausada, como quien explica con paciencia a un niño que se considera torpe un hecho que resulta más que obvio—, así que puedes fabricarte un hielito para que yo lo chupe o algo, ¿ves?
Camus no se inmutó ante la nueva ofensa.
—Se necesita humedad en el ambiente para eso y, como ves, no estamos precisamente en el sitio ideal para lograrlo. Aquí la humedad se evapora y dispersa así yo ponga todo mi empeño en manipularla y hacer algo mínimamente decente con ella.
—¿Eeeh? —Death Mask lo miró perplejo—. ¿Qué pretexto es ese? ¿Es que buscas enredarme con tus choros mareadores? No te quieras pasar de listo, idiota, a mi háblame claro.
—Dije que no se puede hacer hielos aquí; intentarlo siquiera significa derrochar energías inútilmente.
—¡Eres el Mago del Agua y el Hielo! —insistió furioso Death Mask, dejando de lado su breve calma y alzando la voz, que sonó áspera y fragmentada.
—Convendría que cuidaras tu garganta, en tu situación podrías lastimarla —sugirió, al ver que enseguida Death Mask se palpaba el cuello adoptando una expresión de incomodidad—. La gente me llama con ese mote, pero yo no soy un mago —explicó luego—. Mis técnicas atienden a las leyes de la física; por lo tanto, no puedo crear hielos de la nada, ¿comprendes?
A todo esto, se encontraban en medio del desierto del Sahara, famoso por ser el más grande del planeta, por sus espejismos, sus dunas, su arena que serpentea sirviendo de capa a la grava que tiene debajo, y porque a la sombra, el calor llegaba a alcanzar los 58°C. A saber a qué temperatura estaban ahora, pero debía ser bastante porque a pesar de la protección, Camus sentía el aire, seco y arenoso, caliente lo mismo que el suelo, que absorbía y retenía la radiación de un sol que flagelaba con sus rayos a todo ser viviente que osara salir a desafiar su poderío.
Se explicaba así porque no se fiaba de las quejas de Death Mask y salía de una vez en su rescate. No confiaba en él porque, sabiéndose vulnerable en un lugar donde no podía hacer uso de su especialidad y tenía que depender más de lo que le hubiera gustado de su fuerza física, ser generoso equivalía a servir él mismo en bandeja su propia cabeza a aquel que, sospechaba, había recibido la orden de aniquilarlo.
Presentía las razones que el Patriarca debía tener para desear su desaparición. ¡Resultaban bastante justificadas! ¿Por qué otra cosa habría ordenado que apoyara a Death Mask en una comitiva, cuando era de todos sabido que dos Caballeros Dorados nunca actuaban juntos a menos que se tratase de una situación excepcional? ¿Y si el equipo era indispensable, por qué no mandar a otro en su lugar, si era obvio que en un sitio como el Sahara su desempeño iba a ser muy deficiente?
—Con todo respeto, Patriarca, su resolución del problema no me parece conveniente —objetó en cuanto se le dio a conocer esta—. Más que ayudar a mi compañero, seré un estorbo para él. Tendré dificultades para aplicar mis técnicas y en cuanto a los ataques físicos, aunque mi rapidez ayude un poco, he de admitir que están muy lejos de ser mi fuerte.
No le estaba dando al enemigo información sobre cómo derrotarle; el Patriarca conocía a fondo los puntos flacos de cada uno de sus subordinados. Aquella observación pretendía dejar en claro que la emboscada, si es que la había, pecaba de ser tan vulgar en su coartada como para hacerle sentir ultrajado en su dignidad como guerrero. Pero claro, tratando con una persona como el Patriarca pedir dignidad para uno era una mundanidad que resultaba irrisoria. Y también era cierto que el propio Camus, en el fondo, no creía merecer tal consideración, dadas las circunstancias.
—No lo es de ninguna manera —le refutó el Patriarca, sin darse por enterado, en apariencia y como era de prever, de lo sobrentendido en sus palabras—. He notado que en la Orden de los Caballeros Dorados reina la discordia. No hay tema en el que coincidan y si lo hacen, cambian su opinión con tal de contradecir al otro; pareciera que la competencia y la suspicacia se han convertido en requisito indispensable para pertenecer al baluarte más alto de Atenea. No sé en qué momento ni porqué surgió esta dicotomía, pero no pienso tolerarla más: Ustedes están para dar ejemplo. Imagínate que todos los subalternos empiecen a imitarles, influidos por su conducta. En cuestión de nada tendríamos un imperio dividido, lo suficientemente enclenque para que cualquiera de nuestros enemigos lo tire de un soplo.
»Así pues, mi deseo es que afiancen sus lazos de hermandad y empiecen a confiar entre ustedes —continuó el Patriarca— y si para ello tengo que poner a unos en riesgo para que dependan de los otros, lo haré. Camus de Acuario, apoyarás la empresa que he encargado a Death Mask y tendrás que someterte a su buena voluntad. Sé que no es un compañero agradable, pero confío en que los dos puedan superar sus desavenencias, cualesquiera que estas sean, en el transcurso de estos días.
¿Desavenencias? Mis desavenencias con Death Mask lo involucran a usted, Patriarca, pensó Camus cerrando sus ojos castaños como si temiera que estos reflejaran las imágenes que guardaba en sus recuerdos y lo delataran, confirmándole al Patriarca de una vez por todas sus sospechas. Camus repasaba en su mente el momento en que sus desavenencias con Death Mask se originaron. Cuestiones inquietantes que no tenía manera de resolver y palabras llenas de insinuaciones que decían todo y nada. No pasaba ni un día en que no tuviera aquel momento presente y se torturara con ello.
Pero procuró mantener su actitud serena. No había pasado años cuidando su mutismo para lanzar todo al retrete en una ocasión tan baladí, al menos no ahí, en el Santuario. Por otra parte, aunque el Patriarca haya relegado la dignidad de todo mundo a un sitio muy por debajo de sus prioridades, debía reconocer que su increíble sagacidad y capacidad estratega para originar un pretexto tan convincente en tan poco tiempo que explicara su ausencia a los demás y, encima, le persuadiese a él de cooperar a pesar de su recelo —pues tenía todos los elementos que hacían de la misión un problema que él mismo había rastreado y comprobado antes de presentar el informe que la derivara—, lo hacían un líder terriblemente eficiente, capaz de vaticinar las consecuencias de sus decisiones y planear meticulosamente las medidas necesarias que redujeran al mínimo los daños. El Patriarca, lo viese por donde lo viese, era un hombre visionario, diestro como ninguno que haya conocido antes para adelantarse por mucho a cualquier eventualidad que le perjudicara; por eso resultaba tan peligroso armar escándalos.
Sí, no tenía de otra más que cooperar en paz —como sin duda había previsto y deseado el Gran Maestro—. En cuanto a su verdugo personal, el resto debía correr por su cuenta y Camus sabía muy bien lo efectivo que era en su trabajo. Sin perder su actitud estoica, el Onceavo Guardián se inclinó ante su superior en la muestra protocolaria de respeto.
—Se hará como usted ordene, Excelencia.
—Retírate entonces. Partirán en tres días.
Camus salió al pasillo. Unos pasos más allá se encontró a Death Mask, recargado junto a la pared y mirándole mientras esbozaba una sonrisa sardónica. Camus paró su andar, vacilante. La actitud de maliciosa complacencia de su compañero le inducía a evitar pasar frente a él, pero forzosamente tenía que cruzar aquel pasillo para bajar a las Doce Casas.
—¿Has oído? Seré tu niñera —dijo cuando pasó a su lado, usando el tono en que solía picarle la cresta a los demás.
—No te preocupes, evitaré en lo posible ser una molestia.
—¡Fuh! ¡Fanfarrón, hablamos del Sahara! —Death Mask ensanchó la sonrisa, dejando al descubierto una hilera de dientes blanquísimos que le daban un aire de hiena—. No sé cuál perspectiva me divierte más, si enfrentarme contra ese puñado de simoníacos o verte a ti deshidratado, como un charal puesto al sol.
Camus decidió no responder a las provocaciones y siguió de largo. Mientras salía al atrio que daba a las escaleras, le oyó agregar:
—¡Qué antipático! —Rió sin embargo, con una risilla que pecaba de truculenta.
Muy a pesar suyo, Camus se inquietó ante las promesas que viajaban en ella. No se hizo ilusiones con que el argumento de la armonía entre los dorados resultase, a pesar de todo, sincero.
El exterior lo recibió con la vaharada cálida propia de las noches del verano griego; los grillos levantaban serenatas a la luna y la silueta de un mochuelo se adivinaba encorvada sobre el dintel de la Casa de Piscis, seguramente ocupado en devorar un ratón recién cazado. Cruzó el terreno de la Doceava Casa hasta Acuario y continuó por Capricornio. En Sagitario se preguntó qué demonios estaba haciendo y quiso regresar, pero algo —la inquietud del momento, la tensión acumulada por años buscando remedio, la ineludible presencia del problema guardado por tanto tiempo exigiéndole al fin solución— le obligó a llegar hasta Escorpio. Inseguro, rondó el atrio de su amigo como fiera enjaulada por largos minutos, sin animarse a entrar. Se sentía incómodo, turbado, sin saber exactamente qué esperaba de Milo en esa situación que lo tenía contra la espada y la pared. Si por cuatro años él no le había encontrado un remedio, no veía cómo Milo, a quien una vez furioso no solía guiarse usando el buen juicio, podía ayudarle sin tornar lo que ya era una pesadilla en un verdadero pandemónium. Ante la lógica de esta rotunda reflexión, giró dispuesto a regresar a su casa e ingeniárselas como pudiera; pero luego dudó, caviló unos momentos y entró en el templo.
—Milo, ¿estás ahí? —preguntó sin levantar la voz, el eco hizo el resto.
Pasaron unos minutos y Milo no respondía. Camus, cuyo corazón latía con fuerza, casi se alegró de no encontrar al dueño en Casa.
—Ya me preguntaba yo cuándo se iba a dignar el Señor en honrarme con su presencia —soltó de pronto el Séptimo Guardián, justo cuando ya se disponían sus pies a desandar el camino, con voz que destilaba resentimiento—. Tienes cuatro meses de haber regresado de Siberia, después de siete años de ausencia, ¿y apenas se te antoja visitarme?
Por un momento Camus volvió a experimentar la imperiosa necesidad de irse, esta vez más fuerte que antes. Pero ceder ante el impulso no resultaba sensato; habiendo respondido el escorpiano como lo hizo, reprochándole su falta de atención, saldría a buscarle si lo dejaba colgado, para reclamarle de la manera por demás desagradable en que solía pedirle cuentas a los demás.
No había de otra más que avanzar, así que Camus respiró hondo e invocó su tranquilidad: no era prudente presentarse ante Milo excitado. Cuando lo consiguió, se adentró en la lobreguez del templo y guió sus pasos hacia una débil luz que titilaba en un rincón. Ahí, semioculto por un par de cortinas color sangre, encontró a su compañero, sentado desmañadamente en un diván e iluminado por el resplandor bermejo de un par de fuegos, que ardían sobre unos contenedores puestos para la ocasión. En la mesa de caoba frente a él y en el suelo de mármol blanco estaban esparcidos los restos de la cena: huesos de pollo, manchas de salsa y vino, pedazos de papas, salpicaduras de ensalada y bolas de aluminio desafiaban los límites del plato y el basurero, arrancando de cuajo la ilusión de buen gusto que el fino mobiliario había de sugerir sobre su dueño. Camus hizo repaso del caos distraídamente; en otro momento hubiera hecho una observación cáustica al respecto, pero algo que no tenía que ver con el desorden de su compañero monopolizaba sus pensamientos. Milo, por su parte, no se alegró de verle como tenía por costumbre; cuando se situó a su lado, torció la boca y soltó un bufido. Ni se dignó en darle las buenas noches ni le ofreció un asiento.
—Necesito tu ayuda —declaró escuetamente el francés.
Milo chistó con fastidio.
—¡Sí, hola, cuánto tiempo, cómo estás! —Se pasó la mano por el cabello—. ¡Eres el ejemplo mismo de la cortesía! No sé por qué soy tu amigo.
—No sé el porqué de los reclamos si ya me conoces. —Camus se notaba libre de remordimientos. Los cuatro meses de los que Milo reclamaba, los había pasado trabajando en una investigación. Pero el Séptimo Guardián no estaba de humor para pretextos, aunque sabía que Camus no lo evitaba y siempre estaba trabajando, su falta de cortesía resultaba imperdonable. Más aún, el cinismo de aquella respuesta era más de lo que podía tolerar. Estalló furioso, enderezando la espalda con brusquedad. Sus ojos lanzaban chispas.
—¡Cuatro meses, ingrato! ¡Cuatro meses! —recalcó, señalándole con el agudo índice, tieso a causa de la indignación—. ¿Qué tan atareada está tu agenda que no te dejas ver ni te das tiempo de dedicarme dos segundos para hacerme saber que estás vivo? Nada más cuando te conviene, claro, porque si no te la ingenias para perseverar en tu cualidad de fantasma de Acuario, que cruza mi morada como Pedro por su casa, sin tenerme el suficiente respeto de pedirme permiso antes. Eres un oportunista, eso es lo que eres, ¡no un amigo!
Camus cerró los ojos; al ver su actitud seria, Milo apretó los labios, frunció el ceño, y cruzó los brazos, contrayendo así un talante inflexible; creía que obtendría la disculpa que tanto quería, pero pensaba darle una lección a Camus rechazándola para obligarle a repetirla mil y un veces. Era lo menos que se merecía el muy mentecato por relegarlo al olvido y por ignorarle.
—Milo —su hablar fue pausado; el aludido alzó una ceja con altivez—, necesito tu ayuda.
—¡Dioses! —siseó Milo, palmeándose furioso los muslos—. ¡Eres todo un caso!
—No tengo ninguna disculpa que ofrecerte porque no te debo nada —aclaró Camus tajantemente—. Dime si me vas a ayudar o no para no perder mi tiempo aquí.
—Encima te haces el digno —Milo meneó la cabeza con fastidio, luego, la apoyó en la mano cuyo codo descansaba en la pierna que había recogido contra su torso—. Habla, pues.
Camus le habló de su misión, más no de que sospechaba de que el Patriarca lo quería dos metros bajo tierra. En un almacén oculto en el corazón del Sahara, explicó, están guardados cientos de documentos, estatuas y artefactos antiguos que se consideran un tesoro sagrado y, a la vez, un peligro. Por sí mismo, tiene el poder de desengañar a la humanidad respecto a su pasado tal como lo conoce —legado no siempre fiable de los vencedores y las teorías de los científicos—, y sumir el mundo en caos, pues el hombre aún no está preparado para conocer su verdadera historia y digerirla. Sufriría crisis existenciales, habría guerras de creencias y suicidios colectivos, surgirían fanatismos insidiosos, lideres malévolos y profetas con el don del convencimiento e intenciones misantrópicas o engañosas… Las consecuencias no podían medirse con un análisis tan liviano. Como es de suponer, tal patrimonio aún no podía salir a la luz. A la humanidad le hacían falta siglos de desarrollo para que lo asimilara naturalmente, sin tanto lío que emulase una situación digna de la Edad Media, cuando los cometas provocaban histeria y líderes religiosos, tan supersticiosos e ignorantes como los hombres que pretendían guiar, salían a excomulgarlos declarándolos partidarios de Lucifer.
Aquel precioso tesoro tan cuidadosamente resguardado había sido encontrado por una tropa de Caballeros Negros, guiados por aún no se sabía qué traidor. El Patriarca había recibido el informe una semana atrás del propio Camus, puesto al tanto a su vez por uno de los agentes encubiertos que comandaba, de que los improvisados simoníacos, traficantes de cosas sagradas, tenían contacto en el mercado negro con gente interesada en el lote, gobernantes cuyo poder sobre el mundo residía en el anonimato, desde cuyas sombras manejaban ocultos los hilos de la situación global. Practicando el barbarismo común del hombre civilizado, el Patriarca temía que aquellos individuos carentes de escrúpulos usaran el tesoro con fines que estaban lejos de ser de mera colección privada. El equilibrio del mundo estaba en juego y el deber del Santuario consistía en detener a los inconscientes. En tres días, fecha en que se había concertado una cita entre los Caballeros Negros y los representantes de los clientes en dicho lugar, Death Mask debía presentarse en el sitio y eliminar a los conspiradores. Camus, en cambio, sería el encargado de checar que los objetos estén en buenas condiciones y que no falte ninguno. Para ello se le había proporcionado un inventario y un marcador de cera rojo, con el que debía tachar el nombre de artículos conforme fuera constatando su existencia.
—¡Qué tontería! Eso lo puede hacer Death Mask solo, no te necesita de secretaria —Milo desplegó una mueca de disgusto descomunal cuando Camus le mostró el inventario y el marcador de cera rojo. Generalmente nunca se oponía a las órdenes del Patriarca, a menos que la últimamente inestable dignidad de la Orden Dorada estuviese en juego y aquel era uno de esos casos—. Hablaré con el Gran Maestro inmediatamente. Voy a convencerlo de que me deje la misión a mí, si lo que le preocupa es que Death Mask es un chiflado negligente que bien puede estropear los objetos y levantar un inventario de pacotilla, a mí no se me puede acusar de ello.
Camus paró sus ímpetus cuando ya se levantaba para llevar el dicho al hecho y lo puso al tanto de las intenciones de concordia del Patriarca.
Milo volvió a torcer la boca antes de sentarse.
—¡Bah, pues qué hiciste!
—Nada —mintió Camus abriendo mucho los ojos, pues esa no era la frase que esperaba como reacción.
Milo cruzó los brazos y se dedicó a mirarle con sus ojos inquisitivos.
—No me engañes, has venido a verme clamando por ayuda y tú, que te la das de absoluto, nunca lo haces. Es obvio que la situación te inquieta y no te culpo, Death Mask es el encargado de la limpieza aquí, un cargo sin dignidad para alguien de su rango, en mi opinión y creo que también en la de los demás. Es por eso que nadie se lleva aquí del todo bien con él, es igual que Aioria —su molestia fue obvia al pronunciar el nombre—; la única diferencia es que Death Mask no es un paria y que su desagradable tarea le ha sido otorgada por el Patriarca, así que goza de su aprobación. No creo que una parte del trabajo consista en hacer las paces con él, después de todo, tú nunca estuviste interesado en cultivar una relación que lo incluyera; decías que era un tipo problemático y que era mejor mantenerse alejado para no molestarlo y provocar alguna trastada en tu contra que generara rencillas entre ustedes.
—¿Yo dije eso? —A Camus siempre le impresionaba la cantidad de detalles que la memoria histórica de Milo podía retener. Él, en cambio, olvidaba sin más las frivolidades.
—Sí, siempre, lo repetías cada que veías que alguien reaccionaba a sus estupideces, antes de marcharte a Siberia. Una vez que me quejé de él en una carta, me dijiste que lo ignorara, ¿recuerdas? Que lo que a él le gustaba era tener un pretexto para meterse con los demás.
»Por eso me inclino a creer que más bien el Patriarca te castiga por un motivo que no quieres decirme. —Camus sintió una alarma repicando de pronto en su cerebro. Milo le miraba en silencio—. Qué tan grave será que te manda de escolta de ese sádico, cuando es de dominio público que nunca se le ha enviado a una misión acompañado, a menos que el séquito sea tan indeseable que tenga que deshacerse de él.
Camus tuvo que echar mano de todo su autodominio para reprimir los impulsos que mandaban sus músculos tensarse, pero no sabía qué tan bien lo estaba haciendo a juzgar por la manera en que su amigo lo miraba acentuando cada vez más su preocupación. El Onceavo Guardián observó sus labios entreabiertos, a duras penas conteniendo una frase que podía imaginar: "¿Qué has hecho? Dímelo; soy tu amigo, puedes confiar en mí". Camus apretó los labios hasta formar una línea severa. No, definitivamente había pecado de ingenuidad al creer que podía obtener la ayuda de Milo sin levantar sus sospechas. Milo era un inquisidor nato, costase lo que costase buscaba llegar al fondo del asunto cuando intuía que las verdades venían a medias. Había sido un necio al entrar ahí, no podía involucrar al impulsivo Milo en un caso tan delicado. Las consecuencias de sobrellevarlo con descuido no implicaban sólo su integridad física —el menos importante de los alcances—, sino trastornos de índole más grave que podían perjudicar tanto a la humanidad como aquellas antigüedades que el Patriarca deseaba mantener en las sombras.
No, definitivamente no podía compartir el problema con Milo. Había hecho mal en intentar tratarlo como a un asunto personal. Mejor haría en largarse, emplear los tres días que tenía por delante para meditar a profundidad y arreglar la cuestión personalmente con Death Mask allá en el desierto. A fin de cuentas siempre se las había ingeniado solo para resolver sus problemas, ¿no? Ese método nunca le había fallado…
¿O sí?
Camus parpadeó furiosamente. Ese era el problema, por eso había entrado a la Casa de Escorpio: le estaba fallando la seguridad en sí mismo; no estaba seguro de poder solucionar un asunto tan tremendo por sus propios medios. ¡Dios sabía que de haber tenido la capacidad lo hubiera hecho en aquel tiempo en lugar de dejarlo añejar por años! Dubitativo y sintiéndose pesimamente, la impotencia volviéndose un peso muerto sobre su espalda, luchó unos instantes entre mantenerse donde estaba o salir de una vez por todas. Él no tenía manera de saberlo, pero su indecisión se reflejaba en su expresión corporal como un poema y Milo, con los ojos vueltos platos y la boca hecha una "O" cada vez más grande, no dejaba de asombrarse ante el calidoscopio de emociones que barajeaba aquel rostro, otrora invariablemente desabrido.
—Tengo que irme —zanjó bruscamente Camus. Marchó a la salida temiendo que Milo le diera alcance y lo obligara a hablar cuando lo vio levantarse del diván. Por suerte no fue así. Una última mirada lo puso al tanto de que el rubio griego había clavado la vista en el suelo.
Nota de la Autora:
Bueno, desde hace mucho quería desarrollar este fic, de hecho ya lo había empezado hace muchos años, pero en aquel entonces mi compu pasó a mejor vida y todo lo que tenía almacenado en ella desapareció del mundo cibernético… más no de mi cabeza. Entonces resentí la perdida (sí, la gente que escribe fics y ha pasado por esta tragedia sabrá lo desalentador que es extraviar aquello a lo que ya se le ha dedicado tiempo), pero ahora me alegro de que así haya sido, porque así tuve la oportunidad de empezar de cero y deshacerme de algunas cosas terribles y crear algo un poco más decente. Al principio esto iba a ser un Oneshot, pero luego vi que la trama se estaba alargando y lo dividí en 5 capis de corta extensión (al menos, de lo que yo entiendo por "corta extensión" :P).
Sé que debería estar actualizando "La Maldición" y "Afonía" (van en proceso ambas, pero siempre me topo con algo que me traba, discúlpenme), pero este fic de pronto me atacó con una idea demasiado redonda coma para dejármela escapar y como trata un hecho que está entrelazado con el desarrollo de "Afonía" y de "Epilogo de un hombre olvidado" (que tengo por el momento en hiatus), que explicará ciertas cosas que se tratarán más adelante en esos fics, quise adelantar este de una vez.
Muchas gracias por leer, nos vemos la próxima semana en el próximo Capi ;D.
