Prólogo
10 de Junio
Ariadna es perfecta. Piel morena resplandeciente, nariz respingada y labios de corazón. Su cabello castaño brillante, con algunos matices dorados, le cubre con gracia hasta la cintura. Cuando lo ata en una cola de caballo, deja ver sus pequeños hombros, su largo cuello y la hermosa marca que forman los huesos de sus clavículas. Sumado a eso, dientes blancos, ojos verdes llenos de pestañas negrísimas y mejillas naturalmente sonrosadas. Perfecta. Puede que sus orejas sean un poco grandes y que tenga una o dos cicatrices en sus piernas por todas esas veces que sufrió un accidente andando en bicicleta. Sin embargo, si ponemos en balanza su cuerpo de infarto, sus largas piernas y –lo peor de todo- su encantadora personalidad… Lo buena que es haciendo reír a los demás, su inteligencia privilegiada, el sacrificio que hace al pasar sus tardes libres en la biblioteca ayudando a los alumnos que suspenden sus asignaturas… No queda otra cosa que clasificarla de perfecta. Adorable. Una chica tan maravillosa que, a pesar de que todos estén locos por ella –incluyendo al chico que me ha gustado desde los diez años-, es difícil hacer otra cosa que quererla con todo mi corazón. Mi mejor amiga. Quizás si yo no estuviera tan loca por Castiel, hasta me habría enamorado de ella también. Es un ángel en la tierra. Pero en contraste con su perfección, aquí estoy yo con mi cabello negro, corto y duro como crines. Mi piel pálida, marcada con los atisbos de un aún no curado acné. Mis frenillos. Mi tendencia a ser regordeta porque no puedo controlar mi afán de comer dulces. Mi no-tan-simpática personalidad... Es cierto, tengo uno de los mejores promedios del instituto. Soy la presidenta del club de literatura. No soy mala en los deportes. Mis amigos me quieren y Ariadna me escogió como su confidente. Pero no puedo evitar sentir que estoy bajo su sombra. Creo que aceptaré la oferta de papá. No quería ir, pero acompañarlo a Nepal ahora parece una buena idea. Conoceré otra cultura, podré reinventarme y volveré a Sweet Amoris como siempre quise ser. Una chica la mitad de encantadora de lo que es Ariadna. Con la mitad me basta.
Beatrice dejó el lápiz morado que usaba para escribir en la libreta que llevaba a todas partes y miró su habitación. Estaba llena de ositos de peluche y algunos afiches que anunciaban obras en el teatro local decoraban las paredes rosadas. Sobre el escritorio, estaba la foto de Kentin y Ariadna, sus mejores amigos.
Junto a su cama, había una mesita de noche y escondida bajo la lámpara estaba un recorte de la foto del Club de Matemáticas. Rodeado de un corazón; el rostro de Castiel.
-Castiel…
Beatrice no pudo evitar soltar una lágrima por su mejilla. No lo vería en dos años. Aunque eso no cambiaría las cosas. De todas formas, él no sabía quién era ella. El chico modelo sólo tenía ojos para la chica modelo.
Entristecida, cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Kentin. Él era la única persona que entendía su dolor. A pesar que Ariadna era muy dulce, sabía que era poco probable que se fijara en Kentin. Y su amigo lo sabía. Sólo él conocía el dolor de ser un marginado.
-¿Aló?
-Ken, soy yo. Ya me decidí respecto al viaje, ¿puedes pasarte por mi casa?
-Dame cinco minutos y estoy allá. Nos vemos.
Beatrice colgó el teléfono. Iba a ser muy difícil el despedirse de su amigo, pero esto es algo que debía hacer. Le contaría todo lo que pasó por su cabeza, el porqué de su decisión e irían a visitar a Ariadna. Pasarían el rato, verían una o dos películas y tratarían de tener una tarde normal.
-Buen viaje, Beatrice.
