AVISOS: Este fic participa en el Reto #2 "AU's por doquier" del foro La Academia de Dragones"
DISCLAIMER: How to train your dragon pertenece a Cressida Cowell y a Dreamworks SKG.
Mortal Night
Capítulo uno: Primer encuentro
Entré en el despacho sin encender las luces. Me limité a adentrarme en la conocida habitación, únicamente iluminada por las desgastadas bombillas de las farolas que se colaban por la ventana, a través de las persianas de madera. Me recliné en mi asiento, frente a mi escritorio, provocando un molesto chirrido. Sin embargo, mis músculos estaban tan agarrotados y mi cabeza tan rebosante de cansancio, que no le di importancia. En lugar de molestarme, emití un sutil y casi imperceptible suspiro de placer al permitirme descansar, por primera vez, en 24 horas. Cerré los ojos, disfrutando de la sensación, del confort que suponía el suave acogimiento del asiento de cuero para mi cansado cuerpo.
Tanteé las gavetas de mi escritorio, sin ni siquiera dirigirles una mirada, manteniendo los párpados cerrados, intentado hacer desaparecer la desagradable irritación que los inundaba, casi como si la tensión de las últimas horas los arañara. Encontré la botella de whisky y el pesado vaso de cristal. Los puse a ambos en la mesa y me serví una copa. Me guie por el sonido del líquido cayendo, como una cascada. Cuando sospeché que el vaso estaba prácticamente lleno, volví a dejar la botella en la mesa, haciendo un ruido sordo al chocar el duro cristal con la madera de roble. Tomé un ligero trago, dejándolo reposar en mi boca durante unos segundos antes de dar otro. Dejé que el alcohol, acompañado con los matices propios de mi whisky escocés favorito, me inundara las papilas gustativas. Permití que la bebida me calentara el cuerpo por dentro y me relajara.
Entreabrí los ojos, estudiando mi despacho en la penumbra, tan sencillo y estoico. La estantería, repleta de libros, que había a mi espalda; el armario empotrado que estaba justo a su lado; el escritorio de madera, tintado al agua de un tono muy oscuro, brillaba gracias a la capa de barniz. Estaba perfectamente organizado. La lámpara de escritorio de bronce a un extremo, a la derecha, emitiendo constantes reflejos opacos ante la traviesa luz de la noche de Manhattan. Una pila de libros a la izquierda, el teléfono de esmalte azabache justo encima, el tapete verde pardo al centro, la botella en medio. Observé el vaso en mi mano. Al igual que la lámpara, la tenue luz anaranjada que se filtraba desde el exterior parecía divertirse jugando con su superficie.
Dejé que el vaso hiciera compañía a la botella. Indagué en uno de los bolsillos de mi gabardina con pereza, buscando mi pitillera. Mis dedos acariciaron la superficie suave de la plata, sin grabados. Extraje un cigarrillo de ella y me lo puse en los labios. Prendí uno de los fósforos que guardaba junto a los cigarros y me lo acerqué al que mantenía entre mis labios. La pequeña llamarada refulgió en aquella habitación en penumbras y le añadió al humo que exhalé, suavemente, una connotación siniestra, casi fantasmal.
Desperté con un gruñido ante el estridente sonido del teléfono. Me estremecí, gracias a la jaqueca provocada por la resaca, ante ese sonido salido del peor de los infiernos.
Cuadré los hombros y me estregué los ojos, obligándome a mí misma a recobrar los sentidos, por muy perezosos que estuvieran y por muy espesa y malhumorada que estuviera yo. Al menos, para mi trabajo, esa frustración podía llegar a ser útil.
Al quinto repiqueteo, descolgué el auricular y me lo coloqué en la oreja.
—Despacho del detective Hofferson —saludé.
—Buenos días —respondió una voz de mujer, muy trémula y dulce, al otro lado de la línea. — ¿Se encuentra el detective en este momento?
—El detective Hofferson no responde las llamadas telefónicas ¿Qué necesita de él? No se preocupe, soy su secretaria —mentí.
Traté de insuflarle a mi voz un deje cálido, muy suave. No hacía falta ser muy avispado para saber que la mujer estaba asustada. Casi podía verla juguetear nerviosamente con el cordón rizado del teléfono, arañando con inquietud el material.
—Verá, señorita…
—Astrid.
—Astrid. Verá, no sé si debería estar haciendo esta llamada en primer lugar.
—Si teme por la discreción, puede relajarse. La discreción es uno de los mayores dones del detective Hofferson.
—Sí…
Estaba empezando a arrepentirse de haber llamado, eso era obvio. Quizás se había dejado llevar por un arranque de valentía en un momento de soledad, y ahora que lo había hecho no sabía qué hacer.
— ¿Cuál es su nombre? —pregunté con suavidad.
— ¿Disculpe?
— ¿Cuál es su nombre? —repetí, manteniendo el tono reconfortante y dócil.
Después de tantos años, sabía muy bien que esa clase de chicas cándidas se abrían con más facilidad ante un "alma amiga" que ante una profesional y estricta secretaria.
—Me llamo Mary Sunshine ¡Oh, disculpe! En realidad es Spafford. Llevo poco tiempo casada y tiendo a confundirme.
—Bien, señora Spafford. Supongo que, si nos ha llamado, es porque necesita ayuda ¿Qué podemos hacer por usted?
Spafford se tomó unos segundos para responder. Un momento para hacer acopio de fuerzas, supongo.
—Es por mi marido. —dijo al fin. —De un tiempo a esta parte ha estado actuando muy extraño y ya no sé qué hacer.
— ¿De cuánto tiempo estamos hablando?
—Desde que nos casamos —informó, insegura. —Hace unos seis meses.
—Necesitaríamos una serie de datos para poder trabajar.
—Entonces, ¿podrían tomar el caso?
—Por 15$ la hora, gastos aparte, sí.
Volvió a haber una pausa al otro lado de la línea. Cuando las mujeres eran las clientes, ese era el punto más complicado. Por regla general, eran amas de casa que tenían que confirmar con sus maridos cada transacción monetaria que realizaban. Ante la dificultad de mover cuentas sin que el otro descubriera nada, muchas se echaban para atrás. Me preparé para aguardar pacientemente la respuesta. Me sorprendió que la pausa apenas durara unos segundos.
— ¿Qué datos necesitan? ¿Y cómo se los podría hacer llegar?
Sonreí, satisfecha de la caída de un nuevo trabajo tan rápido, y le dicté los pasos rutinarios ante ese tipo de casos. No habían pasado ni cinco minutos cuando ya hube colgado el teléfono. Me enviaría ese mismo día todo lo necesario mediante un correo urgente, lo que implicaba que esa noche tenía trabajo.
Me acomodé en mi asiento, recapacitando sobre lo que ya sabía de ese caso. La muchacha era una dulce e insegura ama de casa que no tenía reparos en echar mano a su bolsillo para descubrir lo que estaba ocurriendo. Una chica acomodada, seguramente. No sería de extrañar que hubiera sido un matrimonio político, nacido por los intereses de ambas familias en reputación y en economía. No me sorprendería tampoco saber que el marido, antes del matrimonio, la había mantenido cautivada para obtener el tan esperado enlace y, una vez conseguido todo y sin el más mínimo deseo sexual en las venas, se había dedicado a salir a explorar por ahí, dejando a la paciente y sumisa esposa en casa. Rodé los ojos ante lo prototípica situación. Un cerdo y una idiota.
Realmente, no podía quejarme. Esa clase de infidelidades eran las que me daban de comer.
Miré el sobrio reloj que adornaba mi pared, de fondo blanco y agujas negras. El minutero y el horario[1] estaban concentrados en el mismo punto, las doce.
Sabiendo que no tendría nada hasta bien entrada la tarde, me encaminé al armario, me desprendí del abrigo y saqué una muda de ropa limpia. Me encaminé directa al servicio, preparándome para una noche que se preveía aburrida.
Entré en el local, observando con atención el decorado. Se trataba de un club discreto, con luces tenues bañando las mesas de los comensales, otorgándoles un cierto aire de intimidad. En cambio, la barra, que en ese momento limpiaba afanosamente un camarero, y el escenario, ocupado por una banda de jazz, estaban iluminados para llamar la atención. En el caso del escenario, era obvia la razón, pero no pude evitar preguntarme si, en el caso de la barra, era un método para hacer sentir avergonzados a los solitarios y urgirles a ahogar sus penas en copas. O quizás estaba siendo mal pensada y era un empujoncito para que se fijaran en ellos. Dirigí nuevamente mi vista a la barra y estudié a los tres hombres que estaban allí sentados, alternando sus miradas entre sus copas y la banda. No, definitivamente no era la segunda opción.
Un camarero, vestido con un esmoquin de chaqueta blanca y pantalón negro, pajarita a juego, se acercó a mí.
—Buenas noches, señorita, ¿en qué puedo ayudarla?
—Una mesa, por favor —contesté, mientras le tendía mi abrigo.
— ¿Para uno? —cuestionó dudoso.
Le sonreí tenuemente, logrando que el pobre hombre se sonrojara hasta la punta de su cabello rubio. Se aturulló tanto que no me preguntó nada más, simplemente me guio hasta una mesa libre. Estaba alejada del escenario, semiescondida de la multitud, cosa que agradecí. Desde allí podría ver a mi sospechoso sin que él hiciera lo mismo conmigo.
Me acomodé en el asiento y saqué la foto de mi pequeño bolso, una sencilla pieza de color azul y hebillas de plata. En mis manos tenía la imagen de una pareja recién casada, del brazo, saliendo de la iglesia. Ella, Mary Spafford, una joven de ojos azules y cabello castaño, recogido en un moño bajo escondido en el espeso y largo velo; vestida con un sencillo vestido blanco, con el corpiño y las mangas de encaje floral. Su rostro estaba inundado por un vibrante sonrojo y una sonrisa que le alcanzaba hasta los ojos. Era la viva imagen de la felicidad. Él, Michael Spafford, con su cabello negro perfectamente peinado, una expresión traviesa en sus ojos castaños y sus labios delgados. Vestía un elegante frac negro, perfecto e impoluto, con una gracia que muchos adorarían.
Estudié al resto de los comensales, deteniéndome en cada cara con cuidado, sin encontrarme con el par de ojos castaños que me interesaban. Refunfuñé para mis adentros, molesta. Detestaba los clubs. Siempre estaban envueltos en demasiadas parafernalias y, sobre todo, en demasiados problemas. Si algo turbio se estaba cociendo por la zona, era casi seguro que el centro de la actividad iba a ser un lugar tan poderoso y turgente de dinero como uno de esos antros. Además, me obligaban a pasarme horas preparándome, solo para poder entrar. Acostumbrada a los vestidos cortos y a los zapatos de tacón grueso, vestirme de esa forma se volvía un incordio. Sobre todo si me metía en problemas, como ya me había pasado en más de una ocasión.
Revisé mis tacones altos y finos, de brillante satén negro, casi ocultos en mi largo vestido índigo lapislázuli, que se ceñía con un fajín a mi cintura. Por su diseño palabra de honor, dejaba mis hombros desnudos. Una gargantilla simple adornaba mi cuello. El cabello lo había dejado suelo, cayendo en aterciopeladas ondas a un lado de mi cara. Mis ojos azules destacaban gracias a las largas pestañas, al igual que mis labios rojos.
Observé de reojo cómo el camarero de antes se acercaba nuevamente a mi mesa. Me reí internamente al verle hacer acopio de fuerzas antes de dar los pasos finales.
—Señorita, ¿qué desea tomar?
—Una copa de whisky, por favor.
El muchacho asintió y se marchó con rapidez.
Justo en ese momento apareció mi objetivo ante mis ojos. Acababa de atravesar las puertas del salón, elegantemente vestido con un traje beige, con su cabello perfectamente peinado y, cómo no, con una belleza pelirroja de la mano. Traía una pilluela sonrisa en sus labios a la que me dieron ganas de darle un puñetazo. O de lanzarle algo, lo que le alcanzara antes. Inspiré hondo y me recluí aún más en mi lugar, esperando pasar desapercibida. Se sentaron a varias mesas de distancia de mí, pero a la suficiente para poder observarles sin problemas. Agradecí mentalmente al camarero por colocarlos en un ángulo de visión que coincidía con el escenario.
Pasé la velada observando cómo se hacían carantoñas y se murmuraban ñoñerías. Haciendo amago de mi sutileza y mi experiencia, capturé con mi cámara varios susurros al oído y caricias en las manos. Cuando capté el momento en el que se dieron un acaramelado beso, me relajé. Bastaba revelar y, ¡un trabajo terminado!
Me terminé gustosamente mi copa y pagué la cuenta. Me despedí con una sonrisa del camarero rubio, divirtiéndome con el fuerte color que invadió nuevamente sus mejillas y me marché.
Estaba caminando por la acera de la calle cuando escuché el estrépito. Todas mis alarmas se activaron al momento. Me oculté en las sombras y observé el interior de los callejones. El bullicio procedía de la primera planta de un edificio. Parecía un salón, aunque no estaba segura. Un robo muy chapucero, probablemente.
Me dispuse a marcharme, sabiendo que no era asunto mío, cuando escuché un grito. Recuperé mi posición defensiva en mi escondrijo y volví a centrarme en la escena que se estaba desarrollando ante mis ojos. Los ladrones estaban saliendo del recinto, un total de tres, pero ellos no eran los que habían lanzado un grito al aire. No, ellos gruñían y refunfuñaban, furiosos. El que había gritado era un cuarto hombre, más delgado y pequeño que aquellos mastodontes, que estaba siendo arrastrado a la fuerza. Entonces lo comprendí. Esos animales no estaban robando bienes, sino personas. Estaban secuestrando a ese chico.
—Maldición. —mascullé hastiada.
Resoplé resignada, sabiendo que no me quedaba otra opción. No podía dejar que dañaran a alguien en mi propia cara, simplemente no podía hacerlo. Menos cuando estaba indefenso, a diferencia de mí. Saqué la pistola que llevaba en mi bolso y la cargué. Recogí mi vestido y, aprovechando mi velocidad y mi sigilo, me acerqué a ellos. Cuando estuve lo suficientemente cerca, disparé sin dudar a los tres individuos y aproveché el espasmo de sorpresa y dolor que les recorrió para actuar. De un contundente golpe con la culata de la pistola, le rompí la mano al animal que mantenía al chico sujeto por el cuello, y una patada en la ingle al que lo tenía por el brazo.
Cogí de la mano al asustado muchacho, que observaba sorprendido mi aparición, y marché corriendo con él. Me siguió obedientemente por los múltiples callejones por los que nos encaminé, esperando despistar a aquellos salvajes en caso de que decidieran seguirnos.
Mientras huíamos, una parte de mi mente se percató de la calidez de la palma en torno a la mía; de la extraña suavidad proveniente de una mano endurecida por el trabajo; y del sobrenatural temple que le embargaba, pues sujetaba mi mano con firmeza, en lugar de temblar del pánico y la adrenalina. Todos esos pensamientos inundaron mi mente mientras nuestros pasos se perdían en el frío suelo de las calles de Manhattan.
