Capítulo 1 (autora Virginia Camacho)
—Vas a tener que casarte, Terry —le dijo Robert GrandChester a su hermano menor mirándolo fijamente. Terry levantó su mirada del papel que estaba revisando sin hacer ningún ademán de sorpresa o enojo, a pesar de lo grave de las palabras que estaba escuchando. Robert suspiró y se sentó en el mueble frente a él—. No hay otra manera de solucionarlo —dijo—; sólo el matrimonio.
—¿Seguro que estudiaste todas las opciones? —preguntó Terry volviendo a mirar el documento que tenía en sus manos, y Robert entrecerró sus azules ojos, idénticos a los de su hermano, haciendo una mueca.
—Claro que lo hice. No te metería en semejante problema si no fuera porque, definitivamente, no hay nada que hacer para evitarlo. Los White irán a la bancarrota si no hacen algo pronto, y "algo" es casarse con quien le pueda proporcionar el dinero líquido que necesitan contante y sonante. Si alguien más se entera, pronto le lloverán a la heredera mil propuestas como esta, y ella tendrá que decidir, y la verdad, hace tiempo que tú y yo queremos tener el legado White en nuestras arcas.
—El dinero —dijo Terry en tono lacónico—, la verdadera razón de todo —Robert sólo se encogió de hombros—. Así que… —siguió Terry dejando al fin a un lado los papeles y mirando a su hermano a la vez que se recostaba al sillón en el que estaba— he de casarme, ¿eh?
—Robert sonrió.
—Sí. Te toca a ti.
—No conozco a la hija, ni si quiera sé cómo se llama.
—Candy —contestó Robert de inmediato—, y que no la conozcas es el menor de los problemas.
— ¿Y si decido que no me gusta, que es insufrible como todas las de su clase, y que prefiero perder las industrias white ?
—Robert hizo una mueca.
—Supongo que entonces quedarás exento de la horrible obligación de casarte.
—Gracias.
—Pero con el compromiso de conseguir la manera de que esa deuda sea saldada—. Terry se encogió de hombros, como si eso no le importara mucho. Robert hizo una mueca. La verdad, es que había muy pocas cosas en este mundo que sacaran a su hermano de sus casillas, su actitud flemática le hacía parecer frío y desinteresado con respecto a todo en el mundo, pero él mejor que nadie sabía que esto tan sólo era una máscara—. ¿Irás a verla, al menos? —Terry volvió a concentrarse en el documento, y, como si no estuviese decidiendo sobre su vida y su futuro, sino simplemente la ensalada de su cena, contestó:
—Claro. La veré.
—Concertaré la cita con John Damonds; está muy interesado en que esta unión se dé.
—Me pregunto por qué —Robert miró a su hermano apretando sus labios. John Damonds era el administrador de los bienes de las White desde que el único hombre de la familia, William, muriera menos de un año atrás. Lo estaba pasando fatal, pues las industrias cada vez tenían más y más pérdidas. Un paso más en esa dirección y todo lo que una vez tuvieron se iría a la mierda. Tenían el prestigio, el buen nombre, y toda esa tontería que los antiguos ricos de la ciudad de Chicago más valoraban, pero no tenían dinero. Y los GrandChester, por el contrario, sólo tenían dinero. Todo el dinero del mundo, pero sólo eso. En este mundo, todavía eran escoria, y eso era algo que carcomía a Robert más que a Terry.
Robert salió de la oficina de Terry dejándolo solo, y éste dejó otra vez a un lado el contrato que revisaba y se giró en su sillón para mirar por la ventana que tenía a un lado tomando aire profundamente.
El cielo estaba bastante despejado, y el sol primaveral brillaba haciendo alarde de su esplendor. Pero podía estar gris, nublado y lluvioso, que a Terry le habría dado igual. Se puso en pie y se asomó por el ventanal. Desde aquí, sólo podía ver los otros rascacielos de la ciudad, el pesado humo de los vehículos abajo, y nubes a lo lejos.
Hacía años que él y su hermano habían iniciado esta loca carrera hacia el poder, y siempre que pensaban que ya iban a llegar a la meta, se daban cuenta de que esta estaba más lejos de lo que pensaban. Unirse en matrimonio con alguien como Candy White, era sólo un paso más para alcanzar esa meta, poco importaba si ella era una preciosidad o un adefesio. Si les ayudaba a llegar por fin a la cima, sería una GrandChester. Para ella tal vez sería un descenso en esta excluyente, hipócrita y alta sociedad, pero si estaba necesitada de dinero, los aceptaría.
Esto sólo era la mejor demostración de la ley de la supervivencia del más fuerte, y ellos eran fuertes, más de lo que cualquiera podía imaginar.
—Están dispuestos a un diálogo —le dijo John a la viuda de William, Lucile, una hermosa mujer que aún no llegaba a los cincuenta años, y quien además se conservaba joven gracias tal vez a la genética, a las cirugías, o a las cremas, quién sabe.
Ella sólo lo miró con sus enormes ojos llenos de aprensión—. Han hecho una propuesta para sacarnos de este apuro. Son nuestros más grandes acreedores...
—Ya sabes que yo sé muy poco de estos temas —dijo Lucile con su característica voz suave— Pero, ¿crees que estén dispuestos a darnos una prórroga o… perdonarnos la deuda?,
—John suspiró.
—Sí, puede ser, pero son hombres de negocios, y ellos, especialmente, no dan puntada sin dedal. Créeme cuando te digo que se aprovecharán del apuro en el que estamos.
— ¿Son… de los típicos caníbales del capitalismo? —Damonds se encogió de hombros.
—Algo así.
— ¿Y qué condición crees tú que nos propondrán? —La más fácil de todas, la más obvia, desde mi punto de vista —Lucile lo miró expectante—. Quieren ser parte de la familia White —Lucile cambió su expresión de inmediato por una de confusión.
— ¿Ser parte… de la familia? —Uno de ellos se casaría con tu hija, Candy—. Lucile palideció, y sintió un frío bajar por su frente.
— ¿Te sientes bien, Lucile? —preguntó Damonds, preocupado. Era obvio que los GrandChester buscaban la manera de ingresar a la más alta sociedad, pensó Lucile sin mirarlo, y se estaban valiendo de su dinero, de su poder, y de su desesperada situación.
—Hay… ¿No hay otra condición? —Sólo esa, por ahora—. Lucile se masajeó las sienes suavemente con dos de sus dedos.
— ¿Qué edad tienen ellos? —Treinta y treinta y cuatro. Los dos están solteros y ninguno tiene hijos.
—Demasiado jóvenes.
—No para Candy, que sólo tiene veinticuatro.
—Me refería a… Ya sabes, Candy no va a aceptar.
— ¿Hablabas de ti misma? ¿Te ibas a ofrecer a ti misma en matrimonio?
—Sí, lo pensé por un momento… pero son demasiado jóvenes para mí… y mi hija, definitivamente, no va a aceptar. Oh, John… tienes que ayudarme.
—Quisiera, Lucile, pero me es imposible. Esa ha sido la condición que ellos pusieron… y si no aceptamos… tendremos que deshacernos de muchos de los bienes de la familia.
—Y si empezamos vendiendo, aunque sea un alfiler —dijo Lucile recordando las frases de su fallecido esposo—, terminaremos rematando nuestra alma.
—Cierto. —No tenemos salida, ¿no es así?
—No, Lucile. Las hemos buscado desde hace mucho. Ni siquiera William encontró una. Él mismo había considerado proponerles esto a los GrandChester sólo que temía que ellos rechazaran la propuesta y se dañaran las relaciones de negocio que tenían. Ha sido una sorpresa cuando ellos mismos se ofrecieron.
—Si William mismo consideró la idea de unirlos a la familia, es porque le caían bien. Les simpatizaban, ¿no?
—Es lo que pensamos —Lucile asintió llenando sus pulmones de aire.
—Está bien. Yo… hablaré con Candy —Damonds asintió, y de inmediato, Lucile tomó su teléfono para llamar a su hija.
Candy estaba recostada a su auto esperando en una de las tantas zonas de parqueo de la universidad de Illinois a que Sean, su novio, saliera al fin. Era consciente de que llamaba un poco la atención, y sabía que no sólo era por ella misma, que llevaba su cabello rubio y largo suelto, ocultando sus ojos tras unos lentes de sol y mostrando un poco de piel por sus pantalones cortos.
No, la mayor parte del crédito se lo llevaba su auto, un precioso Volvo plateado del modelo del año, que pensaba regalarle a Sean por su graduación. A él le encantaba el auto, lo adoraba, y ella quería ser generosa con el hombre que amaba. Sean no tenía dinero para comprarse un auto así, pues era de una condición económica diferente a la suya, pero eso no le importaba a ninguno de los dos. Ellos estaban hechos el uno para el otro. Si él estudiaba en esta universidad, se debía a que era buen deportista y se había conseguido una beca jugando con el equipo de baloncesto. Era un chico un año menor que ella, con un espectacular cuerpo de atleta, guapo e inteligente. Perfecto.
Él se acercó al fin, y al verla, sonrió ampliamente mostrándole su blanca dentadura. Candy caminó a él con paso decidido sonriendo también, y a mitad de camino, se abrazaron.
—Sabía que te encontraría aquí.
—Tu último día en la universidad. ¿Dónde más iba a estar?
—Te adoro —sonrió él besando sus labios. Acto seguido, le tomó la cintura y caminó con ella hacia el auto—. Estás bellísima. ¿Te hiciste algo en el pelo?
—A ella se le iluminó la mirada.
—Bueno, sí… Gracias por notarlo.
—Dime, cariño. ¿Tienes libre este fin de semana? —Ella lo miró conteniendo una sonrisa. A veces le preocupaba verse demasiado feliz.
— ¿Tienes algo pensado? —Sean se encogió de hombros.
—Planeaba ir a algún lugar contigo. Ya que no tengo que estudiar para ningún otro examen, quisiera pasarlo con mi hermosa y espectacular novia—. Ahora sí, Candy sonrió ampliamente.
—Sí estoy libre este fin de semana.
—Eso es perfecto—. Él, como un acuerdo tácito que había entre los dos, se sentó al volante del Volvo y maniobró saliendo de la universidad. Candy evitó suspirar mientras miraba las fuertes manos de su novio sobre el volante. Su teléfono estaba timbrando.
Vio en la pantalla que se trataba de su madre y se extrañó. Ella sabía que estaba aquí con Sean, y por lo general, no interrumpía, a menos que fuera importante.
—Hola, mamá. ¿Sucede algo?
—Tienes que venir a casa, cielo —dijo Lucile en un tono que preocupó a Candy, haciéndole fruncir levemente el ceño—. Hay algo importante que… debes saber.
—¿Es grave?
—No quiero alarmarte, pero sí. Es grave.
—Tú estás bien, ¿verdad? No te ha ocurrido nada.
—Yo estoy bien —sonrió Lucile—. Siento echar a perder los planes que de pronto tenías con tu novio, pero… te necesito aquí en casa —Candy se mordió los labios y miró a Sean, que elevó sus cejas, interrogante, pero ella le sonrió sacudiendo levemente su cabeza.
—Está bien. Nos vemos en casa, entonces —Sean de inmediato frunció el ceño, pero ella levantó su mano pidiéndole paciencia.
—Lo siento tanto, hija.
—No te preocupes. Nos vemos entonces —Candy cortó la llamada y miró a Sean, que ya parecía un poco disgustado—. Es mamá. Me pidió que fuera a casa… Sonaba… preocupada por algo, y ella no es así. Lo siento.
—Es que no quiere que estés conmigo. Ya sabes que no le caigo del todo bien.
—Eso no es cierto. Ella te quiere. Si no fuera así, lo diría directamente—. Sean hizo una mueca de disgusto.
—Entonces no vas a pasar la noche conmigo—. Ella se sonrojó, como siempre que él tocaba esos temas tan directamente.
—Bueno, espero que esto no me tome mucho tiempo. Podríamos vernos después. ¿Me llevas a casa, por favor? —él la miró confundido, pues si él la llevaba a su casa, luego él tendría que irse en autobús a la suya—. Te prestaré el auto el día de mañana en compensación, ¿te parece? —él sonrió.
—No es lo mismo, yo preferiría estar contigo esta noche. Pero está bien —dijo él al ver que ella iba a insistir—. De verdad espero que todo esté bien —ella no dijo nada, sólo encendió su teléfono para enviar unos cuantos mensajes.
Candy llegó a su casa y de inmediato traspasó la puerta principal. Encontró a su madre y a Damonds sentados en una de las salas. Ver a Damonds allí fue como un mal presagio para ella. El hombre era un socio y empleado de su papá desde que ella era una niña, se tenían mucha confianza, las dos familias eran muy unidas, y Damonds había sido el albacea de su padre al morir éste.
Ahora mismo, era quien dirigía las empresas en espera de que ella tomara las riendas, pero habían pasado diez meses y todo seguía igual. Se acercó a su madre dándole un beso en la mejilla y saludó con un apretón de manos a John.
—Candy —empezó a hablar Damonds—, estamos en la bancarrota—. Candy abrió sus labios quedándose estática en el sofá. Miró de arriba abajo a Damonds, que estaba sentado frente a ella con un maletín en sus manos, y al oírlo, sintió que el cuerpo se le paralizaba.
De no ser porque sabía que Damonds era un hombre serio, y que en cosas del trabajo no bromeaba ni hacía chistes, se habría echado a reír.
—No es posible —fue lo que atinó a decir. Como si se hubiese esperado esta respuesta, Damonds suspiró y abrió su maletín, sacando varios documentos y enseñándoselos. Candy había estudiado negocios, tal como su padre le había pedido, porque algún día ella heredaría y tomaría el control de White Industries.
Todavía era demasiado joven para eso, y algunos socios tenían la esperanza de que se casara con alguien idóneo para el cargo, pues no estaban muy seguros de que fuera una mujer, sobre todo, de su edad, quien los liderara. Ya su padre le había advertido que sería difícil convencerlos, pero él había muerto muy pronto, y ella aún estaba a mitad de camino de una especialización. La compañía había estado en manos de terceros porque ella aún no estaba lista, y ahora se encontraba con este desastre.
—No es posible —volvió a decir, ahora con más fuerza. Damonds asintió—. Pero… papá dejó una empresa líquida, boyante, próspera… o es lo que creí…
—Ni tan líquida, ni tan boyante. Tenemos deudas demasiado grandes, y nuestros acreedores no son pacientes, por el contrario. Están esperando la oportunidad de caernos como buitres.
—No, no —insistió Candy poniéndose de pie—. ¡Papá no me dijo nada!
—Porque creía que lo solucionaría. Creyó que no necesitaría preocuparlas con esto.
— ¿Te lo dijo a ti, mamá? —Lucile bajó la mirada meneando su cabeza—. ¿No te lo dijo siquiera a ti?
—Lo siento. Tampoco me lo imaginé. Sí lo vi… bastante preocupado los últimos meses, pero siempre me decía que no era nada importante. Y de repente ese infarto… se lo llevó de mi lado.
—El infarto se debió, tal vez, a sus múltiples preocupaciones.
—Pero ¿cómo es posible que una empresa tan sólida, tan antigua… de repente esté en quiebra?
—No ha sido tan de repente —siguió Damonds pasándole los documentos, y Candy empezó a hojearlos—. Hace un par de años tuvimos una pérdida seria. Intentamos recuperarnos con tratos y convenios, pero las cosas no mejoraron. Por el contrario, todo se fue yendo a pique…
—Damonds siguió hablando, y a cada palabra, cada documento, cada prueba, Candy perdía cada vez más el color, al tiempo que un frío desagradable le recorría la piel. Según lo que Damonds le contaba, y lo que ella misma podía evidenciar en estos papeles, estaban endeudados hasta el cuello.
— ¿Cómo es que hasta ahora me entero de esto? —le preguntó a Damonds en tono de reproche, y éste apretó un poco los labios.
—Porque es el momento de tomar una decisión. No puedo hacerlo yo, no puede hacerlo ninguno de la mesa directiva, sólo ustedes dos.
—Una decisión…
—Declararnos en bancarrota es una de las opciones.
— ¡Eso sería nefasto! —exclamó Candy—. Debe ser la última opción, tiene que haber algo que podamos hacer—. Damonds miró a Lucile de manera significativa, y ella comprendió el mensaje. Posó su mano sobre el brazo de su hija y con suavidad dijo:
—Casarte—. Candy la miró en silencio por largos segundos. Escudriñó en sus ojos buscando tal vez la sombra de una broma, pero Lucile se veía tan asustada y angustiada como ella. Sin decirle nada, desvió su mirada a Damonds.
—Los GrandChester se han ofrecido en matrimonio —dijo él en respuesta a su silenciosa pregunta—. Son nuestros mayores acreedores, pero están dispuestos a… perdonar la deuda a cambio del matrimonio y, además, nos ayudarían a pagar lo demás, que no es poco.
— ¿Quiénes son los… los qué?
—Los Grandhester. De Bros Company… socios y amigos de tu padre.
—Nunca me habló de ellos.
—Bueno… —Candy meneaba su cabeza mirando a su madre como si le suplicara que por favor le dijera que todo esto era una pesadilla, pero Lucile sólo pudo apretar un poco más su brazo, lamentando lo que les estaba pasando.
— ¿No hay… otra opción?
—Claro, otros más se ofrecerán en matrimonio en cuanto sepan que necesitas el dinero.
— ¡Otra solución que no sea el matrimonio!
—Vender. Vender, rematar, deshacernos poco a poco de todo. Y aun así… —
¡Papá no querría algo así! Habría que hacerlo por partes, y eso… sería terrible.
—Son las únicas opciones. Si vendes, quedarías libre de deudas, pero… desde ahí en adelante, tendrás que trabajar para vivir.
—No me da miedo el trabajo. Eso puedo hacerlo. —Sí —contestó Damonds—, con tus estudios, seguramente conseguirás ser la secretaria de alguien. Sin experiencia, no conseguirás un empleo muy bien pago, pero te alcanzará para vivir. Pero hay muchas familias que quedarán en la calle, Candy; gente trabajadora que hipotecó su casa para conseguir otras cosas porque creían que la empresa donde trabajaban era estable y segura—. Los ojos de Candy se humedecieron.
Se recostó en el sofá en el que estaba y miró al techo. Recordó ahora la última vez que vio a su padre con vida; había parecido tan tranquilo y seguro de su porvenir que ella jamás sospechó que estaba soportando graves preocupaciones.
Él no le había dicho nada. Para que su herencia estuviera en un estado tan lamentable, era porque había iniciado la caída desde hacía mucho tiempo, pero él se había quedado callado.
— ¿Papá conocía a… esas personas?
—Claro que sí. Como te dije, eran socios y amigos.
— ¿Amigos?
—Bueno, él los consideraba así. Los GrandChester tienen… cierta reputación.
—No había oído hablar de ellos hasta hoy.
— ¿Te entrevistarás con ellos? —preguntó Dammonds con esperanza, pero Candy no contestó, sólo cerró con fuerza sus ojos—. Al menos, una entrevista. Habla con ellos.
— ¿Tendré que elegir a uno de los dos como marido?
—Uno de ellos vendrá aquí. Están muy interesados en… la decisión que se tome.
—Y si uno de los dos decide que no…
—Ellos tendrán que cobrar el dinero que le debemos por la vía legal… y usted tendrá que rematar cada cosa dentro de esta casa—. Se escuchó el sollozo de Lucile, y el estómago de Candy se encogió.
Ella estaba dispuesta a trabajar para vivir. Había visto cómo Sean lo había conseguido, cómo era capaz de mantenerse con dignidad, pero su madre era otra cosa. Era verdad que Lucile era una mujer fuerte, pero hacía poco había perdido a su marido y desde entonces estaba muy afectada; perder su casa, su comodidad, sería otro golpe que no sabía si resistiría. Y por otro lado… toda esa cantidad de gente que dependía de ella, de su decisión...
No sabía esto, no había imaginado que en sus hombros descansara tremenda responsabilidad. Se habría conducido con mayor juicio si lo hubiese sabido. Por Dios, ¡acababa de comprar un automóvil carísimo, y pensaba regalárselo a Sean!
—Primero, quiero una junta con los directivos de las empresas —dijo Candy—. Necesito asegurarme del verdadero estado de todo.
— ¿Estás segura?
—No es que desconfíe de tu palabra, Damonds, sólo quiero… estar al tanto.
—Como quieras.
—Luego de que escuche todo… tomaré una decisión.
—De acuerdo. Hablaré con los GrandChester y…
— ¡No! —exclamó Candy mirándolo severa. Cuando él se quedó en un silencio interrogante, ella se explicó: —Ellos de último. No quiero… si no es necesario, no quiero conocerlos—. Damonds tragó saliva asintiendo. Cuando se diera cuenta de toda la verdad, no sólo tendría que conocer a uno de los GrandChester; también tendría que tomar su apellido.
Candy se tiró en su cama mirando el techo sintiéndose agotada, completamente agotada. Había estado en reunión tras reunión todos estos días, pero no era eso lo que había agotado sus energías, eran las noticias recibidas en esas reuniones.
Tal como Damonds le había dicho, no había mucho que hacer; sólo tenía dos opciones: casarse, o irse a la banca rota. Lucile entró a su habitación con paso silencioso y se sentó a su lado en la enorme cama. Extendió una mano a la suya apretándola con suavidad.
—Quisiera poder ocupar tu lugar en esta decisión tan terrible que tienes que tomar —le dijo Lucile, y Candy sólo apretó con fuerza sus ojos.
—No digas eso, porque entonces, yo estaría deseando tomar tu lugar —Lucile sonrió. Recordó que no siempre ellas habían sido unidas; durante mucho tiempo, su hija había preferido a su padre por encima de ella, pero luego ella había madurado un poco, y se habían hecho más cercanas, y esa cercanía se estrechó luego de la muerte de William.
—Sabes, yo sé organizar eventos —dijo Lucile con una sonrisa—. Siempre he sido buena organizando fiestas para tu padre; cenas y soirées. ¿Lo recuerdas? Tal vez podamos, entre las dos, crear una nueva empresa—. Al oírla, Candy se sentó en la cama mirándola con seriedad.
—Mamá, lo difícil no es volver a empezar. Sé que estás dispuesta a sacrificar muchas cosas por mí, pero no será necesario.
— ¿Qué… qué piensas hacer? —Candy respiró profundo.
—Me… me entrevistaré con los hermanos GrandChester. Les haré una propuesta.
— ¿Aceptarás casarte con uno de ellos?
— ¡Claro que no!
— ¿Entonces?
—Ellos son nuestros mayores acreedores. Tal vez se pueda hacer algo. Hablaré con ellos. Jugaré mi última carta—. Lucile apretó sus labios, y se apresuró a añadir: —Tal vez me escuchen. Tal vez no todo esté perdido.
—Si decides que son demasiado horribles y que por ningún motivo te casarías con ellos, recuerda que no me importa trabajar—. Candy se acercó a ella y le besó la mejilla.
—Gracias. Eres la mejor del mundo—. Lucile la vio ponerse en pie y tomar su teléfono—. ¿Damonds? —saludó ella—. Dile por favor a los GrandChester que estoy dispuesta a hablar con ellos. Sí, aquí en mi casa. ¿Este sábado? Bueno… está bien. Tendré que cancelar algunas cosas, pero entre más pronto, mejor. Gracias—. Candy cortó la llamada y miró a Lucile con una sonrisa que no le llegó a los ojos—. Los veré este sábado. Vendrán a cenar. ¿Podrías, por favor, ayudarme en la organización de esta cena en particular? —Lucile sonrió.
—Claro que sí, hija.
Terry entró a la hermosa casa mirando todo en derredor. Era una casa preciosa de dos plantas, con un enorme jardín que había podido admirar a pesar de estar ya oscuro. La fachada imponía, con su doble escalinata para llegar a la puerta principal, el lobby car y los altísimos pinos flanqueando la mansión. Por dentro no era menos imponente. Todo se veía de muy buen gusto, todo en su lugar, elegante, fino. Seguro que, si pasaba el dedo por cualquier superficie, éste no recogería ni la más pequeña mota de polvo, pensó con una sonrisa torcida.
—Sígame, por favor —dijo una mujer de mediana edad que llevaba un impecable uniforme, y con la gracia de una dama, lo condujo a través del vestíbulo hasta una preciosa sala de muebles blancos, con pinturas coloridas colgadas en las paredes y una hermosa araña de cristal pendiendo del techo que les regalaba su luz. Era asombroso cómo los ricos no sólo podían conseguir las cosas más finas, sino, también, hacerlas encajar unas con otras, pensó mirando la araña de cristal. Nada aquí parecía ostentoso o chabacano, y esa era una virtud que imaginaba que sólo las mujeres criadas en la alta sociedad eran capaces de conseguir.
—Señor GrandChester —dijo la voz de una mujer, y Terry se giró a mirarla.
Era Lucile White que bajaba por las escaleras mirándolo con una sonrisa cordial. Él se acercó a ella y le extendió su mano, y ella le dio la suya con la palma hacia abajo. Las mujeres de la alta sociedad tenían esta costumbre, recordó. Era como si esperasen que los hombres se arrodillaran y les besasen el dorso como en los tiempos antiguos. Él sólo la estrechó suavemente. —Señora White…
—Ella movió su mano señalando los muebles, y caminaron hacia allí. Lucile se sentó, y Terry hizo lo propio.
—Mi hija bajará en unos minutos. Está… preparándose.
— ¿Psicológicamente? —preguntó Terry sin sonreír. Imaginando que eso sólo podía ser una broma, Lucile rio quedamente.
—No se lo tome a mal. Ha sido un poco difícil para nosotras… por todo lo que hemos tenido que pasar.
—Imagino.
—Pensé que también vendría su hermano —dijo Lucile mirando hacia la puerta, como si el otro sólo se hubiera retrasado un poco.
—No es necesario que venga —contestó Terry. Lucile esperó que agregara algo, pero él sólo guardó silencio.
—Ah, bueno… pensé que los asuntos más importantes los decidían entre los dos.
—Así es. Y este asunto ya ha sido decidido por parte nuestra.
—Es decir…
—Buenas noches —dijo la voz de Candy, y Terry se puso en pie. Se miraron el uno al otro por dos, tres, cuatro segundos.
Tal vez midiéndose, tal vez admirándose un poco. Ella era guapa, comprobó Terry. Robert le había enseñado una fotografía suya en su teléfono antes de venir aquí, ya que él no se había dado a la tarea de buscarla en las redes sociales, pues las fotos podían decir una cosa, y la realidad otra. Pero en este caso, Ella era la misma tanto en fotos como en persona, y él sonrió internamente, rubia, y llevaba su cabello largo y un tanto ondulado suelto a su espalda. Sus ojos lo miraban con inteligencia, cosa que le encantaba en una mujer, y definitivamente, las curvas de ella estaban muy bien puestas. A
pesar de su ropa discreta, pudo adivinar debajo senos capaces de llenar sus manos, una cintura estrecha y… En fin, que era guapa.
—Buenas noches —contestó él a su saludo. Ella no ofreció su mano palma abajo, sino que le estrechó la suya firme y brevemente. Esto le gustaba, pensó otra vez.
Candy le indicó que tomara asiento, y le lanzó a su madre una fugaz mirada. Había investigado un poco acerca de los GrandChester, y lo que se había encontrado la había dejado un poco preocupada.
Ellos eran… bastante singulares. Este de aquí era alto, de eso no había duda, pero… parecía venir directo del taller donde él mismo hubiese estado reparando su auto. Llevaba una horrible chaqueta de cuero de dos colores, negro y miel, y debajo, una camisa que no hacía juego. El pantalón estaba pasado de moda, arrugado, y aunque él parecía pulcro, su ropa dejaba mucho que desear. ¿De verdad era un hombre de negocios? ¿No les estaban jugando una mala broma y habían enviado al chofer para burlarse de ellas?
—Tienen una hermosa casa —dijo él sin sonreír, y Lucile sí lo hizo.
—Gracias. Ha sido el esfuerzo de muchos años. La construimos al gusto de William y mío. Bueno, más mío que suyo.
—Pues, tiene muy buen gusto, señora —Lucile lo miró ladeando su cabeza, y al decidir que su elogio era sincero, sonrió.
— ¿Desea que hablemos de negocios ahora, o después de la cena? —preguntó Candy sucintamente. Terry la miró fijamente. Él tenía ojos azules, un poco fríos, la verdad. Inteligentes, escrutadores. Le hizo sentir como si la estuviera estudiando con rayos x.
Tenía el cabello castaño en un corte clásico, y su piel, de un tono natural, hacía resaltar aún más sus ojos, y a pesar de la mala elección en su indumentaria, con sus actitudes, su mirada, y hasta el tono de su voz, pudo comprobar que este hombre de aquí no era ningún empleado; había demasiada seguridad en su mirada, en sus ademanes. Parecía el tipo de persona que no bajaba la cabeza fácilmente, que se mantenía en su posición a menos que se le convenciera a cabalidad de lo contrario, que estudiaba a fondo cada situación.
Si llegaba a convertirse en un enemigo, pensó, sería uno muy formidable. Y no podía negar que, la armonía de su rostro, más el halo de confianza que lo envolvía, lo hacían un hombre bastante guapo.
—Como lo prefiera —contestó él a su pregunta de antes.
—Entonces, los dejaré a solas —dijo Lucile poniéndose en pie. Terry se puso en pie con ella, y hasta que no salió de la sala, no volvió a sentarse. Candy cruzó sus piernas a la altura del tobillo, manteniendo su espalda recta, y tomó de la mesa del café una carpeta que había estado allí dispuesta para su reunión.
Para esta ocasión, había elegido un conjunto de falda blanca con un blazer azul celeste; le daban un aspecto afable a la vez que profesional, y esto era una reunión de trabajo, no social. Pero ahora pensaba que difícilmente un hombre que vestía como éste de aquí podría comprender el lenguaje de los colores. No importaba; ella vestía para sí misma, no para impresionar a los demás.
—He hablado con el personal directivo de White Industries —dijo—. Ellos piensan que… no hay solución para nuestra situación —lo miró de reojo, pero él no dijo nada, sólo seguía mirándola fijamente. Tragó saliva y siguió—. Tenía la esperanza de que entre los dos pudiéramos llegar a un acuerdo. O entre los tres, pero su hermano no vino.
—Tal como le dije a su madre, no era necesaria la presencia de Robert aquí.
—Bueno, dado que son socios…
—En este caso, la decisión final la tomaré yo… o usted y yo, según el acuerdo al que lleguemos.
—Nos han hablado de matrimonio —atacó de inmediato, pensando tomarlo por sorpresa al abordar el tema sin preámbulos, pero él no pareció sorprendido—. Quiero que sepa que lo descarto por completo—. Por fin una reacción, notó ella. Él elevó una ceja y siguió mirándola—. No pienso casarme por dinero.
—Entonces… ¿a qué he venido?
— ¿Disculpe?
—Pensé que se me había hecho venir aquí porque esa parte ya estaba decidida. Hay más de cien millones de dólares en medio, y son nuestros; ustedes no los pueden pagar… ¿Qué piensa hacer, entonces? —Candy se fue poniendo roja. ¿Qué tipo de hombre era este? No se parecía a nada que hubiese tratado antes. No era, desde luego, un caballero, echándole en cara de inmediato la cantidad de dinero que le debía. No eran tres centavos, era mucho, ¡mucho!
—Entonces, ¿sólo vino aquí porque creyó que ya tenía las manos puestas sobre White Industries?
—Vine aquí a conocer a mi futura esposa.
— ¡No seré su esposa!
—Entonces, no hago nada en esta casa —dijo él poniéndose en pie—. Nos veremos en las cortes, supongo.
— ¿En las cortes? —preguntó ella palideciendo y poniéndose también en pie— ¿Por qué las cortes?
—Porque requerimos de ese dinero. Si no están dispuestos a pagarlos, entonces, tendremos que buscar la manera de recuperarlo.
— ¡Tampoco lo recuperaría si se casa conmigo! —él sonrió al fin, pero fue una sonrisa desagradable, gélida.
—A cambio de los beneficios que supone ser el marido de una White, del pase de abordaje que esto me daría a la más alta sociedad… a los beneficiosos vínculos que de aquí en adelante podremos establecer… bien vale la pena sacrificar cien millones de dólares.
—Es usted un… —él la miró esperando a que terminara su frase, pero ella pareció darse cuenta de que no podía insultar al hombre que tenía su vida y su economía en sus manos, y se compuso tan rápido como pudo—. No puedo casarme —dijo, e, inevitablemente, los ojos se le humedecieron—. Ya tengo un novio… y estoy enamorada de él.
— ¿Qué clase de novio es que no ha podido proporcionarle una salida a la situación en la que está?
—No conoce mi situación, y de conocerla, Sean no podría hacer nada, ya que es de una condición social menos privilegiada.
—Sean es pobre —se burló Terry—. Pobre diablo.
— ¡No le permito que hable así de él!
—Lo ama, pero no le ha confiado la situación tan terrible en la que está; que puede que se case con otro para salvar su trasero de la pobreza, y que ya no es la rica que seguramente él cree que es.
— ¿Qué está insinuando? ¿Y qué manera es esa de hablarme?
—Me parece que no es cierto eso de que ama al pobre Sean —siguió él dando unos pasos hacia la puerta.
— ¿A dónde va?
—A casa. Tengo hambre.
—Pero… —Candy se encontró, por primera vez en su vida, sin saber qué hacer, ni qué decir; ni siquiera, cómo comportarse en su propia casa y delante de un hombre. Dios, de verdad, ¿qué tipo de hombre era este?
—Vine aquí específicamente por una razón, pero usted la ha echado por tierra. Esto conlleva al rompimiento de todo convenio que hubiese entre los White y los GrandChester en el pasado. De ahora en adelante, de nada sirve que nos conozcamos personalmente, lo haremos todo a través de nuestros abogados—. Él llegó a la puerta y la atravesó sin siquiera girarse para despedirse.
Se estaba yendo de verdad, no era un farol. Candy tuvo que correr tras él. Lo alcanzó en el jardín, y le tomó la mano para detenerlo. Él sólo se giró y la miró como si nada.
—Entiéndame —le pidió ella soltándolo en cuanto hicieron contacto visual—. Es algo… moral.
—La moralidad no pagará sus deudas.
— ¡A usted no lo amo, ni siquiera lo conozco! ¡A Sean sí! No sé si lo entienda, pero…
—No. No lo entiendo. No me interesa, tampoco. Siga con Sean, nada se lo impide.
—Claro que sí, ¡usted y su… intransigencia me lo impiden!
—Me llama intransigente porque no le regalo cien millones de dólares que me pidió prestado su padre. Me llama intransigente porque no le dejo ser feliz al lado de su pobre Sean conservando también su vida acomodada cuando fue su padre el que la privó de ello. Si quiere echarle la culpa a alguien, échesela a William, que aun cuando estaba endeudado, no hacía sino prestar más dinero, arriesgar más, hundirse más. No me culpe a mí. Yo sólo soy un hombre de negocios cobrando su dinero, dispuesto a hacer un trueque milenario: matrimonio, dinero, posición social… ¿No la educaron a usted para esto? ¿No se supone que las niñas de la alta sociedad crecen con el conocimiento de que ni su cuerpo, ni sus vidas les pertenece? —Candy apretó sus labios e intentó contener las lágrimas. Respiró profundo odiando que él tuviera razón. Él tenía razón, diablos, pero no podía evitar dar una última brazada antes de hundirse.
—Le… le pagaré.
— ¿En cien años? Quién disfrutará ese dinero al final, ¿mis tataranietos? No, señorita. Usted no podrá pagar.
—Entonces…
—Pague de la manera que puede, con lo único que tiene —él la miró de arriba abajo, y Candy elevó la mano dispuesta a abofetearlo, pero él se la detuvo antes de que hiciera impacto. Le torció suavemente el brazo hasta que casi la pegó a su cuerpo, y ella pudo mirarlo detalladamente a la luz de las farolas exteriores de la casa—. Como mi esposa, a usted no le faltará nada —le dijo con voz grave, casi ronca, y Candy contuvo una exclamación, aunque no supo si de sorpresa, enojo, o alguna otra emoción.
Él había cambiado su tono de voz y ahora parecía un hombre completamente diferente, con su rostro tan cerca del de ella, mirándola con sus fríos y azules ojos. —Nada te faltará—siguió él—, en ningún sentido; yo me encargaría de que fueras la mujer más mimada sobre la tierra. Eres hermosa, y parece que eres inteligente; ya con eso, tienes casi el noventa por ciento de las cosas que busco en una mujer. Si además eres leal, lo tendrás todo, Candy. El paraíso, si me lo pides—. Candy sintió un leve estremecimiento al escucharlo. Sus palabras, sus promesas que, de alguna manera, no sonaban huecas, como las de los hombres ordinarios; y su nombre en sus labios, con esa voz… Parecía, más que una promesa, un juramento. Este hombre jura y cumple, pensó. Para bien, o para mal.
—Amo a otro hombre —insistió. Él la soltó, y a pesar de lo profundas que habían parecido sus palabras anteriormente, ahora simplemente se encogió de hombros.
—Es tu decisión, entonces—. Sin vacilar, él caminó hacia su auto y se internó en él.
Candy lo vio irse sintiendo que el cuerpo le temblaba. Esta reunión había ido muy mal, muy diferente a como lo había imaginado. Lo había hecho todo mal, pero no esperó que este hombre fuera así. Otro, más caballero, más educado, habría llegado a un acuerdo con ella. Pero al parecer, éste era harina de otro costal. Claro que lo era, pensó con desprecio. No había sino que mirar cómo vestía para saber que definitivamente no era como los demás hombres.
— ¿Qué pasó? —preguntó Lucile llegando a su lado—. ¿Por qué se fue? —Candy cerró sus ojos. Había dejado ir la que al parecer era la única manera de que su madre siguiera conservando su estilo de vida, su casa, su tranquilidad.
—Mamá… perdóname —susurró—. Parece que vamos a ser pobres—. Lucile se acercó a su hija y le rodeó los hombros. Ella, llorando, se recostó en el suyo.
— ¿Es tan insufrible que no soportas estar con él ni diez minutos?
— ¡Es horrible!
—Está bien, entonces. No pasa nada. Si esto me hubiese pasado con William, tampoco me habría casado —Candy se separó de su madre y la miró confundida. Lucile sonrió—. El nuestro, también fue un matrimonio por conveniencia.
— ¿Qué? ¡No! ¡Ustedes se casaron enamorados! —Nos enamoramos casados, que es diferente. Pero si Terry no es capaz de conquistar el corazón de mi hija, no vale la pena. Ven, vamos a cenar.
—Oh, mamá, la cena. Lo siento tanto.
—Es él quien debe lamentarlo. En ningún restaurante probará un plato como el que yo le había preparado.
—Llamas demasiado pronto —dijo Robert por teléfono hablando con su hermano. Terry hizo una mueca mirando fijamente la carretera.
—La señorita no quiere casarse. Fin del acuerdo.
— ¿Prefiere la bancarrota? No es posible.
—Parece que sí —Terry dejó salir el aire—. Está enamorada de un tal Sean.
— ¿Qué?
—El chico es pobre, pero ella está enamorada. — ¿Ese es su impedimento para casarse contigo? —Al parecer.
—Increíble. ¿Por qué las mujeres son tan estúpidas? Cada día me asombro más.
—No, ella no parece estúpida. Me pareció que es inteligente… un poco ingenua, pero inteligente.
—Ah, la apruebas.
—Completamente. Su pequeño defecto es el novio que tiene, y no soy yo—. Robert se echó a reír.
—Tal vez haya que hacer algo al respecto.
— ¿Borrarle la memoria a Candy?
—Hay más de una manera de cazar liebres.
—Si lo dices tú…
—Te lo digo yo —sonrió Robert—. Yo me hago cargo. En unos días, Candy te rogará que te cases con ella.
—Ten cuidado con lo que haces.
—Todo legal, muchacho. Fue nuestro acuerdo.
—Espero que no lo hayas olvidado.
—Claro que no. Nos vemos mañana, entonces—. Terry cortó la llamada sin añadir nada más, y siguió mirando la carretera. Olfateó su mano. En ella había quedado un resto del perfume de Candy cuando la había atrapado evitando que lo abofeteara. Ah, delicioso, cautivante, delicado. Tal como ella. Necesitaba un par de horas más a su lado para comprobar otras cosas acerca de ella, pero por ahora, le estaba gustando mucho. Por primera vez, deseó que una mujer pusiera su interés en el dinero por encima de sus sentimientos. Ironías de la vida.
— ¿Qué pasa? —reclamó Sean con voz suave, mirándola con ojos preocupados. Acababan de salir de un restaurante, donde habían estado celebrando su reciente graduación, hablando acerca de una oferta que le habían hecho para seguir estudiando en Europa y que había rechazado. Ella, lamentablemente, no le había estado prestando toda su atención, y ahora caminaban hacia el auto—. Estás aquí, y al tiempo, no —siguió él—. ¿Algo te preocupa? —Ella se mordió los labios. Había estirado el tiempo evitando contarle las cosas a Sean, pero las palabras de ese Neandertal diciéndole que no confiaba en su propio novio la perseguían. Se detuvieron frente al Volvo, y, sin hacer ademán de sacar las llaves, Candy se recostó a él dejando salir un suspiro cansado.
—Sean… tengo algo importante que decirte —empezó a decir con voz un tanto insegura. Sean extendió la mano a ella y le echó el cabello atrás con suavidad. Ella cerró sus ojos ante el delicado gesto, tan propio de él.
—Puedes contarme lo que sea—. Candy sonrió. A pesar de que Sean no tenía millones, él sí era un caballero, un príncipe.
—Se trata de… las empresas. Es algo muy grave.
— ¿Estás en problemas?
—Sí, algo así. Papá, antes de morir… estaba en la quiebra —él la miró quieto y en silencio, sorprendido, y Candy cerró sus ojos con fuerza—. Lo perderemos todo, Sean.
— ¿Perderlo todo? —Todo, absolutamente. Las casas, las fábricas… los bienes en el extranjero… Ya hemos empezado con el remate de algunas cosas…
— ¿Algo así es posible? —preguntó él, y ella no pudo sino sonreír.
—El dinero se acaba si es mal administrado.
—Pero, ¿cuántos años de mala administración tuvo que soportar tu herencia para… acabarse? —Candy se encogió de hombros— Y ahora, ¿qué vas a hacer? —Candy sintió una punzada en su estómago, y no supo por qué.
—Bueno… luego de que se venda todo, se remate, o pase a manos de nuestros acreedores, mamá y yo tendremos que buscar dónde vivir…
— ¿Perderás tu casa?
—Sí, me temo que sí.
— ¿Lucile lo sabe? — ella asintió—. ¿Y qué vas a hacer de ahora en adelante? ¿De qué vas a vivir? —ella se miró las manos con el ceño fruncido. Damonds le había dicho que, con sus estudios, lo mejor que conseguiría sería un empleo como secretaria, pues no tenía experiencia. Ella no creía que fuera así. Tal vez ahora no tenía dinero, pero seguro que aún le quedaban unos pocos amigos de su padre que sin duda la ayudarían dándole un empleo de ejecutiva. Tenía un posgrado, después de todo.
—Trabajar, así como el resto del mundo.
—Va a ser difícil para ti —ella lo miró e intentó sonreír. No podía culparlo de que pensara así; hasta ahora, él no la había visto trabajar, pues tenía una generosa mensualidad con la que podía darse una vida bastante holgada. En una ocasión le había dicho cuánto recibía mensual, y él, un poco chocado, le había dicho que eso sus padres lo recibían al año con mucho esfuerzo. Pero ahora la vida le había cambiado, y lo estaba haciendo por él, básicamente. Si ya no le hubiese entregado su corazón, se habría sacrificado para salvar White Industries, pero ahora que él estaba en su vida, no podía irse a los brazos de otro hombre, menos por dinero.
—Lo superaremos —dijo, y se recostó en su hombro suspirando. Si lo tenía a él, pensó, ésta difícil prueba quedaría pronto atrás.
—Imagino que empezarás a vender todo pronto —siguió él acariciando su cabello, y Candy tragó saliva.
—Sí. Las cosas se han podido mantener en silencio, pero pronto aparecerá en la sección de economía de los diarios que White Industries ha desaparecido.
—Pero, ¿no te queda absolutamente nada? Digo, ¿ni siquiera puedes conservar uno de los autos? —Candy pensó en su Volvo, el que había pensado regalarle, y sintió mucho pesar.
—No. Nada. Saldremos sólo con la ropa, una que otra joya que tal vez podamos vender para sobrevivir mientras encuentro algo que hacer, y cosas sin más valor que el sentimental. Todo, todo, pasará a manos de… —una fugaz imagen de ciertos ojos azules y fríos le atravesó el alma como un puñal afilado —nuestros acreedores —completó—. Todo pasará a sus manos.
—Es terrible, —susurró él—. No me imagino cómo te estás sintiendo.
—Muy mal, es verdad —contestó ella con una sonrisa que él no pudo ver, pues hundió el rostro en el hueco de su cuello—. Pero soy fuerte y lo superaré. Trabajaré y saldré adelante—. Y si te tengo a ti, quiso decir, pero se contuvo, todo será más llevadero.
En los días que siguieron, Candy estuvo bastante atareada. Declararse en bancarrota era una labor terrible, dura, y larga. Era casi tan tedioso como demostrar que podía pedir un préstamo millonario en el banco, y desde la mañana hasta la tarde, estuvo en reuniones acordando los precios a sus preciados bienes. Casas, fábricas, tiendas, marcas y otros bienes materiales e inmateriales. Todo se estaba poniendo en orden para que pasara a manos de terceros.
No había tenido oportunidad de volver a encontrarse con Terry. Tal como él había dicho, estaban resolviéndolo todo a través de abogados. Al parecer, su majestad estaba demasiado ocupado como para venir a hacerse cargo de estos menesteres él personalmente, y mandaba a sus secuaces. Lo odiaba con todo su ser.
Su teléfono timbró, y lo buscó dentro de su bolso con el corazón latiendo rápidamente. Desde ayer no sabía nada de Sean, y eso la tenía preocupada, y pensando que era él, tomó su teléfono. En la pantalla pudo ver que era alguien de la empresa, no Sean, y el corazón se le encogió un poquito. Necesitaba a su novio. Lo necesitaba en este trago amargo que estaba pasando. Se hizo de noche, y lo llamó, pero su teléfono sólo timbró y timbró. Era extraño. Algo debía estar pasando.
Le envió un mensaje de texto preguntándole dónde estaba, pero pasaron los minutos, y él ni siquiera lo leyó.
— ¿Sean? —dijo en una nota de voz—. Cariño, ¿qué está pasando? ¿Estás disgustado conmigo? Por favor, háblame. Dime qué pasa. Te… te extraño. Te necesito. Han sido… unos días difíciles. Si estuvieras a mi lado, yo… Quiero decir… Por favor, no me ignores, ¿sí? Ven a mi casa, te estaré esperando. Pero amaneció, y Sean no contestó a su mensaje. Eso ya la estaba preocupando. Hacia la media mañana, volvió a enviarle otro mensaje.
Ya en la noche, estaba más bien molesta, y así se lo dijo. Este mensaje sí tuvo contestación, por fin. "Estoy de camino a Europa —decía—. No puedo seguir contigo. En un momento pensé que eras mi futuro, pero con todo lo que está pasándote, me doy cuenta de que mi futuro está en otro lado. Tomaré la oferta de estudiar el posgrado que me ofrecieron en Inglaterra. Por favor, no vayas a mi casa ni le preguntes a mi madre por mí. No la molestes con preguntas desagradables". Candy sintió su corazón estrujarse con cada palabra que leía. Era un párrafo largo, y éste seguía. "Si preguntas las razones, éstas son muy simples: No te amo. Estaba contigo porque eres una mujer sumamente atractiva, y tus millones te hacían irresistible, pero ahora no serás la ayuda que necesito para conquistar mis sueños, sino una piedra atada a mi pie que me hundirá por mucho que me esfuerce. Sigamos nuestros caminos separados, te deseo suerte consiguiendo ese empleo que dices vas a buscar. Tal vez en el futuro nos encontremos, pero definitivamente, nuestras posiciones serán muy diferentes que las de ahora. Es una lástima, me encantaba tu casa y tus coches, pero así es la vida, y cada cual debe procurar por su bienestar". Antes de terminar la lectura, ya Candy tenía el rostro anegado en lágrimas.
Lo leyó una segunda vez, y luego una tercera. Este no era Sean. De ninguna manera era Sean. Algo había pasado, algo andaba mal.
—Mamá, voy a salir —le dijo a Lucile al encontrarla en la sala principal de la casa. Ésta, al ver que había llorado, se preocupó—. Estoy bien —le dijo de inmediato—. Es sólo que… Sean… Volveré pronto.
—Pero, ¿a dónde vas? —A casa de los padres de Sean.
— ¡Qué ocurrió! —gritó Lucile, pero no la escuchó. Luego de unos segundos, sintió el ruido del auto alejarse. Candy llegó a la casa de los padres de Sean. Desde hacía tiempo que él ya no permanecía aquí, sino en el campus de la universidad, pero desde que se había graduado había vuelto mientras se acomodaba en alguna pequeña habitación. Era una casa modesta en los suburbios, y al llegar, encontró la casa sola y a oscuras.
No estaban aquí, eso era evidente, pero le era urgente hablar con ellos, así que permaneció dentro del auto dispuesta a esperarlos. Llegaron una hora después, y al verla, los padres de Sean se miraron uno al otro.
—Siento venir a verlos a esta hora —dijo Candy avanzando hacia ellos. Esta hora le había servido un poco para mejorar su ánimo; había compuesto su semblante, y ahora parecía más serena—. Quiero hablar con Sean. Por favor…
—Nuestro hijo no está aquí, y tú lo sabes.
—Sí, pero es que no contesta mis llamadas. —Seguro porque está en pleno vuelo hacia Londres —Candy los miró a uno y a otro con el alma en los pies.
—Entonces… ¿es verdad?
—Sí. Se fue hoy. Venimos del aeropuerto. Fue una oferta increíble la que recibió, y no lo dudó. Tienes que dejarlo ir. Nuestro hijo es inteligente, y tiene mucho futuro… Tú… sólo serás un tropiezo para él.
— ¿Por qué? ¿Por qué ahora soy un tropiezo? ¡Antes estuvieron muy contentos porque él y yo estábamos saliendo!
—Pero las cosas cambiaron, ¿no?
— ¿Eso qué significa? Porque caí en bancarrota, ¿ya no soy aceptable para su hijo?
—Date tu lugar —dijo el padre de Sean con tono molesto—. Mira quién eres ahora. No obligues a alguien que tiene tanto futuro a estancarse contigo.
—Él estará bien —siguió la madre mirándola inexpresiva—. Surgirá, y no será gracias a ti, sino por sí mismo—. Sin añadir nada más, ambos caminaron hasta llegar a la entrada de la casa. Él metió la llave y abrió dejando entrar primero a su esposa, y luego, sin más miramientos, la cerró lanzándole una última mirada de desprecio a Candy que no se podía creer que las dos personas que antes hicieron fiesta por el noviazgo entre ella y su hijo, ahora le estuvieran haciendo esto.
Candy se estuvo allí por varios minutos más, sorprendida, anonadada. No podía creer que la estuvieran tratando así, que la considerasen una carga. ¡Ella jamás había sido una carga! ¡Todos estos meses que salió con Sean, al contrario, fue una gran ayuda! Lo ayudó múltiples veces, le prestó dinero, ¡lo sacó de apuros! ¿Cómo podían tratarla así? ¿Qué tipo de personas eran? Y luego recordó algo que la había venido molestando desde hacía rato, desde la vez que le contara a Sean que estaba en la quiebra. "¿Qué vas a hacer ahora?" había preguntado él, no: "¿Qué vamos a hacer ahora?". En cuanto había sabido que ella no tenía dinero, él se había salido del círculo en el que se suponía que estaban ambos.
Estaba sola. Su novio la había dejado porque ahora era pobre. ¿Y ella, ella por sí misma, no valía nada? Como mujer, como amiga, como amante… ¿no valía nada? Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y, con los hombros caídos, caminó hacia su auto, que debía entregar mañana, porque ya no le pertenecía. Lo había dejado todo por él, estaba vendiendo, entregando, rematando todo por él. Había estado dispuesta a vivir la pobreza, una vida mucho más sencilla, y hacer pasar también a su madre por esto todo por él, y él le había dado la espalda. Condujo despacio, pues las lágrimas no le dejaban ver bien, y lloró. ¿Qué iba a hacer ahora?
Había trazado un camino en su mente pensando que contaría con el apoyo de Sean. Ni siquiera un apoyo de tipo económico, pero el saber que él estaría allí con ella le daba ánimo para asumir los nuevos retos que la vida le impondría. Él era un ejemplo para ella, un ejemplo de superación, pero ahora resultaba que era el hombre más mezquino sobre la tierra. Y su mamá, oh, Dios. Su pobre mamá. Llegó a la casa preguntándose cómo decírselo. Ella la había apoyado hasta hoy. Otra, más egoísta, le habría reclamado, y reconvenido para que se casara con los con los GrandChester y así salir de este atolladero, pero ella había sido buena y paciente, y había respetado su decisión.
— ¿Mamá? —llamó con voz gangosa. Necesitaba desahogarse, llorar, y nada mejor que el hombro de mamá para esto. Subió a su habitación, pero no la encontró ahí. Bajó a la cocina, pero tampoco estaba. No había a quién preguntarle. El personal del servicio ya había sido despedido, sólo unos pocos vendrían mañana para ayudarles a sacar su ropa y sus cosas, tras lo cual, ella tendría que entregar las llaves para que la casa fuera vendida. ¿Dónde estaba Lucile? La encontró en el jardín. Estaba hablando, y, pensando que había recibido la llamada de alguien, se acercó en silencio. Pero no estaba hablando con nadie, su madre estaba hablando sola.
— ¿Recuerdas que aquí Candy aprendió a montar la bicicleta? —decía—. Se cayó varias veces. Tenía mal equilibrio —rio un poco y siguió—. Fuiste un excelente padre para ella la mayor parte del tiempo —Lucile se giró un poco, y Candy pudo ver que hablaba con el portarretrato que contenía una fotografía de su padre. La llevaba como si él, a través del cristal, pudiera ver la casa y el jardín.
Sin poder soportarlo, y antes de que Lucile la viera, dio la vuelta y echó a correr al interior de la casa cubriéndose la boca para que no escapara un sollozo, o tal vez un grito de horror. ¿Qué había estado a punto de hacer? ¿Cómo había podido ser tan egoísta? Dejándolo todo por un miserable como Sean, había estado dispuesta a dejar que su madre enloqueciera, ¡Su madre! ¡Lo único que tenía en este mundo! Corrió hasta su habitación y se tiró en su cama, amontonando las almohadas y las sábanas sobre ella para que ahogaran su llanto, para que no se escuchara.
— ¡Perdóname, mamá! —lloró con amargura. Se sintió lo peor en este mundo. Horrible, monstruosa, despreciable. No había sabido ver el verdadero valor en las personas que la rodeaban. Sean había sido un interesado, y su madre había estado dispuesta a sacrificarse por ella, y ella lo había puesto él por encima de ella. ¿Qué clase de hija era? Tenía que hacer algo. Tenía que evitar todo esto. Tenía que… Pero, ¿qué podía hacer? La salida era una puerta angosta, llena de pinchos, que, al intentar atravesarla, la dejarían a ella rota y vuelta una mierda. Pero la única que terminaría hecha una mierda sería ella, y ya estaba bastante maltrecha con todo lo que había descubierto hoy. Si se sacrificaba, salvaría a miles de personas que estaban a punto de perder sus empleos, y, sobre todo, salvaría a su mamá. Qué horrible era esto. Por primera vez en su vida, odió ser Candy white.
—Fue mucho más sencillo de lo que imaginé —le decía Robert a su hermano, que tenía sus pies descalzos alzados sobre el escritorio de su despacho privado en su enorme casa—. Ni siquiera tuve que hacer coacción —sonreía Robert.
—Parece increíble —susurró Terry—. Una vez más, la naturaleza humana juega de nuestra parte.
—El dinero no corrompe los corazones —aseguró Robert—. Sólo muestra el verdadero ser.
—Estás bastante filosófico esta noche. —Sólo estoy contento. No hemos obtenido todo lo que hemos querido, pero no ha sido tan malo hasta ahora.
—Señor —dijo una mujer entrando al despacho sin llamar, y Terry, un poco sorprendido, bajó los pies del escritorio. Antes de poder reclamar por la intromisión, la mujer volvió a hablar:
—Una joven lo busca.
— ¿Qué?
—Una joven lo busca.
—Eso ya lo escuché. ¿Quién es?
—No le pregunté el nombre—. Terry la miró bastante molesto. ¿Cómo era posible que existiese alguien tan tonto?
—Hablamos luego, Robert. Parece que tengo una visita inesperada.
— ¿A esta hora? Es pasada la media noche.
—Sí. Espero que no sea una anciana con manzanas envenenadas, o algo así —Robert se echó a reír.
—Tal vez sea una amiga que no resistió pasar la noche sin ti —Terry hizo una mueca. Dudaba mucho eso, pues ninguna de sus amigas conocía esta dirección. Se calzó los zapatos y salió de su despacho, caminando a paso lento hacia el vestíbulo. Allí la encontró, a la más hermosa mujer que hasta ahora había visto, o eso le parecía desde que la había conocido. No había podido quitársela de la cabeza estos últimos días, y constantemente aparecía en sus sueños, ligera de ropa y con labios dispuestos. Eso le había arruinado sus últimos encuentros con otras mujeres, y verla, mirando con curiosidad su vestíbulo, porque la tarada que le había abierto la puerta no la había hecho seguir a ninguna sala, sería parte de sus nuevas fantasías.
—Candy —dijo con voz grave y pausada. Ella se giró a mirarlo. Había estado llorando, eso era claro. Tenía sus hermosos ojos grises enrojecidos y un poco hinchados—. ¿Estás bien?
—Me casaré con usted —dijo ella simplemente—. Ayúdeme a detener todo lo del embargo, las ventas y los traspasos. Por favor. Ayúdeme. Me casaré con usted—. Él se metió una mano en el bolsillo y caminó acercándose más. Extendió la otra mano a ella y le tocó la frente. No tenía fiebre.
—Se casará conmigo —dijo, y la escuchó sorber sus mocos.
— ¿Todavía estoy… a tiempo? White Industries es una empresa que, bien manejada, proporciona muchos millones de ganancia al año. He leído acerca de usted y su hermano, y dicen que tienen mano firme para los negocios. El toque de Midas, leí; todo proyecto donde se involucran, se vuelve lucrativo.
—Es sólo porque elegimos bien nuestros proyectos, no por ningún toque mágico.
—Toque a White Industries —pidió ella mirándolo con una súplica en los ojos—. Usted ya lo había elegido antes, ya le había parecido un buen proyecto.
—Pues sí, pero tú estás enamorada de otro—. Ella casi se retorció al escucharlo.
—Eso no me impedirá… casarme.
— ¿Por qué no?, es un asunto moral, ¿no? —la pinchó él, y se preguntó qué rayos estaba haciendo, si ella se le estaba ofreciendo en bandeja de plata. Pero, sin poder evitarlo, continuó:
— ¿Estás completamente segura de esta decisión que estás tomando? —Ella asintió—. ¿No es fruto de una pelea con tu novio, y, en venganza, viene aquí para producirle celos?
—No soy ese tipo de mujer.
—Entonces, ¿seguro que no tendré al pobre Sean aquí ante mi puerta reclamándome que se la devuelva? —Ella sonrió con desdén.
—No. Eso no va a ocurrir. Ni en esta vida, ni en la otra—. Él la miró entrecerrando sus ojos, pero ella no le sostenía la mirada.
—Le aviso desde ya que no seré un marido sólo de papel. Haré valer mis derechos sobre usted. Sabe a lo que me refiero, ¿verdad? —ella se sonrojó, lo que a él le pareció lo más dulce del mundo. Dudaba que aún fuera virgen, pero, de alguna manera, ella conservaba cierta candidez.
—Lo… lo entiendo.
—Vaya. Estoy sorprendido. Pero necesito saber una cosa más. Soy celoso —siguió como si nada, y ella levantó la mirada ante la declaración—. No soportaré que mi mujer esté conmigo mientras piensa en otro hombre, y mucho menos, si se ve a escondidas con él. No toleraré la infidelidad—. Candy apretó sus dientes sintiéndose un poco indignada.
—No soy infiel… y eso no debe preocuparle. Sean… está en otro continente.
—Oh.
—Y soy una mujer leal —dijo volviendo a mirarlo a los ojos, recordándole las palabras que él mismo dijera a la entrada de su casa aquella noche—. Se lo aseguro—. Terry sonrió al fin. Una auténtica sonrisa se reflejó en ese hermoso rostro, y Candy pudo ver que en sus mejillas se formaba un hoyuelo que antes no había tenido manera de ver, porque él, hasta ahora, no le había sonreído así.
—Día feliz —dijo él con su sonrisa de tres soles—. Está siendo un día muy feliz. Para ella, en cambio, estaba siendo el día más negro de su vida, y lo peor era que sus días negros acababan de empezar.
Terry miró a Candy , que se abrazaba a sí misma como si tuviera frío. Se dio cuenta de que ella no había traído abrigo, y las noches todavía estaban un poco frescas. Caminó hacia el pequeño armario que había al lado de la puerta de entrada y buscó allí algún abrigo que le sirviera.
—Gra… gracias —tartamudeó ella cuando él le puso el abrigo sobre los hombros, como si le sorprendiera esta muestra de amabilidad.
— ¿En qué viniste hasta aquí? —le preguntó mirando su reloj, comprobando que iban a ser las dos de la mañana.
—En… mi auto.
—No es conveniente que vayas sola de vuelta a tu casa. Te llevaré, y mañana temprano, alguien del servicio te lo entregará de vuelta.
—Está bien—. Él la miró por unos segundos, y sus ojos, inevitablemente, se desviaron a sus labios, unos bonitos labios carnosos y rosados que ahora tenían una triste expresión. Se podía decir que ya eran novios, pero ella era una novia renuente y poco dispuesta aún; sabía que requeriría un poco de tiempo y esfuerzo tenerla donde quería, sin embargo, la tendría. Sonrió ante ese pensamiento.
—Todo va a estar bien, Candy —le dijo pasando sus manos suavemente por los brazos de ella, como si quisiera calentar un poco su cuerpo. Ella permaneció quieta y en silencio como si simplemente soportara ese toque con estoicismo, sin la fuerza o la valentía que se requería para rechazarlo—. Lo que te dije esa noche, lo mantengo —siguió él—. Serás la mujer más mimada sobre la tierra; nada te faltará—. Ella soltó un suspiro entrecortado, sabiendo que, al contrario, sin amor, todo le faltaría a este matrimonio, pero tal como él dijera antes, su vida no le pertenecía, ni su cuerpo, ni nada.
—Sólo te pido que… me tengas paciencia —él se acercó un poco más a ella, y Candy no pudo sino imaginar que quería un beso. ¿No había escuchado lo que le acababa de pedir?, ¡paciencia, hombre, paciencia! Eso debía indicarle que no estaba para besos ahora; pero él sólo sonrió.
—Por supuesto. No beso a mujeres poco dispuestas, y, aunque quiero besarte, quiero más que tú me beses a mí —ella lo miró entrecerrando sus ojos un poco sorprendida por su sinceridad—, así que tendré toda la paciencia del mundo, Candy . Ya eres mía, después de todo.
—No me gusta… pertenecerle a alguien.
—Ya te acostumbrarás —Candy frunció el ceño.
—-Creo que no.
—Yo creo que sí—. La condujo a la salida guiándola con suavidad. Antes de que él le abriera la puerta, Candy le entregó las llaves y se introdujo en el auto, recostándose en el mullido asiento del copiloto y dejando salir un suspiro. Aún no habían aclarado los términos de su acuerdo, pero era claro, al menos, que él había aceptado la desesperada propuesta que había venido a traerle. Sería la esposa de este hombre.
Su estómago se encogió al pensarlo. Besar a Sean era fácil, porque lo amaba, pero no sabía si sería capaz de besar a un desconocido sólo porque éste se lo pedía. Se recordó a sí misma sus palabras, él no la besaría si ella no estaba dispuesta, o eso había entendido.
Esperaba que fuera un hombre de palabra. Diablos, no sabía nada de él, si tenía palabra, o era falso; si era un hombre de decisiones firmes hasta llegar a la intransigencia, o, por el contrario, un pusilánime. Terry maniobró para salir de la zona de la casa guardando silencio, y ella sentía que estaba ensordecida por los fuertes latidos de su corazón. Tenían que hablar, tenían muchas más cosas que aclarar, pero no se atrevía a abrir la boca; era como si temiera que, en vez de palabras, saliera llanto y lágrimas. Así se sentía ahora mismo. Cerró sus ojos recostando su cabeza en el asiento. Estaba exhausta por el día tan horrible que había tenido que vivir. Los días pasados había estado con la preocupación de saber qué pasaba con Sean, por qué no le contestaba sus llamadas ni mensajes, y hoy había sido el golpe mortal, primero, a través de él mismo, y luego, sus padres. Se sentía herida, adolorida en lugares demasiado sensibles de su alma, defraudada. De repente, se había quedado sin su amigo, sin su otra mitad, sin la persona que creía que la complementaba.
Había pensado que aquello era real, duradero. Había llegado a soñar con los hijos que tendrían, y al final, él sólo le había terminado por mensaje de texto.
— ¿Hay algo que quieras saber o preguntar? —dijo Terry en voz baja interrumpiendo sus pensamientos, y ella abrió sus ojos para mirarlo fijamente.
—Muchas cosas, realmente —le contestó.
—Bueno… me has tomado un poco por sorpresa con tu visita esta noche, y tal vez no tenga todas las respuestas, pero… puedes preguntar lo que quieras. En la medida de lo posible, te contestaré.
—Acerca de la empresa…
—Claro. Tendremos que darnos prisa en eso. El proceso de embargo está muy adelantado, y frenarlo nos tomará algo de tiempo y esfuerzo. Para eso, debes firmar un poder donde aseguras que confías en mí porque soy tu prometido.
—Pro… prometido.
—Debemos seguir un protocolo, —ella lo miró de reojo, y él siguió—. No será un secreto para nadie la razón por la cual nos casamos, pero al menos, debemos parecer seguros y tranquilos de nuestra decisión. Habrá todas las murmuraciones que puedas imaginar. Tú puedes contestar lo que quieras, a mí esas cosas no me importan.
—Iba a haber más murmuraciones si me casaba con Sean —soltó ella, y luego se preguntó si no era un poco desagradable para él que mencionara a su ex justo ahora, que estaban planeando su futuro juntos. Pensar en Sean como un "ex" le dolió un poco, pero eso era él ahora, un ex. Su presente estaba a su lado llevándola a su casa, y de él sabía poco más que su nombre.
—Eso es verdad —admitió Terry en voz queda ante las últimas palabras de Candy pensando en que, lamentablemente, tal vez la alta sociedad preferiría que ella se casara con alguien como Sean en vez de con alguien como él. No la repudiarían, no, sólo le recriminarían el haberles dado más poder del que ya tenían—. También —siguió él con voz más firme—, tendremos que salir, dejarnos ver en reuniones sociales, y aparecer en notas de prensa.
—Me imagino.
—Si es desagradable para ti, me disculpo, pero me temo que necesitamos un poco de esa publicidad que dan los medios —ella torció un poco el gesto. Sería utilizada como un trofeo, como un producto de marketing, y él lo decía así tan fresco…
—Parece que nunca te guardas nada, ¿no? —dijo de repente—. Todo lo que piensas, lo dices sin temor a lo que pueda pensar la otra persona—. Él sonrió.
—Sí, así es.
—Eso no era un cumplido.
—Ya lo sé.
— ¿Y por qué sonríes? Te estoy diciendo que deberías poner un filtro entre tu cerebro y tu boca. La franqueza no siempre es muestra de buena educación.
—La buena educación es importante —contestó él—, pero la verdad lo es más. Prefiero que los que me rodean estén seguros de qué suelo pisan conmigo. Yo no digo mentiras, Candy —aseguró—, y detesto con toda mi alma a las personas que tienen ese hábito—. Ella sintió que su estómago se encogía. Era como si estuviera recibiendo una terrible amenaza. ¿Pero por qué tenía que sentirse ella amenazada? No le estaba mintiendo en nada. Pero no le gustaba esta sensación, que no desapareció.
Llegaron a su casa, y Ella abrió la puerta casi en cuanto el auto se detuvo. Por lo general, era la típica dama que esperaba que el hombre se diera la vuelta para que le abriera la puerta, pero no tenía ganas de ser una dama ahora. Quería estar sola, en su cama, bajo sus sábanas, y llorar un rato. Al pisar el primer escalón que la llevaría a la puerta principal, él la detuvo tomándola por un brazo, la atrajo a su cuerpo y la besó. Fue sólo un beso sobre los labios, más brusco que sensual, pero Candy se sintió tan molesta que lo golpeó con fuerza en el pecho.
—Acabas de decir que no mientes… ¡pero eres un mentiroso! ¡Dijiste que no me besarías si no estaba dispuesta, y no lo estoy! —él sólo se echó a reír sin soltarla.
—Lo siento.
— ¿Y te disculpas así nomás?
—Es que te vi con ganas de llorar… y realmente, prefiero verte furiosa que triste —él la rodeaba con un brazo por la cintura, ubicado un escalón debajo de ella, así que sus caras estaban a la misma altura y su cuerpo muy pegado al de él. La tenía fuertemente asida, y ella no conseguía alejarse por más que se removía entre sus brazos.
—No quiero ser besada por ti.
—Y yo no quiero que te vayas a tu cama a llorar —eso la dejó quieta. ¿Cómo sabía él que eso era exactamente lo que quería? Terry miró la puerta de entrada—. Sabes, si me lo pides, puedo entrar y…
—No te pediré que entres —le interrumpió ella, y él sólo volvió a reír, esta vez con más ganas.
—Sólo te iba a ofrecer un par de horas de mi preciado tiempo de sueño para que te tomaras una copa y soltaras un poco del veneno que te corroe esta noche—. Ella tragó saliva. Una copa de vino y despotricar contra Sean, ah… No se había dado cuenta de que era eso exactamente lo que necesitaba, más que llorar. Su mejor amiga estaba fuera del país ahora mismo, muy ocupada, así que no podía llamarla para que cumpliera con este papel. Los ojos se le humedecieron, y antes que empezar a llorar, decidió golpearlo un poco a él en sus hombros. No eran golpes muy fuertes, sino, más bien, una muestra de su frustración.
— ¡Pero si tú eres una de las razones por las que quiero llorar! —le dijo con ojos inundados ya por las lágrimas—. Tú eres la principal razón, ¿Cómo podrías consolarme? ¡Te odio tanto!
—Shhht, Shhht —la calmó él atrayéndola para abrazarla, y ella, sin poder evitarlo, se echó a llorar. Él no dijo nada por largo rato, ni hizo ningún sonido, y por varios minutos, sólo se escucharon los sollozos de ella.
—Mi vida cambió —se quejó luego—. Pasó de ser hermosa a horrible en sólo unos días. No quiero casarme contigo, no quiero esto—. Él guardó silencio, y ella notó que él no la abrazaba de una manera sensual, sino, más bien, como un amigo, así que, cayendo en la trampa de esta dulce paciencia, siguió:
—Deberías regalarme esos cien millones —él rio quedamente, pero no dijo nada. Ella se quedó allí, en silencio, sintiendo la mano de él en su espalda reconfortarla, y los minutos se pasaron sin que ella se diera cuenta.
—Eres un tacaño aprovechado —siguió ella.
—Mmmm —contestó él simplemente.
—No eres para nada el tipo de hombre con el que una sueña. ¡Ah! —exclamó al sentir la nalgada de él—. ¡Cómo te atreves! —exclamó mirándolo furiosa.
—Me dieron ganas.
— ¡Tú… tú… estúpido cavernícola! ¿Cómo te atreves a pegarme?
—Sólo fue una nalgadita.
— ¿Una nalgadita? No te doy permiso de darme… nalgaditas, que lo sepas. Si vamos a tener una relación, o lo que sea, tienes que saber un par de cosas y es que no me gusta…—Ella casi gritó ahora, pues él le había vuelto a dar una nalgada. Lo miró fulminante, pero él sólo sonrió de la manera más angelical, sin decir nada.
—Puedes devolverme el golpe si lo quieres. Yo no me quejo.
—Eres… eres…
—Eres muy divertida —rio él sacudiendo su cabeza—. Pero no te pongas como una fiera, no es para tanto. Sólo es una palmada. De paso, comprobé que tus nalgas son reales y no relleno—. Ella abrió grande su boca, roja de vergüenza—. Tienes un trasero divino —siguió él, pero tuvo la prudencia de alejarse varios pasos.
— ¡Tú… maldito Neandertal! No dejaré que me vuelvas a abrazar —él volvió a reír, ahora a carcajadas.
—Mañana vendrán por ti. Por favor, no me hagas esperar. Mi tiempo es oro.
— ¡Engreído! ¡Petulante! —Si quieres vengar tu trasero, ven por mí —la retó él extendiendo sus brazos; ella apretó los dientes y empuñó una mano, pero no bajó de la escalinata. Él, entre carcajadas, y al ver que ella no se atrevía a acercarse, volvió a entrar a su auto, pero no lo puso en marcha, sino que se quedó allí. Pasaron varios segundos y el volvió a bajarse y a mirarla.
—Vamos, linda. Hasta que tú no entres a tu casa, yo no me iré.
—No me digas linda. Idiota —él sonreía, incluso, parecía que le gustaba que ella lo insultara. Cual niña de ocho años, Candy agitó su cabello dándole la espalda y elevando su mentón, introdujo la llave en la puerta y entró. Terry volvió a entrar al auto sin borrar su sonrisa, pues había conseguido exactamente lo que quería. Ella estaba furiosa en un treinta por ciento. Sorprendida en otro treinta. Halagada en un veinte, y triste en otro veinte. Había conseguido desplazar bastante su tristeza y frustración y por eso sonreía satisfecho. El próximo beso que hubiese entre los dos, no sería superficial, ni robado. Sería un beso consentido. Ya lo estaba ansiando. Ella había dicho que no había filtro entre su cerebro y su boca, pero estaba muy equivocada. Si le hubiese dicho todo lo que había estado pensando mientras la tenía abrazada, ella habría salido corriendo despavorida.
Candy se halló a sí misma en medio del vestíbulo, de pie, confusa, con ganas de reír, de gritar, y de seguir insultando a Terry por haberle pegado en el trasero y robarle un beso. Era un idiota, sin educación, sin delicadeza… Y al mismo tiempo, la había ayudado muchísimo esta noche. Subió a su habitación, y se sentó en su cama para quitarse sus sandalias altas sintiéndose muy cansada, y a la vez, llena de una extraña energía. Había llorado en el hombro de un completo extraño, y lo que habían intercambiado era un auténtico jugueteo. No había podido estar enojada del todo contra él por su atrevida nalgada, y eso la molestaba contra sí misma. Él la consolaba, y luego la hacía enfadar; era el causante de parte de sus miserias, pero le ofrecía su hombro para desahogarse. Tenía en él al verdugo y al consolador. Era extraño, pero no desagradable. Se acostó en su cama sin darse cuenta de que su necesidad de beber una copa y despotricar contra Sean había desaparecido, se durmió sin advertir que su último pensamiento fue el del recuerdo de Terry masajeando su sespalda mientras ella lloraba en su hombro.
—Señor, Candy white está aquí —le dijo su secretaria por el teléfono, y él le dio la orden de hacerla pasar.
—En el futuro —le advirtió a su secretaria—, ella no necesitará ser anunciada; es mi novia, Evelyn.
—Oh… apuntado, señor—. La puerta se abrió, y entró una muy ceñuda Candy .
—Pensé que hoy amanecerías de buen humor —comentó él al verla así.
—Tu secretaria tenía el altavoz, así que pude escuchar lo que le dijiste —él se recostó en su sillón con una ancha sonrisa en su rostro y la miró de arriba abajo con ojos aprobadores. Ella estaba preciosa esta mañana, luciendo un vestido que apenas le llegaba a la rodilla de colores discretos, pero que hacía justicia a sus curvas.
—Estás hermosa esta mañana.
— ¿Escuchas lo que la gente te dice? —él no dejó de sonreír, y se puso en pie para ir hacia ella.
—Tenemos varias reuniones en las primeras horas —siguió— He citado a todas las personas con las que debemos hablar.
— ¿Vendrán aquí? —Algunos de ellos ya llegaron, pero tú y yo debemos firmar unos acuerdos antes—. Él elevó su mano a ella y rozó con la yema de su pulgar el área de sus ojos—. No tienes ojeras, ni tienes los ojos hinchados, quiere decir que anoche dormiste algo.
—El maquillaje obra maravillas.
—Admite que te hizo bien llorar en mi hombro —ella sólo hizo rodar sus ojos en sus cuencas. Sin dejar de sonreír, él tomó el teléfono y le dio varias indicaciones a su secretaria. Rápido y conciso; Terry no se detenía en detalles. Mientras él hablaba con su secretaria, Candy lo miró detalladamente. Él necesitaba con urgencia un asesor de imagen, pues esa camisa azul no combinaba con ese saco café, que parecía dos tallas más grandes de la adecuada, y el pantalón no parecía bien planchado. O este hombre se arreglaba la ropa él mismo y salía de la casa con lo primero que encontraba en su armario, o su consejero de imagen lo odiaba.
Se dedicó a observar la oficina. No veía nada fuera de lo normal aquí. Los muebles parecían una mezcla entre lo moderno y lo práctico, y cada espacio era bien aprovechado para la funcionalidad de todo. La oficina se dividía entre el área del escritorio y una pequeña sala con muebles grandes y de un tapiz negro. Notó que no había fotografías. Nada de niños, hermanos o ancianos por aquí. Se preguntó entonces cómo sería la vida familiar de este hombre, si es que tenía familia.
Él terminó de hablar con su secretaria, o con alguien más, y le tomó a ella la mano para guiarla a la sala de juntas. Allí se encontró con un hombre que ocupaba la silla de una de las cabeceras de la mesa. Era un hombre rubio y muy, muy guapo, pero… bastante diferente a lo que normalmente había que esperar en un lugar como este.
—Él es mi hermano, Robert —lo presentó, y Robert se puso en pie y caminó a ella con su mano extendida. Era un poco más alto que Terry, y mientras éste tenía el cabello castaño, Robert era rubio. Tenía los mismos ojos azules, el cabello largo hasta los hombros, que ahora lucía suelto, y una barba de días.
—Me dieron la buena noticia esta madrugada a las tres —sonrió Robert estrechando su mano un poco más fuerte de lo que era indicado—. Mi hermano me llamó luego de hablar contigo. Bienvenida a la familia.
—Todavía no hago parte de tu familia —rezongó ella mirándolo con recelo, y él se echó a reír. Reía igual que Terry, echando un poco la cabeza atrás, ruidosa y abiertamente.
—Me gusta ella —dijo palmeando el brazo de su hermano, como si lo felicitara, y volvió a su sitio en la mesa. Él no llevaba un traje, sino una simple camiseta blanca de manga tres cuartos, con sólo dos botones desabrochados en su cuello, dejando casi a la vista el espectacular cuerpo de hombros anchos, fuertes pectorales y brazos recios que poseía. Era un tipo grande, y parecía más un harlista que el presidente de ninguna empresa.
—No te gusta, ¿verdad? —le susurró Terry al oído, y ella arrugó su nariz.
— ¿Cómo lo has adivinado?
—Porque eres de las que prefiere a los niños buenos, de los que se peinan con la raya al medio. Ven, siéntate aquí —ella lo miró ceñuda, pero le hizo caso. Él la había sentado a su lado, al otro lado de la cabecera.
Las entrevistas se sucedieron una tras otra sin pérdida de tiempo. Las personas entraban, escuchaban de la nueva situación, firmaban papeles, o se los hacían firmar a ella, y luego se iban. Algunas veces, Robert intervenía con una voz de barítono que era mucho menos amable que la que había usado con ella. Los que venían eran en su mayoría personas que habían sido socios de su padre, y varios de ellos la miraron con desaprobación por estar aquí entre los GrandChester.
—Cuando todo esto acabe —le aseguró Terry en un momento en que los últimos asistentes a esta reunión se iban—, la mayoría de ellos habrán salido de tu vida; no necesitas seguir sus ridículas reglas para conservar lo que tienes.
—No, sólo debo casarme contigo —dijo cruzándose de brazos, pero, como siempre, él sólo sonrió.
— ¿La novia está reacia? —preguntó Robert, y Terry le contestó con un encogimiento de hombros—. Te estamos salvando el pellejo, niña. ¿Qué más quieres de nosotros? —ella lo miró sorprendida. Sabía que eran francos y no se andaban con rodeos, pero no se esperó que tanto. Bueno, si ellos eran capaces de hablar con franqueza, ella también.
—Es esta la razón por la que nadie los acepta en la alta sociedad, ¿verdad? Son expertos haciendo sentir incómodos al otro. Ya veo que todo su poder lo han obtenido por la fuerza y, tal vez, el chantaje.
— ¿Y de qué otro modo podía ser? —preguntó Robert sin inmutarse—. ¿Acaso tú nos habrías determinado de no ser por la enorme deuda que tu familia tiene con nosotros?
—Si fueran un poco más caballeros, y de modales más pulidos, la gente no los detestaría. Escuché comentarios de ustedes, y sinceramente, son…
—Oh, por Dios. Terry, tu novia es una quejica y, además, cotilla. Dime, ¿eres de las que se reúne con sus amigas a tomar el té y despedazar al prójimo?
—Basta, Robert —lo calló Terry sin hacer ninguna inflexión en la voz, y contrario a lo que Ella pensó, Robert guardó silencio de inmediato—. Esto es todo por hoy, Candy —volvió a hablar él—. Gracias por haber venido.
—No me agradezcas, no vine porque quisiera, de todos modos —él la miró a los ojos en silencio. Robert dejó salir un silbido, y se puso en pie.
—Los dejo solos —dijo—. Seguro que tienen mucho que hablar—. Robert salió de la sala de juntas y Candy soltó el aire.
—Fui un poco grosera, lo siento.
—No. Por el contrario, necesito que dejes salir toda tu rabia—. Ella apretó los dientes—. Anoche te hizo bien soltar un poco de vapor —siguió él—. Estás enojada y tienes derecho; yo, en tu lugar, también lo estaría, pero es la consecuencia de no controlar tu propio destino.
—Nadie controla su destino.
—No creo eso. Una de las razones por las que mi hermano y yo trabajamos hasta matarnos de cansancio, fue para eso, para poder controlar nuestros destinos—. Ella lo miró un poco interesada. Él estaba dando datos de su vida, y esto la intrigaba, muy a su pesar. En las revistas no se decía mucho del pasado de ellos, parecía que hubiesen salido de la nada con millones en sus bolsillos comprando y vendiendo el mundo. Muchos decían que su dinero era mal avenido, que habían sido líderes del narcotráfico, que vendían niños, mujeres, que le habían vendido el alma al diablo luego de comerse el corazón de un gato negro. Pero él no dijo nada más. Igual, intuía que sacarle la historia de su pasado iba a ser difícil.
—Parece que ahora no sólo controlas tu destino, sino también el de los demás —él la miró fijamente, sin decir nada, y ella tamborileó con sus dedos sobre la mesa de madera Él se puso en pie un poco bruscamente, y empezó a recoger los documentos que había tenido dispersos sobre la mesa. Candy se preguntó si acaso se había molestado por su comentario.
—Almorcemos —propuso él, y ella lo miró algo confundida. ¿Estaba molesto o no?
—Lo siento. Almorzaré con mamá —lo rechazó ella poniéndose en pie también y colgándose su bolso en su hombro—. No le he contado de la decisión que tomé anoche… y debemos hablarlo.
—Lo hiciste por ella, ¿verdad? —preguntó él deteniéndose en sus movimientos—. Te estás sacrificando por ella—. Candy tragó saliva. Sacrificio, él sabía bien que eso era todo esto para ella—. ¿Qué fue lo que hizo ese Sean? —preguntó él— ¿Te traicionó? ¿Se buscó a otra? ¿Lo sorprendiste con una amante? —ella lo miró entornando sus ojos.
—No necesitas saberlo; el resultado te beneficia, de todos modos.
—No sólo a mí. También tú sales muy beneficiada; conservarás tu posición y tu comodidad. Hubieses tenido que trabajar más de ocho horas diarias para llevar una vida medianamente digna si no hubiese venido a mí.
— ¿Me lo estás echando en cara?
—Sólo constato un hecho. ¿O de verdad piensas que habría sido fácil para ti encontrar un empleo como ejecutiva al primer intento?
—Tengo amigos que…
—Los negocios no son un juego —la interrumpió él con voz algo severa—. Esto es serio, es dinero, son las vidas de muchas personas. Nadie pondría en manos de un inexperto ninguna responsabilidad medianamente importante. Yo no te habría contratado, al menos—. Ella lo miró apretando un poco sus labios—. Te diré algo que no quieres escuchar, pero que necesitas saber: habrías tenido que aceptar cualquier puesto de secretaria o recepcionista. Eres guapa y lista, así que no habrías pasado desapercibida; o, también, alguien te habría ofrecido un buen sueldo a cambio de un puesto ficticio en el que no tuvieras que hacer nada, más que abrir tus piernas para el jefe —ella se fue poniendo roja. Detestaba esta manera de hablar.
—De igual manera, es lo que tú esperas de mí, ¿no? —él se acercó a ella, mucho, y se miraron a los ojos por largos segundos. Ella tenía su respiración agitada, y el pecho le subía y le bajaba.
— ¿Insinúas que te estoy pagando cien millones por tener sexo contigo? Por Dios, ¿acaso eres tan buena en la cama?
—Eres despreciable. Cada vez que pienso que eres más o menos humano, sales con algo como esto.
—Oh, es que no soy un caballero ni tengo modales pulidos.
—Eres peor que tu hermano.
— ¿De veras crees que ese es un insulto? —No. Has de estar acostumbrado a las palabras malsonantes. Pero yo no, y no soportaré que delante de mí uses lenguaje inapropiado. Si quieres hablar conmigo, vas a tener que medir un poco tus palabras. A mí me respetas. Si tú no eres un caballero, yo sí soy una dama—. Él sonrió torcidamente, y, luego de un par de segundos en el que ella no bajó la mirada ni mostró debilidad, se inclinó haciendo la parodia de una venia. Ella ajustó su bolso contra su regazo y salió de la sala de juntas pisando fuerte y deseando tirarle la puerta en la cara. Ante todo, se dijo, el glamour. No te despeines por alguien como él. No vale la pena. Pero le fue inevitable que las manos le temblaran de ira y los ojos se le humedecieran un poco.
Terry había provocado en ella más rabias que cualquiera en todo el mundo.
Continuará...
Lamento el inconveniente de la historia,
Aclaró que la historia original es de Virgina Camacho. Al final daré mejores detalles.
JillValentine
