Ted Lupin; el horror oculto.

Todo era oscuridad. Lo único que sentía era un lacerante dolor en su costado, el cual, a medida que iba recobrando conciencia de si mismo, se expandía hasta abarcar todo su cuerpo como si un tren lo hubiese atropellado.

Abrió sus ojos. No vio nada más que la oscuridad atravesada por algunos haces de luz que se colaban a través de lo que parecían grietas en una tumba de piedra. Sólo recordaba gritos y hechizos rozando su cabeza. Algo largo… grande, negro y peludo; miles, miles de patas de araña y luego, una luz roja.

Ahora lo comprendía. Debía de hallarse aplastado por los escombros de una de las derrumbadas paredes del castillo.

Con mucho esfuerzo, el mortífago se zafó de su prisión y comenzó a andar a ciegas por un pasillo tapizado de sangre y escombros. De pronto, escuchó un leve sonido, Suave, como un murmullo o un roce. Caminó hacia él. Llegó a una puerta. La habitación estaba desordenada y algo señalaba una presencia en ella. Luego de mirar en todas direcciones, cuando ya se iba, su vista reparó en un bulto de tamaño regular y que yacía, en apariencia, descuidadamente semioculto entre sábanas y pergaminos. Lo miró un instante distraídamente y notó insuave y acompasado movimiento, como si respirara…

"¡Un estúpido elfo de las cocinas! Ya verán lo que se ganan por enfrentar al señor oscuro." Pensó al tiempo que cogía un madero con claras intenciones de atinar un buen golpe. Una gran boca provista de afilados colmillos ponzoñosos salió despedida de entre las mantas, precediendo dos refulgentes ojos de pupilas alargadas y un inmenso cuello que salía, cual si nunca fuera a acabar, de un sitio que parecía ridículamente pequeño para albergar tamaña criatura.

Un grito, que fue ahogado a medida que el largo cuello se enroscaba alrededor de su presa asfixiándola, fue lo último que oyó el encapuchado seguidos del señor de las tinieblas.

Un par de ojos, lejos muy distintos de los últimos que viera el mortífago, miraban a la oscuridad a través de la misma ventana, de la misma habitación, contemplando la escena que se ofrecía afuera ante la entrada del castillo; La cabeza de Nagini, cercenada, yaciendo a los pies de su amo ante la figura de un joven, portador de la más magnífica espada que Ted Lupin, metamórfago y ahora, al parecer, también animago, hubiese visto en su corta existencia.