Me desperté al amanecer aquel domingo, sin muchas ganas, ya que no había dormido lo suficiente. Al contrario de lo que podían pensar el resto de los habitantes del distrito 11, con gusto hubiera cambiado de lugar con ellos. Pensarían que sería divertido ser hija de la alcaldesa, pero en realidad era tedioso. Nunca había en que ocuparse, porque todo estaba prácticamente servido en bandeja. Y los agentes de la paz no nos dejaban hacer nada divertido. A mi hermana no parecía importarle, se la pasaba con los juguetes tecnológicos que nos enviaban del Capitolio. A mi no me caía bien nada que viniera del capitolio, me traía mala espina.
Desde mi ventana, en el último piso de nuestra mansión, podía verse el bosque -¡Ahí si que podría hacer cosas divertidas! Pero era casi imposible salir. Una vez me habían contado en el colegio que existía una leyenda, o mejor dicho, una habladuría urbana sobre el bosque. Se suponía que en las afueras de nuestro distrito un joven de más o menos mi edad vivía en el bosque, subsistiendo de la caza, la pesca y la recolección, sin preocupaciones, sin que nadie le dijera que hacer. Vivir así sí que sería divertido. Por eso ya estaba decidida: esa noche iría por primera vez al bosque. Ese día era mi cumpleaños número diecisiete y la pequeña vacación sería mi regalo para mí misma.
Pasé todo el día planeando cómo hacerlo. Por la noche esperé a que todos se durmieran, me puse unas cómodas botas, y tomé el cuchillo más grande que encontré en la cocina, sólo por si acaso. Entonces salí a hurtadillas de la casa y llegué a la cerca. Como era usual, no estaba electrificada y la crucé con facilidad. Era casi milagroso no haberme cruzado con nadie en el corto trayecto. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a ver con la escasa luz de la luna, aunque en realidad era una noche bastante luminosa. Recorrí el bosque en silencio toda la noche, observando las estrellas, sintiendo la tierra húmeda y oyendo a los pájaros. Entonces era plena mi felicidad. Llegué en ese momento hasta un arrollo y comencé a seguirlo.
A lo lejos divisé lo que parecía una cabaña, y estaba habitada. De sus ventanas salía luz y humo de su chimenea. No me atreví a acercarme, y en vez de eso volví un poco sobre mis pasos, hasta que la cabaña sólo se hizo una luz en el horizonte. Me recosté entre la hierba al lado del arrollo y cuando casi estaba amaneciendo, me quedé dormida. Me desperté pasado el mediodía, pensando que ya deberían estar preguntándose dónde estaba. Deseché esos pensamientos rápidamente al notar que tenía una espada al cuello.
