12. People go but how they left always stays.

Cuando Jolyne era pequeña lloraba hasta quedarse dormida todas las noches. Siempre se quedaba mirando el techo, pensando en las manos de su padre acariciándola las mejillas y despidiéndose de ella; era entonces cuando la primera lágrima caía, y su mente la torturaba repitiendo constantemente las palabras de despedida de Jotaro. Entonces cerraría los puños y se frotaría los ojos con rabia, habiéndose prometido que no volvería a llorar por el tonto de papá. En algún momento de la noche el sueño la vencería, y entre peluches de animales marinos, se quedaría dormida hasta el día siguiente. Siempre soñaba lo mismo – viendo como su padre se despedía de ella sin girarse siquiera, como si no quisiera verla nunca más. Su madre la retenía en contra de su voluntad, y por mucho que chillase y patalease, Jotaro se alejaba más y más de ella. Entonces cerraba la puerta y la casa se quedaba en silencio. Siempre el mismo sueño, siempre la misma forma de despertarse – con la cara empapada por sus propias lágrimas.

Se levantaba cansada, lo que daba lugar a que estuviese también enfadada. Nunca quiso admitirlo, pero sabía que el enfado era la única manera que tenía de parecer más fuerte de lo como realmente se sentía. Por dentro era apenas una chiquilla triste que solo quería que su padre la cuidase. Así se formó el espacio vacío dentro del pecho de Jolyne, aquel reservado únicamente para Jotaro; y por mucho que llorase rogando que el dolor se fuese, o que su madre la mimase con la esperanza de que se sintiese mejor, aquel agujero negro la absorbía y la dejaba triste por días.

Aquella noche cenó antes de lo habitual – no es que tuviese hambre, pero su madre la obligó casi histérica a que comiese y subiese a su habitación. Ella, a regañadientes, obedeció. Se sentó en el escritorio para hacer los deberes, fijándose en la foto que descansaba allí. La cogió con sus pequeñas manos y la miró. Estaba papá, y mamá, y ella. La cogían de las manos y ella sonreía con todas sus fuerzas; ambos la estaban mirando, pero ella tenía los ojos cerrados. Volvió a mirarla una última vez y la volvió a dejar en su sitio. Alcanzando la mochila y sacando los libros, suspiró y abrió el primero por la página que tenía marcada.

No tardó mucho en acabar la tarea, así que se metió a la cama, abrazando el peluche del delfín que le regaló papá. A veces le echaba la colonia de Jotaro y abrazaba al peluche con fuerza, imaginándose que era su padre quien se encontraba entre sus brazos. Aquella noche no iba a ser diferente, así que se quedó mirando el techo. Un rato después, aún con las lágrimas humedeciéndola las mejillas, se quedó dormida.

Fue entonces cuando Jotaro entró en silencio en la habitación, abriendo la puerta con sumo cuidado. Había regresado solo aquella noche a casa, pero sabía que no era bien recibido, por eso debía marcharse. Sin embargo, quería ver a Jolyne. Se acercó a su cama y le acarició las mejillas, encontrándoselas mojadas. Se mordió el labio inferior, pero no dijo nada. La dio un pequeño beso en la frente y la observó antes de darse la vuelta para salir. Su pelo desparramado por la almohada le había crecido, y ella ya casi era una señorita. Jolyne se había hecho mayor, y ese pensamiento le hizo sonreír.

Antes de marcharse, sin embargo, reparó en el peluche del delfín que estaba abrazando su hija. Se bajó un poco más la gorra y volvió a cruzar el umbral de la puerta, cerrándola tras de sí.

Aquella noche Jolyne soñó con Jotaro. En vez de rogarle que no se fuera, como siempre hacía, le daba la bienvenida a casa.