Disclaimer: Este relato es un fanfiction inspirado en los libros de la saga Hunger Games, desde el punto de vista de Haymitch Abernathy. Cada uno de los capítulos se corresponde más o menos con uno de los de la saga. Todos los personajes nombrados en los libros pertenecen a su creadora Suzanne Collins y tiene plenos derechos sobre ellos. El resto es mera invención mía.

Spoilers: Existen spoilers de todos los libros, es decir cuento detalles adelantados de los volúmenes Catching Fire y Mockingjay.


Capítulo 1

—¡Arriba, arriba, arriba, dormilón! —grita la estridente voz de Effie Trinket, antes de cogerme de la bota y tirarme de un empellón del sofá. Rápidamente apuñalo el aire repetidas veces con el cuchillo que escondía en el dorso de la mano y advierto asombrado que empuño un peine de carey—. ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Levántate, Haymitch! ¡Deja de hacer el granso y arréglate de una vez!

«Trinket manos ligeras, hija de mala…», la maldigo de mil maneras diferentes para mis adentros, incorporándome del suelo cubierto de vómito seco. Compruebo que ha llegado finalmente el Día de la Cosecha y mi obligada partenaire vuelve a presentarse sin ser invitada a mi humilde morada. O más bien debería decir, mi zarrapastroso escondrijo. Ni siquiera considero por un segundo la otra posibilidad, que haya venido para hacerme una visita fuera de temporada. Jamás nos hemos llevado bien desde que la asignaron de acompañante del Distrito 12 hace ocho años. No sé si será por mi aliento que apesta a alcantarilla. O tal vez su pedantería y su retorcido bagaje moral propio del Capitolio que me provoca más nauseas que mis típicas resacas mañaneras. Pero no pegamos el uno con el otro ni con cola.

Este año le ha dado por una peluca rosa. Juro por mi vida… no, qué digo, eso no vale nada para mí. Juro por todo el alcohol del mundo, que jamás he podido descubrir de qué color es su cabello natural. Todo su disfraz, su sonrisa, su falso acento del Capitolio, la peluca, el rimbombante vestido verte y su palidísimo maquillaje, es tan desconcertante que seguramente no podría reconocerla sin él. E incluso creo que está hecho a propósito, para poder desaparecer si fuera necesario.

«¿A quién enfadaste en el Capitolio, Effigene?», me pregunto mientras la veo dar vueltas por la habitación esquivando los obstáculos del suelo con bastante pericia y agilidad para llevar un pesado miriñaque. Aunque finge muy bien e interpreta su papel de damisela educada ante las cámaras, sé que no es más que una embustera y una ladrona de baja alcurnia reclutada por los Vigilantes de los Juegos del Hambre.

Debió de robarle la cartera a la persona equivocada para acabar en el Distrito 12, el más insignificante y ridículo de todos los participantes. Supongo que es una buena alternativa en lugar de convertirte en avox o en cadáver. En cierto sentido, Effie no es más que otro agente de la paz del Capitolio. Una burla en forma de ser humano cuya única intención es eliminar de raíz cualquier oportunidad de aparente libertad. Decido tomarle el pelo cuando veo que se tapa la cara con un minúsculo pañuelo de encaje de seda para proteger su respingona nariz de la peste que desprende mi casa:

—¿Podrías pasarme el número de teléfono de tu cirujano plástico? —Effie abre desmesuradamente sus ojos y se lleva las yemas de sus dedos a la comisura de sus párpados, sorprendida y horrorizada—. Me gustaría que me cosieran una sonrisa como ésa para poder reírme como un bobo, sin tener un porqué, todos los días —aclaro inmediatamente para su despecho. No sabía que se había hecho algunos retoques para disimular su edad, pero no me sorprende en absoluto.

—No tienes teléfono, Haymitch —me reprende ella sin un ápice de su melindrosa y refinada actitud fingida. Y a continuación, como venganza, descorre de sopetón las cortinas de mi salón, para que la luz de la mañana me arranque un quejido de dolor. Es igual que si un millar de alfileres estuvieran clavándose en mis ojos y en mis sienes, perforándome cada vez más el cerebro. La resaca es insoportable. Vuelvo a tener apetito y mi mente razona con punzante claridad. Tengo demasiada hambre y la cabeza me da mil vueltas cuando logro asentar el trasero en el sofá—. Si lo tuvieras sabrías que el alcalde estaba muy preocupado por tu gastroenteritis y que estaba dispuesto a llamar a un médico del Capitolio para que te repusieras.

—¿Ah, sí? —murmuro desconfiado intentando recordar si en las últimas semanas he tenido tan mal el estómago, no lo creo. Pero mi memoria es un océano de aguas muy revueltas y, entre cogorza y cogorza, me vienen flashes distorsionados.

—Quería hablar contigo después de la ceremonia, en su despacho —comenta Effie mientras sigue abriendo las cortinas de crepé y yo me escondo entre las palmas de mis manos para buscar algo de oscuridad y tranquilidad.

He bebido cada vez más a medida que se acercaba el día de la Cosecha, pero no recuerdo haber hablado con él desde la Gira de la Victoria de hace seis meses. Que el alcalde se preocupe por mí, ya es por sí mismo algo que no me cuadra. No nos llevamos bien… En realidad, no me llevo bien con casi nadie en el Distrito 12, y tampoco fuera de él. Mi lista de amigos se reduce a mis compañeros de borracheras: Cray, Darius, Purnia, Caligula y los demás cofrades de la taberna de Sae la Grasienta, en el Quemador. Y sé que es tan sólo una fingida amistad interesada, porque no dejo de derrochar el dinero con el que el Capitolio me destrozó la vida, invitándoles a una ronda siempre que me los encuentro. Y a parte de ellos, mis únicos amigos serían un puñado de mentores de los Distritos más desfavorecidos que nos reunimos inevitablemente cada año para los Juegos del Hambre.

Effie empieza a parlotear acerca de las buenas noticias de esta temporada. Nos han asignado un nuevo estilista bastante prometedor llamado Cinna, que parece tener muy buena fama dentro del Capitolio. Sustituye al viejo Plinnius que murió de insuficiencia cardiaca el pasado otoño. Sigue insistiendo en que este año sí será el año que por fin cambie nuestra suerte. Pero debajo de su sempiterno optimismo desaforado me pregunto si realmente le importa algo que hoy dos niños sean arrancados de sus hogares y condenados a una ejecución televisada a todas las casas de Panem, para conmemorar una historia escrita con sangre y llena de mentiras. Me recuerdo que nunca dejaran que uno de mis tributos sobreviva a los Juegos…

—¡Ni hablar! —exclama Effie indignada cuando vuelvo a tumbarme en posición fetal y le doy la espalda para echar un silencioso cuesco en su dirección—. ¡Hay mucho trabajo que hacer hoy y necesito que despegues tu trasero de ese sofá! Tienes que estar presentable para la ceremonia de las dos en la… ¡Ahg, eres un cerdo, Haymitch! —añade con una náusea cuando le llega el aroma de mi regalito.

—¿Por qué no nos dejamos de prolegómenos de una vez? —ya me he hartado de tanta tontería y me encaro con Effie todavía repantigado en mi cochiquera como el buen cerdo que soy—. Dime los nombres de los tributos de este año y ya nos veremos a las tres en el tren.

Effie da un respingo y me mira con sus ojos abiertos como platos. Es todo un logro con sus pesadísimas y larguísimas pestañas postizas a juego con su peluca.

—No sé de qué me estás hablando —me responde mintiendo sin sudar ni una gota, aunque me da en la nariz que la gruesa capa de maquillaje pálido apenas le deja transpirar. No, claro que ella no puede saber a qué me estoy refiriendo. Es su tarea no saber, como acompañante del Distrito 12. Las reglas de los Juegos del Hambre no habían cambiado en setenta y cuatro años desde que se firmó el Tratado de la Traición, pero el Capitolio había realizado pequeñas inclusiones falsamente inocuas. Antes del primer Vasallaje de los Veinticinco, la responsabilidad de extraer los nombres del sorteo para la Cosecha solía recaer en el alcalde de cada Distrito. Pero después de las represalias provocadas en las elecciones públicas que se llevaron a cabo para el evento, el Capitolio decidió poner a disposición de los distintos Distritos una 'mano inocente' ajena para su participación. Desde entonces el Capitolio controlaba minuciosamente la selección de los tributos sin que pudiera producirse inesperados contratiempos, por medio de los acompañantes. ¿Acaso iban a dejar algún mínimo detalle de sus queridos Juegos del Hambre en manos de algo tan potencialmente peligroso como el azar, la fortuna o el destino…? Me quedo dormido con esos pensamientos rondando por mi cabeza como molestas moscas.

Tiempo después me despierto del sofá, con la vana ilusión de que la llegada de Effie ha sido tan sólo un delírium trémens y que todavía quedan muchos días para la Cosecha. Pero la luz del mediodía atravesando las cristaleras de mis ventanas, echa al traste esa fantasía. En unas pocas horas acompañaré a dos niños a una muerte segura en un viaje en tren.

«Necesito alcohol», mi mente funciona mejor cuando puedo adormecerla y evitar que me abata el desconsuelo y el terror. Me repito a mí mismo que los tributos no son más que carne para alimentar a la bestia hambrienta del Capitolio deseosa de emociones fuertes. Si no soy yo, se buscarán a otro para llevarlos al matadero. Pero cuando doy por fin con una botella de licor blanco no queda ni gota, por mucho que le de golpecitos al culo. Busco desesperado en la alacena algo de-lo-que-sea: whisky, ron, coñac, vodka, ginebra, tequila o aguarrás. Me da igual el veneno que pueda beber. Sin embargo están desocupados todos los estantes y la pila de lavar los platos llena de botellas de cristal vacías, brillando a la luz del día.

—¡EFFIIIIIIIE! ¡MALDITA HIJA DE…! —grito y berreo a todo pulmón, hasta que me quedo sin fuerzas medio tumbado en la encimera de mármol.

Menos mal que en la Aldea de los Vencedores sólo estoy yo, quizás haya espantado a algunos pájaros con mis alaridos. La muy sinvergüenza de Effie me ha hecho una jugarreta. Ha estado muy atareada saboteando todo mi alijo personal, incluso aquellas botellas que guardo en los huecos de las paredes, debajo de la tabla suelta a los pies de mi cama y el brandy de 18 años que escondo en el hogar de la chimenea. Debo reconocer que si un día hubiera un incendio en mi casa, estallaría en una enorme bola de fuego, lanzando mis restos más allá de la alambrada del Distrito.

No logro encontrar mi petaca de plata y me imagino para mi divertimento a Effie Trinket despellejada y desmaquillada (quizás esto último me produce mayor placer), antes de recordar que me quedé inconsciente acurrucado con ese viejo regalo de mi antigua mentora. Me abalanzo al sofá arrancando los cojines con las prisas hasta que oigo el repiqueteo del metal en el entarimado. La suerte aún me sonríe en este día, porque también escucho el gluglú del tan ansiado licor meneándose en su interior. El brebaje casero de Ripper sabe a fuego líquido abrasando mi garganta pero es lo que necesito antes de que empiece a andar derecho. Antes de que mi conciencia empiece a reconcomerme por dentro.

Por mucho alcohol que beba no corro el riesgo de morir de cirrosis. El Capitolio, en su inmensa generosidad, me regaló hace diez años un hígado sintético que tiene una esperanza de vida mayor que la mía. Probablemente me lo extraerán después de mi autopsia y se lo encasquetarán a otro ricachón que pueda permitírselo.

Me aseo lo mejor que puedo y me cambio de ropa entre trago y trago de la petaca. Camisa blanca, pantalones, zapatos, chaleco y levita. Qué poco hace falta para convertir a todo un cerdo en algo decente ante las cámaras. Vale que esté un poco arrugada la tela y que la camisa tenga algunos agujeros de las polillas que han anidado en mi armario, pero hasta la rastrera sabandija de Effie me dará el visto bueno. Para cuando ya he salido de casa me he pimplado los últimos posos.

—Buenos días, señor Abernathy —me saluda respetuosamente Purnia, delante de la puerta de mi casa con uno de los vehículos de los agentes de la paz—. La señorita Trinket me pidió que me asegurase personalmente de que llegaba… —parece que pensaba decir 'pronto' pero mira el reloj de su muñeca y por un segundo se encoge de hombros. Ya son casi las dos de la tarde—. Bueno, de que llegaba a la plaza lo antes posible.

—Qué considerada que es —exclamo guardándome en el interior de mi levita la petaca vacía y rechazando con un gesto el saludo de cortesía de Purnia antes de que me abra la portezuela y tome asiento—. No caerá la breva de que atrasen los Juegos del Hambre por mi incomparecencia, ¿no crees?

Purnia se altera un poco por mi comentario salido de tono y mira a su alrededor asustada, como si esperase que nos cayera un escuadrón de la muerte encima. Lleva muy poco tiempo en el Distrito 12 bajo el mando del viejo Cray y aún no se ha acostumbrado a la manera de hacer las cosas de esta región de Panem.

Las calles de la ciudad están prácticamente desiertas. Casi hubiera disfrutado dando un paseo a pie hasta la plaza, si no fuera porque todos los niños de los cuales me he estado escondiendo durante doce meses están reunidos allí. No puedo soportar ver sus caras aterrorizadas, pero para cuando ya llegamos el poco licor que he bebido ha obrado su remedio y me ha vuelto más borrosa la visión. Gracias a la puntualidad de Purnia llego al podio justo cuando el alcalde me nombra:

—¡El espectáculo ya puede comenzar! —eructo cínicamente ante las cámaras antes de derrumbarme en la silla puesta en mi honor y evitar por un pelo descalabrarme en el escenario. El alcalde me mira con la frente empapada de sudor y con la pinta de que le de un infarto de un momento a otro—. ¡Eh, Effie! ¡Te olvidaste de mi petaca! ¡Ven aquí y dame un besito! —intento abrazarla para atufarla con mi aliento, pero la muy puñetera me evita con un discreto golpe en las costillas que me deja sin respiración y se levanta rauda en busca del micrófono.

—¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte! —comienza a decir frenética Effie, para mantener las distancias conmigo—. Bien, ha llegado la hora de seleccionar a un valiente y una valiente que tendrán el honor de representar al Distrito 12 en los Septuagésimos cuartos Juegos del Hambre —mira hacia atrás en mi dirección con una mirada asesina y después, esbozando una de sus mejores sonrisas cuajadas de dientes, dice:— ¡Las damas primero! —con aparente teatralidad se dirige a la primera urna de cristal y mete la mano derecha para extraer un diminuto rollo de papel. El silencio es absoluto en la plaza.

Al principio creí que hacía un juego de manos y escondía el boleto anunciado en su mano izquierda, en algún pliegue oculto entre los volantes de sus mangas. Hacer aparecer y desaparecer una moneda era un juego de niños para ella. Pero un Día de la Cosecha descubrí que el engaño era si cabe más descarado y eficaz, cuando me hice con un boleto extraído: Nadie más que Effie lee el nombre del tributo, no hay un segundo par de ojos que lo corroboren. Sólo tiene que memorizar dos nombres y anunciarlos, una tarea sencilla incluso para el cerebro de mosquito de Trinket.

Lo único que no me quedó claro a priori después de ese accidental hallazgo, era el motivo. Le estuve dando vueltas al tema durante mucho tiempo, pero al final llegué a una conclusión ridícula y exasperante. No escogían a los tributos de manera arbitraria para mantener divididos a los chicos de la Veta y de la Ciudad, pues más de una vez los dos tributos pertenecían al mismo barrio. Ni tampoco buscaban una amplia escala de edades. Los eligen por sus nombres, quieren nombres que resulten pintorescos y llamativos, para que no se repitan de un Juego del Hambre a otro. Válgame que los espectadores del Capitolio no se confundan de Distrito al vitorear entre media docena de 'Tom' o 'Jane'. Ése es el típico maquiavélico juicio de valores que caracteriza a los Vigilantes y a todo su espectáculo.

«¡Maldita sea el día en que a mis padres se les ocurrió llamarme Haymitch!», me lamento por mi estrafalario nombre, pendiente de escuchar el nuevo tributo de este año que morirá en cuestión de poco más de una semana.

—Primrose Everdeen —anuncia Effie con una sonrisa feroz de oreja a oreja.