Crisis de los cuarenta.

Capítulo 1.

¿Hasta cuándo jugaremos al gato y al ratón?

Una noche más, un encargo cumplido a la perfección. Ada Wong había roto las barreras de sus propias habilidades. Tocó un punto en el que parecía ser indispensable para la organización (es) que trabajaba, dándole resultados óptimos en tiempo récord. A simple vista, su éxito parecía ser lo que ella más anhelaba, en búsqueda de un sueño del que ni ella misma tenía constancia. Simplemente ―en medio de sus reflexiones―, alardeaba de adorar el peligro constante en el que se mantenía. Riesgosa, un tanto arrogante y terriblemente hermosa. Una espía que cubría todos los campos requeridos. Y, no obstante, todo ese sacrificio, tiraba de una cuerda floja. Equilibrándose entre sus sentimientos y los deseos de una mujer que, de igual forma, yacía dormitando en el interior de ese cuerpo ficticio.

Las noches en la ciudad eran aburridas. Viajaba por el globo, ya fuera en avión, camión o lo que tuviera ruedas para transportarla; los helicópteros eran su aliado a la hora de escapatorias y sabía pilotear a la perfección. Ella podía estar aquí o allá, según sus preferencias; pero siempre iba a anhelar tener una breve estadía en el lugar que más recuerdos le traía: Chicago.

Bares; restaurantes; luces esparcidas por todo el bullicio metropolitano; había cierta lujuria en sus calles que ella simplemente encontraba acogedor. Contrataba limosinas que la pasearan de vez en cuando entre las atestadas calles, en donde a veces un peatón se les arrimaba, sólo para experimentar el peligro de haber asesinado momentáneamente. Después de los sustos, ella volvía a revolverse en su asiento, olvidando dichos eventos y concentrándose en las vitrinas que exhibían casi cualquier cosa: desde ropa hasta comida. Tal vez ―pensando de forma más oscura―, podía acostumbrarse a vivir una vida tranquila, en un sitio enérgico, pero calmo; conocía a la perfección en donde se aglomeraban los jóvenes y que, en sus tiempos de gloria, ella solía visitar religiosamente al menos una vez al mes. A sus cuarenta y dos, era difícil acercarse a estos lugares, sin sentir cierto rencor hacia el tiempo: su jodido enemigo.

Esa noche, llegó a casa temprano. O bueno, lo que podía denominar así, hasta que su teléfono volviera a sonar; se trataba de un hotel en pleno centro, que tenía privilegio a la orquesta de vehículos que pasaban despavoridos por las amplias calles que rodeaban el edificio. Apenas deslizó su tarjeta electrónica en el contacto en la pared, ingresó al espacio climatizado por la frescura del aire acondicionado y el leve olor a lavanda de las sábanas.

Descargó sus implementos y una bolsa sospechosa, que contenía en su interior todo lo necesario para la misión: pistolas; cuchillos y una bomba de humo que jamás utilizó; aunque no descartaba la opción de hacer sus brillantes escapatorias. Después de eso, abrió las cortinas del balcón, para que la luz de la ciudad proveyera iluminación natural a la oscuridad que reinaba en la pequeña habitación. Finalmente, tomó asiento en un pequeño sillón situado diagonal a la cama cuatro por cuatro que permanecía intacta desde hacía días y relajó el cuerpo en aquella posición. Los músculos le dolían; la espalda permanecía palpitando y la piel rojiza, debido a un rasguño, obtenido al momento de escapar del lugar de la misión. Había tenido suerte en anclarse a una pared o no estaría soltando suspiros cansados en ese mismo instante.

Sacó su teléfono ―no el cubo― y se dispuso a revisar la bandeja de mensajes; estúpidamente habría esperado que entrara uno interesante. Pero sólo estaba lleno de felicitaciones por parte de sus múltiples aliados. Deslizó con desgano la pantalla y luego presionó sin vacilar el ícono de 'borrar'. No quería pruebas que la inculparan de nada y su paranoia había aumentado con el tiempo, por lo que temía que alguien arremetiera en contra de ella en cualquier momento.

También revisó el buzón de llamadas; pero no había ninguna, salvo las que realizó desde el aeropuerto, para que la recogieran.

― Así que así jugaremos, ¿eh? ―habló para sí misma, revisando con cierto rencor el móvil. El aparato no tenía la culpa, pero ella insistía en querer lanzarlo a la pared en cualquier momento. Nada serio, sólo problemas con ella misma y una forma de sanar la frustración.

Hacía al menos ocho meses no tenían contacto alguno. Incluso se enteró por fuentes externas de que lo habían avistado en Nueva York, ayudando a las víctimas de aquel misterioso ataque. De eso no quedaban residuos y la población volvió a mantenerse estable. Ciertamente, seguía aguardando a que su viejo compañero hubiera tenido contacto con ella o que por lo menos recordara, en medio de sus borracheras, que seguía estando enamorado de una espía que no correspondía claramente sus sentimientos. Aunque bien, ella siempre lo alejaba, le hacía falta aquella llama que mantenía despierto su egocentrismo: Cuando León le enviaba mensajes a mitad de la noche, un pequeño pedazo de su pecho se desmoronaba, sintiendo que, en algún momento, todo ese juego terminaría en una riña con su propia razón. Era una adicción; era algo que no tenía sentido, pero, aun así, ella intentaba darle forma según sus preferencias.

¿En dónde se había metido?

Decidida, se levantó con pesadez de aquel sillón de color blanco y se desplazó hasta el armario, situado a unos cuantos pasos de su posición. Encendió la luz y buscó en primera instancia el bolso que traía la última vez que se vieron. Si mal no recordaba, allí tenía el pase a saciar todas sus dudas, sin que su orgullo se viera involucrado de forma más profunda. Cuando lo encontró, lo tomó sin más y revisó desde allí su contenido: papeles; un par de billetes y pases de avión que ya estaban usados; recordó que había dejado uno de sus labiales preferidos en uno de los bolsillos interiores y también se topó con la navaja que estaba buscando hasta el cansancio. Justo en el fondo de aquella revoltura, estaba un pequeño papel arrugado, con una serie de números anotados.

Tiró el bolso al piso y se alejó del armario, para volver a su asiento; sacó su móvil y sin que le temblara la mano, comenzó a anotar los números en el teclado. Cuando dio tono, se llevó el auricular a la oreja.

― ¿? ―aquella voz, que, para la espía Wong sonaba más bien sosa y sin gracia.

Ada creyó que estaba tocando un punto prohibido: Llamando a Ingrid Hunnigan, sólo para saber la localización de un blanco. Pudo haber conseguido información desde otras fuentes, pero estaba segura de que arriesgarse a eso, era darle a los demás un punto débil.

― Oh... qué grata sorpresa. Ingrid Hunnigan. ―soltó con cierto sarcasmo entre líneas, intentando no demostrar sus primeras chispas de emotividad.

¿Quién habla? ¿por qué tiene este número?

― Para, para... la de las preguntas aquí soy yo.

Voy a colgar, es un número privado.

― ¿Qué sabe de León S. Kennedy? ―cuestionó rápidamente, evitando así enfriar toda su determinación. Casi que sintió sus mejillas tornarse calientes, por el simple hecho de estar haciendo aquella ridiculez. No obstante, nadie se escapaba de sus garras y aquel agente de rasgos terriblemente atractivos, se había perdido de su vista durante un rato largo. Inaceptable.

¿Uh? ¿el agente Kennedy? ―se planteó la misma mujer de anteojos, quizá un poco aturdida ―. Él está en sus vacaciones desde hace tres meses. No sabemos nada.

― Quiere decir que puede estar muerto y ni sus propios compañeros saben.

Puede ser. —correspondió la mujer, después de un suspiro, impacientada.

― No puedo quedarme tan corta de información. Necesito contactar con él y su teléfono está muerto al menos hace dos meses. ¿Hay algún lugar en dónde pueda buscarlo?

No tiene un hogar fijo y siempre toma destinos esporádicos. Sería difícil hacerle un plano. Lo siento.

― ¿Un lugar en específico? ¿Algo?

No se me tiene permitido hablar de más.

― Soy una vieja amiga. Iré a buscarlo y enviar saludos de tu parte, ¿qué te parece?

Un breve silencio en la línea se hizo presente.

Le gustan las tabernas. La última vez que oí de él, estaba visitando a un amigo en su residencia en Florida. No sé hasta qué punto pueda estar allí. No es probable.

Ada colgó de inmediato, seguir hablando con ella, simbolizaba una muestra más intensa de sentimientos, que bien, ella no estaba interesada en sacar a la luz.

Volvió a teclear unos cuantos números y finalmente, alguien contestó.

― Necesito un boleto a Florida.


Un poco de música para relajarse, aunque esta fuera de un ritmo escandaloso. El bajo inundó su cerebro de reflexiones y la voz sobria del cantante que acompañaba, le inspiró para seguir consumiéndose su sueldo en pequeños trazos de tequila. Le habían aconsejado que los probara con limón y la cantidad de residuos del cítrico utilizado yacían esparcidos por toda la barra. El bar tender debía pasar un trapo mojado de vez en cuando, levantando la pesada cabeza del agente en otras ocasiones.

― Otro más y de seguro no podrás ni pararte de ahí, muchachón. ―le había susurrado una camarera, que traía una especie de disfraz de vaquera. Sus labios húmedos casi que rozaron el lóbulo del agente, que descansaba las mejillas sobre la superficie húmeda. Su voz sensual provocó que León se sintiera adormecido, pero a la vez, un poco excitado. Quizá solo era el alcohol navegando sin rumbo en sus sistema.

Para cuando reaccionó, la bonita joven ya se había mezclado entre los demás visitantes. Sólo pudo apreciar su figura, casi que danzante, mientras sostenía una bandeja de plata en una mano; saludaba y sonreía.

Era una pena que ni pudiera recordar su propio nombre. Observarla resultaba ser una inversión sensata.

― Estoy jodido. ―se maldijo en un tono ronco. Su lengua a veces patinaba, haciéndolo soltar monólogos realmente extraños. Con su décima copa de tequila, él estaba comenzando a relatar de su vez con los iluminados. Pero los que se encontraban sentados a su lado, decidieron alejarse del intenso hedor a alcohol con mentiras. Así que, como evento usual, estaba solo. Ni siquiera el que le servía las copas quería escucharlo. Siempre eran las mismas historias de fantasía, en los que él era un agente que salvaba el mundo.

Se llevó todo el contenido de la copa a la boca y después arrugó el rostro, producto de que, pese a la cantidad de tragos, uno sabía peor que el otro e ingresaba quemándole la garganta sin piedad. Era un evento de trámite, que siempre le había generado adicción.

La cabeza de vez en cuando se ladeaba, como si fuera poco o más pesado que su propio cuerpo. Sus orbes se dirigían de acá para allá, pero no lograba identificar de lleno cada sombra. Los movimientos se volvían lentos y dormidos; su visión estaba más deteriorada y los patrones de toda lógica se perdían entre un leve hilo de realidad y recuerdos. Parecía estar en un infierno plagado de personas sedientas de alcohol, que movían sus irreconocibles cuerpos al son de una canción de rock clásico.

― ¿A dónde vamos a parar?... si cada que parpadeo... puedo ver el mundo consumirse bajo mis pies... y mis amigos están allí, mis aliados, mi familia... todo. ―murmuró para sí mismo, a unos leves instantes de colapsar indefinidamente. Ya había sucedido con anterioridad, pero jamás se había sobrepasado. Esa noche pesada de verano, cuando sus mangas sudaban y su corazón parecía bombear más sangre de lo normal, tocó el límite con los ojos cerrados, acariciando la llaga que desde hacía años se formaba en su interior. Quería soltarlo todo.

― ¡Está bien, cerramos por hoy! ―gritó el hombre que servía los licores. Pasó nuevamente su trapo húmedo sobre la barra en donde León apoyaba la mitad de su cuerpo ―. Tú también, ve a casa, estás soltando alcohol por los poros. ―el hombre se inclinó y susurró al ido agente de la D.S.O.

León no captó el mensaje. Prefirió quedarse estático, observando, como si estuviera hipnotizado la cantidad de botellas exhibidas en una repisa justo detrás de la barra. Las personas a su espalda comenzaban a movilizarse, arrastrando sus cansadas piernas sobre las tablas viejas, que resonaban y golpeaban su audición. Y aunque hubiera querido, no entendía un carajo de lo que sucedía.

Cuando el hombre notó la resistencia del agente, se tornó furioso.

― ¡Come on dude! ―soltó en un mal cuidado inglés. Chispeó cierta agresividad, que se vio reflejada en la forma como guardó el trapo húmedo a un costado de su cintura y rodeó la barra para llegar a León.

Las sombras se movían de formas anormales. Lentas, en silencio. León aguardó en su asiento, permitiendo que el sudor se deslizara por su frente y relamiéndose los labios. Se última copa se había ido, pero él continuaba en aquella inestabilidad, que no le permitía pensar con claridad. No podía si quiera estar consciente de lo que le deparaba su actualidad y realmente, era una sensación que le generaba cierto alivio. Estaba sumergido en su propio mundo; tratando de borrar el veneno que recorría su cuerpo, en formas de pensamientos aleatorios. Cuando bebía, todo el alcohol borraba esa parte humana que lo volvían vulnerable a cierta clase de imágenes. Se sentía mal al día siguiente, pero cuando todo ocurría, no sentía ni un solo golpe. ¿Qué no era mágico el alcohol?

Un agarrón fuerte lo sacó de trance. Él se movió de forma abrupta sobre su taburete, sintiendo que iba a caer rendido en cualquier momento. El hombre de acrobacias y sangre fría había desaparecido, convirtiéndolo en un débil ser humano, que apenas podía mantenerse de pie. Intentó recobrar el equilibrio, pero sólo logró tambalear con dificultad por toda la habitación. Notó que el sujeto que le provocó el primer impacto, estaba cercano a la barra y cuando volvió a reaccionar, ya podía sentirlo empujándolo de nuevo hacia la salida. León quiso tener la fuerza suficiente para si quiera tocar con los dedos el marco de la puerta, pero sólo logro trastabillar hasta chocarse con la pared. Su ahora contrincante —que parecía ser más fuerte que él—, volvió a tomarlo del brazo y después, cuando el agente sintió la humedad del ambiente combinarse con el bullicio de la metrópoli, Él gruñó impacientado y finalmente, cerró la puerta de su establecimiento.

León fingió caminar con sabiduría por las calles, pero sólo podía ir de un lado a otro, luchando con su propio equilibrio. Comenzó a tararear una canción, que aprendió años atrás, cuando iba en el vehículo policial de aquellos joviales españoles. Lástima que en su sonata no estaba el hecho de que los vio colgados e incinerados en ese pueblo del infierno.

Las luces de la ciudad molestaban sus ojos; caminaba por alguna acera, situada entre vitrinas, que daban a establecimientos vacíos y la carretera, por la que ya no pasaba si quiera un taxi. Las personas que habían salido junto a él, también desaparecieron de su campo visual y se encontró en aquella noche desolada, sintiéndose como el único hombre sobre la tierra. Un dios con el cabello tirando a castaño oscuro y una barba de días. Si algunos de sus compañeros se hubieran topado con él, de seguro tendría un cuchillo enterrado en su garganta: sus movimientos escurridizos, pero poco coordinados eran similares a los de esas terribles armas biológicas, que León aborrecía de igual forma.

Sus piernas no le dieron para doblar la esquina. Peleó para llegar a su destino, que bien parecía más bien alejarse a medida que avanzaba. No obstante, la gravedad ofreció un poco de su ayuda, haciéndolo caer al piso. Sus palmas abiertas recibieron el pavimento sucio, con pequeños granos que rasparon su piel. Sus rodillas se golpearon con fuerza y él quedó boca abajo, en quien sabe qué calle de Weston. Sólo se limitó a escuchar el claxon de los vehículos que avanzaban muy a lo lejos y el bullicio que era el fondo de una escena que él no trataba de entender.

Clavó su mejilla en el suelo y se limitó a cerrar los ojos. No quería saber nada de su estado actual y fácilmente, dejarse entregar por el camino más sencillo era su estrategia. El León de años atrás; ese muchacho con chispa y pasión en sus acciones, de seguro estaba decepcionado de aquel cuarentón sin sueños.

Pero él sólo quería dejarse llevar por la corriente. Poco a poco, el dolor se iba y las imágenes desaparecían.


― Menuda ciudad te conseguiste, León. ―murmuró Ada, bajándose a eso de las dos de la mañana de un vehículo alquilado; sus contactos a lo largo del globo hicieron bien en ubicarla mucho mejor, hasta lograr dar con el paradero del agente 'fugitivo' de sus garras.

Aseguró la camioneta Nissan Rouge, que, fortuitamente era de color rojo. Después avanzó por aquel estacionamiento desolado, hasta lo que parecía ser un pequeño establecimiento, a portas de cerrar. El taconeo resonó entre el oscuro y silencioso escenario.

Un hombre de cabellos rubios se encontraba barriendo la entrada principal. Tenía una camiseta abotonada hasta el cuello, arremangada. Un trapo húmedo colgaba de su cintura y parecía estar agotado del ajetreo de su día a día.

Ada esbozó una sonrisa. Los más jóvenes eran como carne fresca para sus planes.

Arribó hasta la entrada y de inmediato fue inspeccionada por aquel muchacho. El desdén que trasmitía su mirada llegaba a convertirse, hasta cierto punto, en un reto para la espía.

― Disculpe señora, ya cerramos. ―las primeras palabras dolieron; las segundas le generaron cierta desilusión. El muchacho fue directo, además de ser bastante destructivo en su expresión. Se veía realmente disgustado de estar sacando basura a la entrada, para así convertirlo en el problema de alguien más en la mañana.

― Oh. Una lástima. ―soltó con fingida pena. Intentó echar un vistazo al interior, comprobando la veracidad del joven y finalmente, al ver todo el establecimiento reservado a residuos de licor, volvió a él ―: estoy buscando a un amigo. Creo que viene aquí seguido.

― Mucha gente viene aquí seguido.

― Guapo, pero este es un cliente especial. ―aseguró ella.

Él detuvo lo que hacía, para apoyar la escoba contra el marco de la entrada.

― Cabello castaño, quizá un poco de barba y una terrible chaqueta que no se quita de encima. ¿Te suena? ―intentó ser lo más cuidadosa en descripciones, teniendo en cuenta una referencia de al menos ocho meses atrás. En realidad, no tenía ni idea de cómo podía estar el agente Kennedy en esos momentos.

― ¡Ah! ―exclamó él, con una idea reflejada en su mirada ―. El borracho.

Ada asintió complacida con la respuesta.

― ¿Sabes en dónde puede estar?

― Lo eché hace al menos quince minutos. Se fue a pie, así que supongo que no ha de estar lejos. Los taxis dejan de pasar a eso de las doce y no creo que con su condición haya esperado el autobús. ―explicó él, dejando de lado su actitud precavida.

― Eres un cielo. ―ella accedió a guiñarle el ojo. Se despidió con un ademán y se volvió en sus pasos para regresar a su vehículo. Si León seguía deambulando por esas calles, de seguro estaría aturdido y posiblemente, perdido.

Se imaginó aquel caso, pensando que tal vez, ese agente brillante, que podía descifrar todos los caminos y puzles que se le impusieran; posiblemente estaba perdiendo el toque. Quería sentir lástima, pero aquello era inaceptable: si sus planes eran renovar a León, necesitaba enseñarle de medidas a su propio estilo.

Condujo por las callejuelas desoladas, prestando atención a la acera. No sabía con exactitud la dirección tomada por el hombre y bien, podían ser posibilidades infinitas, teniendo en cuenta que era una cantidad bárbara de ramificaciones: empezó primero doblando a la derecha y siguió el camino recto, hasta que arribó a una pequeña estación de gasolina. Verificó un par de minutos por si él aparecía por allí, pero como sospechaba, eso no sucedió. Volvió nuevamente, probando esta vez a la izquierda. Las lámparas estaban fundidas y había una extensión de tierra, que se convertía más bien en un bosque de vacía oscuridad. No quiso imaginarse lo peor, por lo que descartó esa opción enseguida. Una vez más, retrocedió, aprovechando que nadie le observaba y regresó, esta vez siguiendo el camino norte del establecimiento. Las calles estaban bien iluminadas; había una que otra tienda de ropa y como era lógico, ni un alma acercándose por accidente. Iba lento, atenta a cualquier movimiento sospechoso. Pero por más que intentara, ese hombre no aparecía. Comenzaba entonces a volverse paranoica e imaginándoselo bajo un vehículo: "No le pasó nada en Racoon; pero su vida corre más peligro en una simple ciudad nocturna. Irónico".

Antes de llegar a una vía principal, notó un bulto dormitando en medio de la acera.

Frenó en seco, tirando además del freno de mano. Bajó sin si quiera sacar las llaves del vehículo y avanzó cuidadosamente hasta el potencial objetivo. Cuando lo detalló cuidadosamente, notó la reconocible chaqueta oscura, con dos líneas horizontales en las mangas; sus jeans y sus zapatos color café. Aunque le costaba admitirlo; la espía soltó un suspiro cargado de alivio.

Posó ambos pies a los costados de la cabeza castaña. Notó que su cuerpo se inflaba y además de ello, también soltaba ronquidos bastante audibles. Sus manos estaban raspadas y había un extraño líquido a unos cuantos centímetros de su posición. Posiblemente, vómito.

Ada sintió pena por él.

― Deja de dormir en medio de la calle. ―dijo ella, en un vago intento de sonar cómica. Aunque la situación no lo ameritaba del todo.

León sólo se movió un poco. Gruñó, como si no deseara que lo despertaran e hizo saltar un poco sus dedos.

― Nada de cinco minutos, arriba ―tuvo que hincarse para tener contacto con su cabeza. Tiró hacia arriba de sus cabellos, logrando levantar la barbilla anclada en el suelo. El atractivo agente se veía deplorable; pálido y con el rostro sudado ― ¿Qué le pasó al agente Kennedy? ―planteó con cierta melancolía.

El movimiento hizo que él abriera los ojos.

― Tú...―murmuró.

Ada sospechó que le reconoció de inmediato. No obstante, el hombre volvió a cerrar los ojos. De no ser por el agarre firme de la espía, él ya hubiera vuelto al suelo.

La espía suspiró sin alternativa.

Le tomó del brazo e intentó volver a erguir su espalda, esta vez añadiéndole peso a la acción. Logró arrastrar el cuerpo del hombre, pero su objetivo era levantarlo. León cooperó un poco, aún con sus movimientos lentos y torpes; continuaba con los ojos cerrados, pero de vez en cuando los abría, sólo para adivinar que estaba metido en un lío tremendo. Y no se refería a estar durmiendo en la calle.

Cuando el agente accedió a ponerse de pie ―con mucho esfuerzo―, Ada lo obligó a que apoyara el brazo derecho sobre su hombro. El peso adicional provocó que ella peligrara en irse de bruces, pero logró estabilizar la situación. Le abrazó la cintura, asegurándose ir bien anclados y comenzó a caminar de regreso al vehículo. León dejaba caer constantemente su cabeza a los lados, provocando un cambio nuevo en el rumbo. Tambalearon, pero lograron regresar al Nissan sin tantos problemas.

Ella abrió la puerta trasera y lo empujó con fuerza al interior. El castaño acomodó la cabeza contra la puerta del fondo y Ada intentó doblarle las piernas, para poder cerrar. Cuando todo estuvo un poco mejor, regresó al asiento de piloto y arrancó sin vacilar en demasía.

Condujo por aquella ciudad extraña, guiándose por las direcciones. El ajetreo con el agente provocó que su cabello se despeinara y el maquillaje se regó levemente. Su vestido estaba arrugado y respiraba agitada de acuerdo con el esfuerzo realizado; Acomodó el retrovisor, para tener un monitoreo más sencillo del hombre: Dormía plácidamente, apoyando una mano sobre su abdomen y con la otra rozando el suelo del vehículo.

― Una lástima... ―habló para sí misma. Tenía el pleno conocimiento de que el hombre bebía. Pero jamás se imaginó que lo hacía de forma tan inconsciente. Sabía que esas situaciones eran más bien, oscuros problemas personales. Casualmente, jamás llegó a preguntarle si quiera su opinión sobre todo ese loco mundo de las armas químicas.

Gracias a los carteles leyó acerca de un hotel a unas cuantas millas. Aceleró el paso más de lo debido y arribó sin más a la escondida edificación. Había un par de locales repartidos, en los que destacaban restaurantes y tiendas, para finalizar con la construcción de al menos doce plantas. Aspiró que no cobraran una millonada por una habitación.

Estacionó y se apeó rápidamente. Tuvo que darle dos pequeñas cachetadas a León para despertarlo y acomodarse en la posición anterior. Rodeó el vehículo para abrir la otra puerta y tirar de sus piernas, pero el hombre parecía de roca. Estaba ya enfureciéndose.

Finalmente logró ponerlo de pie. Lo abrazó con firmeza y tambalearon por el estacionamiento aparentemente lleno. Arribó hasta las puertas de vidrio, que finalmente logró empujar con mucho esfuerzo. Era difícil hacer caminar a León, especialmente porque el hombre se dormía o murmuraba nombres sin sentido.

Rozando sus límites de paciencia, logró llegar hasta el mostrador de hotel. El aire acondicionado, con una esencia a canela, borraban del todo el nauseabundo olor que desprendía el agente. Lo apoyó como si fuera un muñeco contra el mostrador y secó unas cuantas gotas de sudor sobre su frente perlada. El encargado salió por la puerta de 'Staff' unos segundos después y se quedó anonadado con aquella imagen.

― ¿Sí? ¿en qué les puedo ayudar? ―cuestionó con una fingida sonrisa, intentando desviar su atención de un León que dormitaba sobre la barra. Tenía la certeza de que bien, debía llamar a seguridad.

― Una habitación, dulzura. ―pidió ella, ajetreada y con la paciencia agotada. Si el hombre se negaba, ella juraba ir por su gancho guardado en el vehículo y le dispararía justo en la garganta.

Él se lo pensó un rato.

― Tenemos una en el segundo piso ―afirmó. Apresurado, se dio la vuelta y buscó entre la cantidad de llaves colgadas en diferentes espacios de un tablero. Tomó la de la habitación dos cuarenta y las colocó sobre el mostrador ― ¿efectivo o tarjeta?

Ada había dejado sus cosas en el vehículo, y no pensaba ir por ellas, ni mucho menos pagar. Tenía cierto aspecto de tacaña. Requisó entonces a León, deslizando sin cuidado sus manos por los bolsillos traseros del hombre: había una cartulina doblada, con un número anotado en él y dos monedas. Hizo lo opuesto a abrazarlo, pero que lucía ciertamente igual. Rozó sus bolsillos delanteros, colmada de prisa y sacó rápidamente una tarjeta; le dio varias vueltas, notando que era funcional y sin vacilar la pasó al dependiente.

Este digitó toda la información en su computadora y pese a estar impactado con el curioso hombre de cabellos castaños, le ofreció la llave.

Llegar a la habitación no fue tan complicado; gracias al cielo había un ascensor y sólo tuvo que cargar a un ido León, para que no perdiera la batalla en ese pequeño espacio. Caminaron por los pasillos entapetados y finalmente, arribaron a la habitación. Al entrar, sintió el cambio de ambiente a uno más tranquilo. Todo era silencio, combinado con el aroma a nuevo de las sábanas y a roble de los muebles; arrastró al hombre hasta que sus piernas no dieron batalla y entonces lo empujó hacia la cama. León rebotó boca abajo, pero no se quejó mucho.

― Apestas. ―sentenció ella, agotada. Cerró la puerta de la habitación y procedió a quitarse los tacones. No se lo pensó mucho antes de arrastrar a su viejo amante por la ciudad, parada en sus lujosos zapatos carmesí.

Se desplomó sobre un sillón color crema y lo observó durmiendo.

Era imposible que ni se hubiera emocionado al verla. Lo conocía, incluso en sus borracheras más extremas, él lograba reconocerla. ¿Qué había cambiado en ese momento?

― Tienes que tomar un baño, León. Hablo en serio. ―recordó entonces como toda su ropa se había embarrado de vómito y sudor y lo mucho que apestaba a licor con ceniza ajena.

Un último esfuerzo debía valer la pena.

Lo tomó nuevamente con fuerza y pese a cualquier quejido soltado por el hombre, lo arrastró hacia el baño. Lo empujó al interior de la ducha y sin importar cualquier código, simplemente abrió la canilla. El agua fría hizo lo propio, desplazándose por cada rincón del hombre, empapando incluso la ropa y haciéndola ancharse sobre el cuerpo masculino: la chaqueta, la camisa y los jeans, todo quedó reducido a un desastre húmedo.

Una vez las prendas lucían un poco más limpias, mojó la mitad de su cuerpo para comenzar a retirarlas. Con esfuerzo, por lo menos logró que el dorso quedara desnudo y la ropa que gotereaba, la dejó sobre el lavabo. Creyó que alguna vez, esos pueblos en España eran un desastre y finalmente, todo se redujo a esa ducha: era el escenario más complicado de todos.

León se dejó caer al suelo, quejándose en voz baja. Ada aprovechó para inclinarse y restregarle la cabeza; buscó las muestras gratis de champú situadas en un pequeño armario al interior del baño y lo regó sin más sobre los cabellos castaños. La causaba una sensación punzante todo eso: lo había curado en el pasado; limpió sus heridas; vendó su cuerpo y ahora, estaba ayudando a sanar un golpe mucho más fuerte. Se preguntaba si valía la pena o si él lo tendría en cuenta.

Cuando todo acabó y la ropa quedó desprendida en su totalidad, Ada lo enrolló en una toalla seca. Lo sentó sobre el inodoro y tomó una toalla facial, colgada en un barandal del baño. Secó sus cabellos con cuidado e hizo lo mismo con su rostro: pasó de tener pequeños granos de pavimento a estar completamente limpio.

Buscó en los armarios de la habitación las típicas batas que regalaban en los hoteles ―acostumbrada a ello― y encontró una de color blanco, colgada justo en la puerta. Cubrió el cuerpo masculino con la sencilla prenda y cuando todo parecía haber acabado, lo empujó hasta la cama. Él cedió ante el contacto con las sábanas limpias y que, por lo menos estaba despertándose. Posiblemente el agua fría había causado el efecto que ella deseaba.

León abrazó una almohada y cerró los ojos. Seguía jodidamente ebrio, pero por lo menos estaba limpio y estable.

Tomó una toalla adicional y secó su cuerpo húmedo de igual forma. Entonces se sentó en el sillón frente a la cama y se dio a la tarea de reflexionar: se topó con un hombre terriblemente diferente y ella no sabía si estaba lista para eso.


Los rayos del sol penetraron por la ventana. León se cubrió con las sábanas, aturdido ante el cambio abrupto de iluminación. Frunció el ceño, producto del dolor de cabeza que comenzaba a taladrarle y sintió que todo su cuerpo iba a desmoronarse en cualquier momento. Estaba acostumbrado a las cargas abusivas de alcohol que le metía a su sistema y de la misma forma, sabía cómo lidiar con la resaca: esa mañana, con cierto aroma a lavanda en el aire, sintió que tocó su propio límite.

El dolor no le permitió seguir durmiendo. Se incorporó rápidamente sobre la cama, llevándose de forma automática la mano a la cabeza. Se agarró los cabellos con suavidad, en un vago intento de detener ese maldito dolor. Un gruñido acompañó sus lamentos, que luego se convirtió en una serie de reflexiones en su interior.

Le dolían las manos; el mentón y juraba tener un raspón en la mejilla. Sintió un pinchazo en un costado de su abdomen y las rodillas parecían querer quebrarse en cada movimiento leve. Se imaginó una clase de riña nocturna o algo por el estilo.

Todo a su alrededor era desconocido: desde las cortinas blancas, hasta las vacías mesitas de noche. El aroma que desprendía la habitación lo aturdía y estaba seguro de que jamás había estado en un lugar parecido. En suma de su propia "pérdida de memoria" estaba el hecho de que vestía una bata de baño. ¿Y su ropa?

― ¿Qué mierda hice ahora? ―se maldijo, decepcionado de su propia estupidez. Intentó levantarse, pero las náuseas que le invadieron provocaron que él anhelara regresar a una posición más cómoda. Aplastó la cabeza contra la almohada y sintió su muerte llegar inminentemente.

Eso, hasta que oyó como cerraban la puerta.

El agente reaccionó a la defensiva, incorporándose nuevamente. Pero lo que vio, intentó volverlo más pálido de lo que ya estaba. Abrió la boca, sin emitir ningún sonido, ingresando en ese pánico extraño, al saber que una pieza del rompecabezas estaba inconclusa.

Ada Wong estaba justo al frente de él, acunando una bolsa de papel marrón; tenía puestos unos lentes, que bien le hacían recordar a los que le lanzó la segunda vez que se encontraron en sus vidas. Le quedaban bastante bien y la hacían ver más atractiva de lo que ya era. No obstante, su confusión no lo podían hacer ver ese pequeño detalle con tanta ensoñación.

― ¿Ada? ―disparó él al momento de verla. Podía estar muriendo; su garganta dolerle o sus ojos arderle, pero jamás iba a desaprovechar la oportunidad para soltar su nombre.

― Veo que ya estás despierto. Enhorabuena. Toma ―entonces le lanzó la bolsa, encestando justo entre sus piernas.

León abrió el misterioso paquete, encontrándose con un sándwich a medias y una botella de café preparado.

― No sabía qué preferías desayunar, así que tomé lo que pude.

― ¿Qué haces aquí? ¿Cómo...?

― Preguntas demasiado. ―ella tornó los ojos. Avanzó hasta el sillón, en donde, fuera de su estándar, había pasado la noche. No pudo pegar el ojo en lo que restó de la madrugada y por eso debía utilizar aquellos lentes oscuros. Tenía unas ojeras de infarto.

― Y no me digas que es complicado. ―complementó el hombre. Tenía una emoción interna, que simplemente dejaban de lado cualquier malestar que tuviera.

― ¿Cómo te sientes, guapo?

― Como si dos BOW gigantes hubieran jugado fútbol conmigo. ―respondió de inmediato, llevándose nuevamente la palma a la cabeza.

― Bebiste sabiendo tus límites. No fue muy astuto.

― Ni me lo digas. Aprendí la maldita lección. ―respondió, ahora sintiendo el dolor nuevamente. Destapó el sándwich de su contenedor de plástico y apresuró a consumirlo: sus mordiscos eran ansiosos y almacenaba gran cantidad en sus mejillas. Moría de hambre; quería comer todo lo que tuviera a su paso.

― Pero mira que la pasaste fantástico, ¿eh guapo? ―comentó ella, observando aquel comportamiento. Le causaba cierta gracia, pero eso no ocultaba el trasfondo oscuro por el que habían tenido que pasar en la noche.

― ¿Qué sucedió? Hablando en serio. ―se retiró un pequeño pedazo de pan de la mejilla, ayudándose con el pulgar y después bajó el sándwich, para abrir la botella de café.

― Sucedió que salvé tu lindo trasero, como ya es costumbre. Deberías pagarme por ello... o bueno, agradecer.

León trató no acalorarse con los pensamientos que le bombardearon en el último enunciado.

― Pero sé más detallada.

― Estás jodiéndote. ―apresuró ella. Sonaba un tanto autoritaria, pero no dejaba de ser Ada Wong, mujer sin complicaciones.

― ¿En qué sentido?

― Despierta, León. Todo a tu alrededor se está desmoronando.

Él negó con la cabeza.

― Sólo fue una noche de fiesta, Ada, no te pongas loca.

― Yo no me alteraría por eso. Ese sería tu problema.

León dio un trago bastante largo a su café. La bebida endulzada previamente se abrió paso en su interior, haciéndolo sentir un poco más cómodo. Aun así, seguía sintiendo aquella abrumadora presión en su cabeza y los retorcijones en el estómago eran un castigo adicional.

― Yo... ―dijo, reflexivo ―. Estoy cansado, eso es todo. Estoy explorando nuevas formas de vida.

― Entonces retírate.

― No... eso no se puede a este punto de la partida.

― ¿Tú crees? ―ella se cruzó de piernas. La conversación estaba tomando un giro bastante peligroso. Ella quería ser cautelosa, no esperaba terminar en un callejón sin salida.

― Dímelo tú.

― ¿Por qué yo? ―Ada arqueó la ceja.

― Pudimos haber sido otros años atrás, en Racoon. ―explicó con cierto rencor en sus palabras, después se secó el bigote color crema que le quedó enredado en su barba de días.

― Eso es una banalidad ahora, León. Son probabilidades. Es como hablar de: si yo no hubiera estado con esta persona, mi vida sería diferente ―señaló a la derecha a un punto aleatorio. Después apuntó a la izquierda ―. O si hubiera accedido a hacer esto, posiblemente no hubiera caído en aquello. Nuestra vida se basa en un que tal sí... pero son solo juegos de la imaginación. No interesan.

El castaño inclinó la mirada. Odiaba cuando ella ocultaba todos sus sentimientos, hasta volverlos una frase trillada.

― Pues si hubiéramos escapado, posiblemente yo no sería un maldito ebrio y tú estarías a mí lado.

― Mira que los vientos soplan fuerte. Juntos estamos bien, revueltos, no lo creo. Somos una pareja dispareja que jamás se vería bien en términos serios.

― ¿De dónde sacas esa mierda, Ada? ―recriminó el agente, herido ―. No nos das la oportunidad. Por eso dejé de llamarte.

― Oh. ―aquello no se lo esperaba.

― Cambié de número... hice todo lo posible para alejarme de ti. ¿Y sabes que es lo más jodido de esto?... que cuando te vi entrar por esa puerta, me arrepentí de esos ocho meses evitándote.

― No sabía que eras niño resentido, León. ―resopló en su típico tono burlón.

― Cuando mi vida está en un hueco, lo último que quiero es una mujer que me hunda más.

― Nosotros nos ayudamos a escalar, sabes eso.

― Puras mentiras.

― Bien, ahora resulto siendo la mala. Dime León, ¿en dónde están todos? ¿ellos te trajeron hasta aquí? ¿limpiaron el vómito de tu ropa? ¿te arrastraron hasta una cama limpia? No juegues sucio, no me gusta eso.

― Haces cosas buenas por mí... ―dijo en tono reflexivo, sin siquiera ofrecerle su mirada cerúlea ―. Pero al final, siempre termino despertando solo, aturdido, con personas desconocidas. Mientras tú... te ríes de cierta forma de mi apego. ¡Mierda! —se quejó por su propia frustración y el dolor que se concentraba en su cabeza.

Ada suspiró.

― Me propones cosas que, en mi posición no puedo aceptar de ninguna manera. ―Ella se levantó del asiento y caminó hasta un pequeño bar; sacó de allí una botella de agua fría y la bebió como si aquel trago le devolviera racionalidad. Odiaba esos temas de conversación, porque siempre tendría esa misma respuesta; Jamás le cumpliría los sueños al agente, por más que ella deseara. Sus noches con León eran llenas de placer, besos y diversión, pero todo en un vago intento por tenerlo y no oír sus propuestas: era una forma de obtener sus deseos, dejando todo a medias. Por eso terminaba rompiéndole el corazón.

― Dime una buena razón. ¡Dímela! ―él abrió los brazos, violento ―. Te juro que, si me convence, jamás volveré a molestarte con este mismo dolor de cabeza.

― León, mereces estabilidad. Yo no soy eso. ―explicó ella, con cierta honestidad. Eso también la descompuso, porque debía romperle el corazón de nuevo y de nuevo, hasta que entendiera.

― Puedes intentar. Maldita sea, yo no soy el de rutinas; no me acuesto a dormir antes de la media noche y saco a pasear al perro en las mañanas ―contabilizó con los dedos ―. No tengo un maldito hijo para llevar a la escuela, ni un trabajo en una agencia de vehículos. Soy una clase de asesino; he apuntado a mis amigos, sólo porque mi propio enemigo los ha convertido en monstruos; He visto morir a infinidad de personas y sigo luchando contra un puñado de agua, sin una razón aparente. Dime Ada, ¿en qué sentido eso sería normal? Buscamos hacerlo a nuestra manera. Acoplarnos a nuestros propios trabajos. ¿qué hay de malo en querer pasar mi vida con la mujer que amo?

― Muchas malas razones, déjame decirte. Además, ronco en las noches, no te gustará.

El agente no encontró más rechazo que aquel comentario.

― ¿Entonces pasaremos nuestra vida siendo amantes esporádicos? ¿Cada que quieras verme será localizándome en un bar? Haremos el amor como mil veces más a partir de este momento, pero jamás despertaremos juntos, ni tomaremos café en la misma mesa. ¿Qué hay de interesante en eso?

Ada no podía más con todo aquel circo de sentimientos.

― Tienes tu café. Técnicamente dormimos juntos y ni siquiera estamos en una relación.

― No es ni cerca a lo que me refiero.

― León, detén esto. No dormí mis ocho horas rutinarias y créeme que estoy a punto de dispararte en la rodilla.

― Ada, ¿qué harás cuando te des cuenta de que no valió la pena cada segundo de esfuerzo? Posiblemente vayamos a morir y las armas químicas serán más potentes. Partiremos de este mundo infectado solos.

Ada se acercó sigilosamente hasta la cama. Desesperada por detener aquella conversación, decidió tomar cartas en el asunto; se sentó en una esquina de la superficie acolchada y después se deslizó cual serpiente hasta León. Retiró el café de su regazo y lanzó lejos aquel sándwich. Entonces tomó lugar entre sus piernas y lo abrazó con fuerza, como lo hubiera querido hacer en su noche de aburrición, unas horas antes. Rodeó el cuello masculino con sus delgados brazos y rozó sus labios color rojo fuerte con los pálidos del hombre. Agradecía que el cabello castaño desprendía un aroma a lavanda increíble, que camuflaba el aliento a licor que poseía el agente.

― Cállate, cállate, León, cierra la maldita boca. ―ella paseó delicadamente su pulgar por el labio masculino, haciéndolo deleitarse con ese movimiento.

Él cayó embelesado en esa trampa. La adoraba; amaba la forma como se posicionaba sobre su cuerpo, deteniendo el torrente de pensamientos: Quedaba en blanco, imaginándose desesperado, recorrer aquellas curvas peligrosas; Era como si estuviera al mando de un vehículo; siempre chocaba en una de ellas.

― No puedo...―soltó con dificultad ―. Me estoy muriendo en vida, Ada.

Ella corrió los mechones masculinos y plasmó un beso sobre su frente. Era la primera vez que lo hacía y el corazón se le enrolló en una mala jugada.

― Hablas demasiado... ―susurró con coquetería ―. Hablas y hablas... pero no te escuchas a ti mismo. Míranos... ―ella tomó la mano masculina, que doblaba la suya en tamaño; enredó sus dedos con los de él y después se apoderó de la mirada contraria: un contacto firme; hechizador ―. Encajamos bien a simple vista. Pero... todavía tenemos camino que recorrer —indicó en un susurro, que trataba de ser del todo conciliador. Era el ritual de su acto manipulador.

― Si tan sólo salieran de tus labios un sí. Sería el hombre más feliz del mundo; sin importar cualquier desgracia que se me topara. Tú me lo compensarías.

― Para. ―ella quería estrangularlo con aquellas palabras: siempre cursi, intenso. Trataba de dañarle la mente y ella se creía astuta en ese juego.

Le encestó un beso en la mejilla, rozando los vellos largos de días. Apretó el rostro masculino con la mano izquierda, mientras que con la derecha, jugueteaba con los cabellos de su nuca. El camino de besos terminó en los labios del agente y finalmente logró su cometido: callarlo, evitar que el flujo de ideas contradictorias le invadieran la mente. Presionó su rostro contra el de su amante, sabiendo que aquello era lo que estaba esperando y de lo que jamás se cansaba: desde que le encestó ese beso en Racoon City o cuando se vieron por primera vez fuera de las misiones. Él era diferente a los demás hombres que había conquistado a lo largo de su vida, porque veía a un alma atormentada, abriéndose paso entre un infierno de carne podrida y crueldad. Era su niño bueno; el lado que ella jamás lograría obtener del todo: León simbolizaba honestidad, orgullo nacional. Mientras que ella era una maraña de mentiras, buscada en todos los rincones del mundo. Qué tan opuesta sonaba esa comparación, pero le daba un trasfondo poético a lo que querían conseguir: amarse.

El reloj de Ada vibró y ella reaccionó desilusionada. León comenzaba a excitarse y al hacerlo, ella también lograba meterse en el juego. No obstante, el deber era incluso más importante.

Le dio el último fogoso beso, presionando con fuerza y cerrando los ojos como una colegiala. Al finalizar, se alejó de él.

La pregunta estaba a punto de salir de aquellos labios casi que comestibles. Pero ella no lo observó para dar explicaciones.

Ajustó su reloj y antes de partir, sólo frenó momentáneamente bajo el umbral:

― Ya nos veremos.

― ¡Ada! ―León quiso saltar de la cama, pero la agilidad no le alcanzaba para tales acciones ―. ¡Espera! ―gritó con fuerza, pero como siempre. Ella no le escuchó. Nunca lo hacía.

Continuará.