ADVERTENCIA: Contiene descripciones de violencia explícitas.


"... A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es muy buena en el corazón. Simplemente no puedo construír mis esperanzas en una base que consiste en la confusión, la miseria y la muerte. Veo al mundo poco a poco volverse salvaje, oigo el estruendo cada vez que se acerca, que nos va a destruír también, puedo sentir el sufrimiento de millones de personas y, sin embargo, si miro hacia el cielo, creo que todo saldrá bien, que esta crueldad también acabará, y que la paz y la tranquilidad volverán otra vez. " —- Anne Frank.


La Redada

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Terezín, Protectorado de Bohemia y Moravia, otoño de 1943:

Cuando los portones principales del gueto se abrieron, ninguno de sus residentes dio cuenta de ello, salvo unos cuantos perros de los guardias que custodiaban los edificios de la calle principal, que ladraron como locos en cuanto vieron las furgonetas de los soldados de las SS cruzar las calles, antes de bajar de ellas. Había pasado la medianoche y el cielo sin estrellas amenazaba con llover, inundando las calles de lodo y los destartalados edificios de agua. Si había algo que los judíos del gueto odiaban más que a los soldados alemanes, era la segunda mitad del año: la humedad y el frío hacían insufribles las condiciones de vida de todos los habitantes, exponiéndolos, en el peor de los casos, a una muerte segura.

Los Ackerman saltaron de sus camas cuando escucharon los gritos y estruendo fuera de su piso. Todo era un pandemónium, de eso no había duda, y conocían exactamente la razón: la mitad de los judíos serían deportados al Este, a un lugar llamado Auschwitz. O al menos eso decía el rumor que se había esparcido por todo el gueto desde hacía semanas. Pero nadie quería ir al Este; quien se iba, jamás regresaba.

—¡Mikasa! ¡Mikasa, despierta! Tenemos que irnos... —exclamó Samuel Ackerman en un susurro, agitando a su hija de dieciocho años, mientras su esposa se apresuraba a meter en una pequeña maleta lo indispensable para una escapatoria repentina e improvisada. Los gritos de los soldados de las SS y el cuerpo policíaco de la Gestapo checoslovaca podían escucharse desde el primer piso, mientras disparaban, gritaban, y lanzaban y rompían cosas. Los Ackerman vivían en el tercero; tenían unos cuantos minutos antes de que las bestias uniformadas llegaran a ellos.

—Papá... ¿Qué ocurre? —preguntó la chica con voz perezosa al despertar, frotándose los ojos. Su padre le extendió un abrigo.

—Vamos, rápido. Ponte esto y no te olvides del brazalete. Debemos irnos.

Mikasa no tardó en oír los gritos y reaccionar ante el inminente peligro. Entonces se vistió con su abrigo y puso el brazalete con la estrella de David en su brazo izquierdo, mientras veía a su madre guardar las joyas familiares en pequeños trozos de pan.

—Mamá... —Le llamó, un poco desconcertada, como si aún no acabara de despertarse— ¿Qué estás...?

—Ten —dijo la mujer, metiendo uno de los trozos de pan en su boca antes de que ella pudiera hablar de nuevo—. No los pierdas. Eso nos permitirá vivir cuando salgamos de aquí.

—Tamara, debemos salir ahora —advirtió Shmuel, después de mirar a través de la hendidura de la puerta entreabierta hacia las escaleras que daban al segundo piso del edificio. Ya podían verse las sombras de los soldados, que alumbraban su camino con linternas al tiempo que irrumpían en las viviendas con una patada en las puertas, haciendo gritar de miedo a quienes vivían dentro.

—Mikasa, guarda tu permiso en el abrigo y no lo pierdas —dijo Tamara, agarrando la maleta. La chica ya tenía un par de hojas de papel en la mano que no tardó en meter en el bolsillo de su abrigo.

—Ya están aquí —anunció el padre, alejándose de la puerta—. Vámonos ya.

Y así, los tres salieron de allí, cuidándose de no ser vistos, con las bocas llenas de pan y una pequeña maleta por equipaje. Tenían que llegar a la parte trasera del edificio y lograr alcanzar el muro oeste sin ser vistos por ningún soldado, o los matarían. Shmuel había acordado entregarle al vigía del muro el viejo anillo de diamantes de su madre, a cambio de que lo dejaran salir del gueto con su familia antes de ser seleccionados para la deportación a Polonia. Ese era su plan: huir de Terezín, comprar identificaciones falsas con ayuda de sus joyas en algún lugar de Checoslovaquia, e intentar pasar la frontera a Austria para acabar en Suiza, allí donde los alemanes no habían podido establecer su régimen de terror. Comenzarían de nuevo, él, su mujer y su hija; faltaba poco. Sólo faltaba correr un poco más, un soborno a un miembro de las SS, y todo saldría bien.

No iban a morir esa noche. No morirían en medio del caos, la confusión y el miedo. No.

Shmuel Ackerman mantendría a salvo a su familia.

El sonido de las ametralladoras y los gritos llenaba las calles. Era la primera vez que Mikasa veía tanta gente muerta en un mismo lugar; Tamara ya no podía cubrir los ojos de su hija para evitar que mirara hacia los cadáveres mientras huían, ocultándose como podían de las miradas infernales de los soldados de las Schutz-Staffel, parando aquí y allá, con el corazón en la garganta y el sudor corriendo por sus sienes en cuanto escuchaban un ruido extraño cerca de ellos...

—¡Halt!

Aquel grito heló sus cuerpos hasta los tuétanos. Cuando miraron hacia la derecha, un soldado de mirada fría y casco de acero les apuntaba con un arma. Los tres alzaron las manos, haciéndole saber que se rendían, mientras el demonio nazi llamaba a uno de sus compañeros con un gesto. Los Ackerman no podían ver mucho: estaban ocultos entre dos paredes, ahora privados de toda escapatoria.

—Papeles —dijo el nuevo soldado, un muchacho alto y rubio, sin que el otro bajara su arma. Por un momento, Shmuel Ackerman creyó que podría conciliar con uno de sus paisanos, al escuchar que había hablado en alemán, su lengua natal.

—Oficial, creo que...

—¡Deme los malditos papeles! —gritó el uniformado, con una ira casi demoníaca y salpicándolo de saliva. No tuvo que decirlo dos veces; los tres judíos frente a él extendieron sus identificaciones hacia él en un parpadeo.

El soldado miró las fotografías y luego hacia la mujer y la chica, arqueando una ceja en un rictus de suspicacia. Tamara no poseía rasgos arios para nada, cualquiera podía notarlo; era de baja estatura, tenía ojos rasgados orientales y oscuros, una cabellera negra y lacia, y facciones finas y delicadas. Mikasa se parecía a ella, pero sus ojos eran más grandes y almendrados, de color gris. De su padre sólo había heredado la estatura y la forma de la cara.

—¿Es usted de origen alemán? —le preguntó a Tamara, mientras el otro continuaba apuntando con su ametralladora. La mujer ladeó la cabeza.

—Mi padre era japonés —contestó, con la voz casi inaudible. El soldado rubio volvió a mirar su identificación y la de la chica.

—¿Por qué está aquí? Los japoneses son aliados nuestros —anunció, como si hubiese caído en la cuenta de algo. Al segundo siguiente, devolvió el papel a su dueña—. Usted puede irse —dijo, al tiempo que indicaba a su compañero que debía apartarla del trío. Tamara miró a su esposo y a su hija, y éstos a ella, con los ojos inundados de pánico. El otro soldado la empujó hacia un lado con el mango de su arma.

—Pero... mi familia...

—El judío se queda. La chica también. —En este punto, señaló a Mikasa—. Si el padre es judío, ella también lo es —declaró el uniformado de forma tajante. Parecía haber aprendido un discurso de memoria por la forma sistemática en que pronunciaba cada frase. Samuel y su hija abrieron los ojos en un rictus de horror, al igual que Tamara.

No iban a separarlos. Era mejor morir antes que eso.

—No... Yo soy judía por adopción, oficial...

Los soldados no la dejaron acabar su frase; habían estallado en risas antes de que ella dijera algo más, como si el miedo de aquella mujer de ser separada de su familia fuera la broma más chistosa que hubiesen escuchado.

Uno de los uniformados escupió al suelo.

—¿Has oído esa mierda, Hoover? La dama se siente orgullosa de ser una cerda judía —En este punto hubo más carcajadas. Mikasa estuvo a punto de caminar hacia ellos y golpearlos, pero su padre adivinó sus intenciones y la sujetó con fuerza, antes de que ella pudiera moverse—. No, señora. No tenemos permitido mantenerla aquí. Órdenes del Führer de proteger a los compatriotas de los aliados. Salga de aquí y mañana será trasladada a Berlín.

—No... —Bastó que Tamara Ackerman intentara volver con su familia para que uno de aquellos soldados la lanzara al suelo, empujándola sin piedad. Mikasa gritó, al igual que su padre, pero eso sólo aceleró el inicio de una lucha inútil, en la que los más fuertes y crueles tenían todas las de ganar. Tamara luchó por permanecer con los suyos, y ellos por unirse a ella, provocando que los soldados volvieran a apuntarles con sus ametralladoras. Pero eso no fue suficiente para detener a los Ackerman, y mucho menos a los militares de las SS, que pugnaban por alejarlos sólo por un malsano deseo de verlos sufrir e incluso rogar por sus vidas. No podían matar al judío y a su hija, pues eran aptos para ser usados como mano de obra esclava en el Este. Esa era la orden. Sin embargo, la riña no duró demasiado; había pasado menos de un minuto cuando se escuchó un sonido seco que los detuvo a todos.

Un disparo.

Dos soldados más corrieron hacia el lugar con linternas en mano, pero ignoraron a la mujer que ahora yacía sangrando en el suelo, con una bala que atravesó su cráneo. Una chica de cabello oscuro gritaba de dolor, mientras que su padre la sujetaba con fuerza, impidiendo que ella fuera la próxima en morir. El cielo estaba oscuro y nublado, y la tormenta amenazaba con caer sobre Terezín.

Aquella noche, miles de familias sufrían el suplicio de ver partir a sus seres queridos. Los partidarios de Hitler eran implacables, y no se detendrían ante nada.

—Hoover, Braun, ¡a la torre norte! —ladró el superior al llegar. Tenía cejas pobladas, un soberbio cabello rubio y mirada severa. Mikasa los ignoró; sólo quería abrazar el cuerpo sin vida de su madre, mientras lágrimas ardientes de odio y desolación corrían por sus mejillas.

—¡Heil Hitler! —respondieron los dos soldados, alzando los brazos derechos para dar el saludo militar antes de marcharse.

—Jaeger, lleva a estos dos al vagón 4B—dijo el Sturmbannführer Smith al subalterno que había llegado con él: un muchacho de no más de 20 años, de cabello castaño y ojos color turquesa que dejaban ver una mirada arrogante.

—¡Heil! —bramó el chico con voz ronca, levantando su brazo derecho. Smith le dio la espalda para alejarse, al tiempo que el soldado apuntaba a los judíos con su ametralladora, una vez más.

¿Cuántas veces habían estado a punto de morir esa noche?

—¡Muévanse! —gritó iracundo, mientras Samuel Ackerman intentaba poner en pie a su hija, él mismo conteniendo las lágrimas que querían salir de sus ojos. No quería dejar allí a su esposa; era cruel, era inhumano...

Pero más cruel e inhumano sería dejar que su hija muriera ante sus ojos, cuando era lo único que quedaba ahora de su familia.

Mikasa alzó la mirada en medio de su aflicción, y sus ojos húmedos se encontraron con los de aquel muchacho vestido de militar. Una punzada de dolor físico le atravesó la cabeza cuando miles de recuerdos volvieron a ella.

El soldado bajó el arma, completamente paralizado.

—Mikasa... —pronunció el muchacho, con voz casi inaudible.

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La casa de los Jaeger era silenciosa. Reinaba la seriedad y la apatía. Un sabor amargo a soledad y vagos recuerdos de la alegría que ya no volvía, ni regresaría jamás. Las paredes coloridas no lograban alejar esa nubosidad grisácea que era el ambiente que aquella quietud emanaba. Ni lo lograban los pisos laminados, ni las pinturas colgadas en la pared, ni los afiches en la antigua habitación del hijo más joven de Grisha Jaeger. Nada.

Alguna vez, aquella casa se había visto inundada de risas infantiles y los pasos de cuatro pies pequeños corriendo alrededor, escaleras arriba y luego bajando. Se escuchaban las carcajadas reverberantes de dos niños que habían sido inseparables, cómo leche y galletas; como un súper héroe y su acompañante; como dos piezas de un rompecabezas. Así había sido aquel par de críos.

Eren, ven acá—ordenó Carla a un pequeño que, reluctantemente, con lánguidos pasos, se acercó a su madre.

¿Qué? —respondió apático, sin interés alguno.

Te he dicho que se dice "mande", grosero —replicó la mujer de ojos castaños—. Ven aquí, hay alguien que quiero que conozcas.

Su madre lo tomó por los hombros para hacerlo ir, paso a paso hasta una persona de su estatura; una niña de vestido color rosado, delicado cual clavel; unas medias tan blancas como los zapatos que calzaba. Una niña delicada que sostenía una muñeca de trapo entre sus manos. Con el cabello peinado en dos trenzas adornadas por unos moños de color rojo. Una niña.

Preséntate, sé un caballero —ordenó Carla mientras lo empujaba ligeramente.

Eren acabó dando torpes pasos hacia la niña, evitando su mirada. Él nunca fue un niño sociable, por el contrario, solía sentarse en algún punto en el parque, mirando al cielo, buscándole formas a las blancas nubes que cubrían el cielo. Perdiéndose en su imaginación, preguntándose qué había más allá.

Soy Eren —dijo el apático y sonrojado niño con una expresión de vergüenza en el rostro, volteando la cara.

La niña parpadeó un par de veces para ver a su madre, quien asintió con la cabeza, dando un ligero empujoncito en sus hombros para acercarla al niño.

Me llamo Mikasa —se presentó avergonzada, escondiéndose tras la pequeña muñeca.

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—Eren... —dijo ella, sin poder creer que el destino los hubiera llevado hasta allí.