—La espalda recta, hija.
Sora frunció el ceño y miró a su madre con cierto disgusto indisimulado. La mujer arqueó una ceja, una línea negra y alargada cuidadosamente perfilada sobre la piel blanca como el mármol de su frente. Con ese simple gesto siempre conseguía someter cualquier conato de rebeldía por parte su hija.
Como era esperable, su hija obedeció. Juntó sus piernas sobre el cojín y se enderezó como una cigüeña preparada para iniciar el vuelo. Sus manos estrujaban el vuelo de su falda de tenis por debajo de la mesa.
La señora Takenouchi lo observó todo por el rabillo del ojo.
—¿Estás enamorada?
Sora se removió incómoda en su cojín. Ladeó la cabeza a un lado y se mordió el labio mientras escogía con cuidado sus palabras. La joven desconocía que, poco a poco, estaba ejercitándose en el arte de la prudencia que tan bien dominaba su madre. La señora Takenouchi hubiera sentido un arrebato de afecto maternal hacia su progenitora de no haber sido víctima de la imperiosa necesidad de clavarle el tenedor en la mano para que dejara de toquetearse la falda.
—Me cuesta discernir mis sentimientos.
Mentía. La zorra de su hija se atrevía a mentirle en su propia cara. Antes de responder se había ocultado tras esa máscara de falsa impasibilidad que tan bien conocía. La señora Takenouchi cerró los ojos, inspiró el vapor que se desprendía de la superficie de su té negro y dio un pequeño sorbo con aparente deleite.
—Te he visto con el mayor de los Kamiya —dijo—. Él conducía la bicicleta mientras tú te agarrabas a su cintura como una colegiala delicada y asustadiza. Igual que la insufrible de tu amiga.
—Mimi.
—Eso, Mimi —prosiguió la señora Takenouchi con una mueca de hastío—. Siempre quise convertirte en alguien como Mimi, una doncellita. Con algo más de seso, claro está. Y ahora, de la noche a la mañana, mis anhelos de madre se han cumplido gracias a ese Taichi Kamiya.
Sora tragó saliva.
—Es mi amigo.
—Koushiro también era amigo de Mima, ¿sabes?
—Su nombre es Mimi, madre.
—Pero a veces sucede que la amistad conduce a senderos inhóspitos. Y ahora el pobre Koushiro se encuentra perdido en un bosque de espinos donde solo le es posible alimentarse de setas alucinógenas.
—¿Qué?
—Hablo del amor, hija. —La señora Takenouche entrelazó las manos de uñas perfectamente alineadas—. En cuanto Koushiro haya consumido todas las setas del bosque y salga de su repugnante ensoñación se dará cuenta de la verdadera naturaleza del lugar dónde ha ido a parar.Y en ese bosque de espinos agonizará día y noche hasta desintegrarse y fundirse con la podredumbre del suelo. Lo que quiero decir, hija, es que el amor cambia de forma irreparable a las personas. Koushiro, que era un tipo decente que arreglaba nuestro ordenador sin pedir nada a cambio, ha acabado convertido en un calzonazos ridículo por culpa de esa Minnie.
—He entendido lo que has dicho, pero no comparto tu visión —dijo Sora en un murmullo quejumbroso—. ¿Podrías dejar de insultar a mis amigos? Resulta incómodo.
—Así que admites haberte encaprichado de Taichi Kamiya.
—Yo no he dicho eso.
La mujer ensartó una fresa con el tenedor y la trituró con los dientes. Un finísimo rastro de jugo rojo descendió por su barbilla. Cogió una servilleta y, con delicadeza, se limpió la comisura de sus labios hasta dejarlos impolutos.
—Te lo voy a repetir una vez más. ¿Estás saliendo con Taichi Kamiya?
No necesitaba hacerla hablar para saber la verdad. Pero había pasado mucho tiempo desde que su hija comenzara a incomodarse con la idea de expresarle sus sentimientos más íntimos, y ponerla en una situación embarazosa era la única manera de aplacar su rabia homicida. Una justa retribución por todos los abrazos que le había negado al crecer y empezar a menstruar.
El silencio fue la confirmación de sus peores temores. La señora Takenouchi alargó el brazo y le propinó un bofetón a su hija. Un sonido límpido, sin eco. Resultó tan estimulante de escuchar para la señora Takenouchi como la poda de las rosas del jardín.
La mejilla de Sora comenzó a enrojecer. La mano de su madre, blanca como la nieve, apresó la taza de té y se la llevó a los labios.
—Vas a llegar tarde al entrenamiento de tenis —dijo la señora Takenouchi con calma entre sorbo y sorbo.
La marca del guantazo se extendió por todo el rostro de la joven en forma de feas manchas rojas. Las lágrimas afloraron y se esfumaron rápidamente, como si la sangre que bullía en sus mejillas las hubiera evaporado.
Y entonces estalló:
—¡Papá hizo bien en marcharse!
...
La melodía de llamada de Sora lo arrastró dulcemente del sueño a la vigilia. Ya despierto y con una sonrisa estúpida en el rostro, se incorporó de un salto de la cama y alcanzó el aparato de la mesita. Estaba a punto de emplear uno de los apelativos cariñosos que tanto molestaban a su novia cuando una voz grave y profunda de mujer madura se presentó como la señora Takenouchi y comunicó su intención de reunirse con él cuanto antes. Accedió a presentarse en su casa de inmediato. Agradecida, la señora Takenouchi se despidió de él y colgó el teléfono con un ruido seco.
Tai tiró el móvil a la cama y se desplomó sobre el colchón. Dejó descansar la frente sobre sus puños crispados, meditando un rato. Luego se vistió con cierta formalidad y salió de casa sin despedirse de su hermana como acostumbraba a hacer.
No había llegado a hablar con la madre de Sora. Ni si quiera recordaba haber escuchado su voz antes. Era fría como una tundra. Desprendía un frío tan penetrante que achicharraba sus extremidades.
Debo andarme con cuidado con esa mujer.
La incertidumbre acompañó al elegido del valor durante todo el trayecto hasta la casa de las Takenouchi, y una vez allí se quedó petrificado ante la puerta, concienciándose de lo que vendría a continuación. De su brazo colgaba una bolsa con dulces para el té que había comprado en la tienda de Miyako, quien seguía ofreciéndole suculentas rebajas pese a haber rechazado sus besos en más de una ocasión.
Al fin tocó al timbre. El sonido metálico reverberó por toda la casa. Tai esperó inquieto a que la puerta se abriera. La bolsa de los dulces se balanceaba a un lado y a otro. Se sentía como Caperucita en el bosque, temiendo la aparición del lobo.
La misma voz que había hablado por teléfono le comunicó que estaba abierto. Empujó con los dedos la madera negra, que cedió sin hacer el más mínimo ruido, y se detuvo en el recibidor para contemplar el pasillo antes de continuar. Tenía un aspecto limpio y sobrio. Las paredes eran blancas, desprovistas de cuadros y del más mínimo rastro de suciedad; el suelo, negro y brillante como el ojo de un escarabajo. El único elemento decorativo era un jarrón colmado de relucientes rosas rojas sobre una mesa triangular.
Era la primera vez que entraba en la casa de Sora. Su novia le había prohibido poner un pie en aquella casa, prohibición que acababa de romper en un arrebato de masculinidad provocado por las palabras de su difunto abuelo.
Uno no puede considerarse un verdadero hombre hasta que se enfrenta a su suegra.
La voz sinuosa volvió a sonar para decirle que se reuniera con ella en el jardín. Tai sintió como si una docena de tentáculos de terciopelo lo atenazaran y tiraran de él con delicadeza. Paso tras paso, la sombra difusa que proyectaba sobre el suelo de cemento pulido oscilaba a sus pies. Era como caminar sobre una charca helada en medio de la noche. De repente un pensamiento turbador cruzó su mente: que la sombra que se retorcía a sus pies se trataba en realidad de un pobre desgraciado que había quedado atrapado bajo el hielo y luchaba por abrir un boquete en el suelo para respirar.
El comedor era una estancia minimalista en blanco y negro con pequeños puntos de color dispersos aquí y allá. Las rosas, hermosas y de largas espinas, reposaban en recipientes de cristal sobre los estantes y una mesa negra de tres patas. Algunos pétalos rojos habían sido esparcidos en el interior de una pecera vacía. La luz del atardecer arrancaba destellos iridiscentes en los marcos de los cuadros, velando las instantáneas familiares que contenían. A través de un resquicio de la ventana corredera que daba al patio, el aire de fuera hacía oscilar débilmente una campanilla de verano que colgaba del techo. Se acercó a la mampara y la deslizó con cuidado hacia la izquierda; al hacerlo, un pétalo de rosa entró volando, rozó el dorso de su mano tensa y se perdió en el interior de la casa.
Estaba esperándole mientras podaba las rosas del jardín. Llevaba el pelo cobrizo recogido en un pañuelo granate. A Tai le pareció que la señora Takenouchi tan solo hacía uso de prendas casuales en muy contadas ocasiones, y siempre en la intimidad de su hogar, porque hasta donde le alcanzaba la memoria (los confines del jardín de infancia) no la había llegado a ver con nada que se le pareciera. Cuando pensaba en la madre de Sora, la imagen que acudía a su mente era la de una mujer de aspecto autoritario en traje gris de estilo conservador. La recordaba como un fantasma, una mancha siniestra pegada a las paredes coloreadas de la guardería.
—Tú debes ser el apuesto caballero del motociclo —dijo la mujer con voz cantarina y sin volverse.
Inclinó la cabeza por inercia. Tai, que no estaba acostumbrado a las formalidades, se sintió como un caballo doblegado.
—Así es.
No pudo evitar sentir que había traicionado levemente la confianza de Sora, pero tampoco le costó aferrarse a la certeza de que la señora Takenouchi estaba al tanto de lo que tenían. Con eso en mente, apretó los puños y contuvo la respiración, preparado para un segundo asalto.
—Espera. Solo queda una.
La señora Takenouchi alzó las tijeras de podar, que resplandecieron al sol, y cortó de un tajo el grueso tallo espinoso. Tai se llevó las manos a su miembro por puro instinto. La rosa cayó al montón que tenía apilado a sus pies.
Al fin se dio la vuelta. Tai tragó saliva al ver la parte delantera de su vestimenta. Se trataba de un vestido de seda, lo suficientemente holgado como para dejarse mecer por el viento pero lo bastante ceñido para remarcar su curvilínea figura.
—¿Por qué corta las rosas? —Le salió un gallo en la voz. Tosió y volvió a hablar, intentando sonar todo lo rudo y masculino que pudo—. Quiero decir, adornan el jardín.
—Nunca me han gustado los colores excesivamente vivos. Son como un grito de insolencia. Por no hablar de que verde y rojo es una combinación aborrecible. Demasiado primaveral.
—¿Y por qué las mantiene en casa?
—El rojo, pese a su insolencia, me alegra la vista cada mañana. Así que dejo que las rosas florezcan aquí y luego las llevo dentro, que es donde más lucen.
Alzó la cabeza hacia el cielo en pose de escultura griega y sujetó en el pañuelo algunos mechones de pelo que caían desordenadamente por su rostro perlado de sudor. Sus mejillas, ligeramente enrojecidas, eran del mismo color de sus labios. Había cierto aire infantil en la redondez de sus facciones que contrastaba con la gelidez de su mirada. Dependiendo de la perspectiva desde la que se la observara, aparentaría unos cuantos años más o menos. Tai, quien a diferencia de su hermana nunca se había preocupado en desarrollar sus cualidades artísticas, deseó ser un espectador externo para observar libremente (con una mezcla de temor y fascinación) aquel rostro durante horas.
—Pareces un chico deportista. ¿Qué opinas de nuestro equipo de fútbol?
La pregunta le cogió por sorpresa y balbuceó la respuesta. ¿Qué le estaba ocurriendo? Ninguno de los titanes de metal a los que se había enfrentado junto a Agumon había conseguido reducirle a un bebé balbuceante.
—Me gustan más algunos equipos extranjeros.
—Estoy contigo, el nuestro es una deshonra nacional.
Sus labios se torcieron en una pícara sonrisa. Tai le devolvió la sonrisa inconscientemente.
