¡Saludos de fin de semana, estimados lectores!
Estoy de regreso con la continuación de la locura prehispánica titulada Nanahuatzin.
El título del capítulo traducido al español es: La sombra dentro de su casa (o eso espero).
Ojalá les agrade esta nueva historia, aún no sé en qué parará, está muy en progreso pues no he tenido mucho tiempo de avanzarla.
Vuelvo a dar el merecidísimo copyright a Kurumada por sus increíbles personajes y por permitirnos soñar y crear con ellos.
Ahora sí, pueden pasar a leer...
X - X - X - X
1.- Yn tlayoalli, icallihtic
–¿No les permitió entrar?
Hyoga y Seiya miran hacia el cielo, un manto plumbago sin nubes a esa hora del día. Shiryu es el único que enfrenta la mirada de Saori. Dice no con la cabeza, luego cierra los ojos.
–Ni siquiera se acercó a la puerta para ver quién llamaba.
Hyoga aprieta los puños, su atención en los nudillos de su mano derecha, la que estuvo a punto de derribar aquella puerta detrás de la cual Ikki ha pasado las últimas semanas.
Ninguno necesita describirla; Saori también la ha visto muchas veces: cinco tablones apolillados, sucios y apenas firmes que, sin embargo, los caballeros se han negado a convertir en astillas por respeto a la privacidad del Fénix, por respeto a sus lágrimas.
Todos recuerdan ese primer día de sol luego de la noche de poco más de cien horas. El hermano mayor de Shun bajó las escalinatas para encerrarse en la casa de Piscis, ante las protestas de Afrodita.
–Déjalo, por favor, necesita estar a solas–, dijo Saori entonces, y envió al pueblo a sus caballeros de bronce, a Aioros, Aioria, Shura, Afrodita y Máscara Mortal. Debían ayudar con las reparaciones.
La diosa volvió a su templo. Ese "necesita estar a solas" también aplicaba a su presencia. Shun, repitió dos veces, tres, siete, diez, como si quisiera grabar ese nombre en sus labios. Ni un por qué, ni un no debiste, sólo Shun, su caballero de Andrómeda muerto para que el cielo volviera a ser claro y el ambiente tibio y la savia blanca. Seguro Ikki, más allá de las habitaciones del Patriarca, se llenaba la garganta con esa misma palabra. "Y si…" No, se interrumpió; no bajaría al decimosegundo templo, no interrumpiría al joven ni escucharía sus sollozos sin ser vista.
–Sería como espiarlo mientras está desnudo–, pensó, sus dedos enguantados retiraron una nueva lágrima de su mejilla. Si bajaba a Piscis, si iba a recargarse al otro lado de la puerta e intentaba consolarlo, Ikki no se lo perdonaría. Nunca.
En el pueblo cercano al Santuario, los caballeros acarreaban bloques y preparaban cemento. De ser otro tiempo, Hyoga y Máscara Mortal se habrían burlado de los cabellos polvosos de Afrodita, de su nariz, mentón y frente requemados, y Aioria habría jugado a ensuciar con cemento las ropas de su hermano mayor ante la mirada reprobatoria de Shura y del Dragón. Seiya habría corrido con los niños. Pero ese día era negro pese a su claridad; ninguna broma generaría sonrisas, ningún juego estaba permitido.
Afrodita fue el último en volver al Santuario. La noche ya había clavado los dientes en el cielo y el caballero necesitaba agua, para beber y para lavarse. Esperó un rato afuera de su propia habitación, luego de llamar a la de huéspedes y no recibir respuesta. Cansado, decidió abrir; Ikki entendería. Se encontró con las mantas de su cama estiradas y el armario en orden, con una recámara vacía.
–¿Dónde estará?
Ni la diosa supo contestarle. Seguro el Fénix había ocultado su cosmos para salir del Santuario.
X - X - X - X
Saori visita el pueblo una vez más. Entra en la casona donde Ikki se oculta del sol y pone un fajo de billetes en la mano de la dueña, una anciana de piernas combas y bastón.
–Los vecinos se quejan, el del diez…–, dice la mujer, Saori la observa, asiente o niega con la cabeza, pero no escucha nada de lo que le dicen. Observa la puerta desvencijada, la pared con la pintura descarapelada, una ventana de cortinas negras. La anciana le roza el hombro. –¿Me escuchó, señorita?
–Lo siento… ¿Decía?
–Que ya he recibido varias quejas del joven, una vez salió de noche y tuve que abrirle, eso me hace daño, ¿sabe?, por el frío, es malo para la artritis y el reumatismo, también la vecina de arriba está a disgusto, dice que apesta a podrido, y tiene razón; quién sabe qué tanto hace todos los días, ¿no sería mejor…?
La diosa vuelve a ignorarla. Cruza los brazos, murmura algo que la anciana no logra escuchar, camina hacia el cuarto de Ikki, alza la mano, y cuando va a llamar la devuelve a su pequeño bolso y regresa al lado de la mujer.
–Siento las molestias–, parpadea, se inclina un poco –pero le suplico que no lo eche. Puedo pagarle más, si quiere…
–No es por la renta. No importa el dinero, señorita, sino que mis inquilinos vivan en paz, y el comportamiento de ese muchacho los incomoda.
–Hablaré con él. Se lo prometo.
La mujer se aleja a pasos pequeños, apoya su tercera pierna.
El sol de la tarde traza raíces a ese palo nudoso, a los pies de la anciana. Saori espera. No quiere que se repita lo de la primera noche, cuando Afrodita le reportó que el Fénix se había ido.
Encontró a Ikki gracias a algunas huellas leves de su cosmos. Había ido a meterse a un cuarto en la entrada de una casona próxima a la librería. La diosa sonrió apenas; quizá su caballero liberaba su poder sin darse cuenta.
–¿Ikki?
No hubo respuesta. Saori empujó la puerta para luego escuchar un grito con la consigna de quebrar el aire.
–¡Fuera de aquí!
Y salió de entre lo negro. Y la empujó por el hombro.
–Ikki, no pue…
–¡No recibo órdenes de nadie! ¡Fuera, dije!
La joven no pudo guardarse el llanto por más tiempo. A través de sus lágrimas, vio el rostro sucio de él, sus brazos llenos de polvo y la especie de tinta negra en sus uñas, sus cabellos revueltos, la cicatriz de su frente. El dolor, las punzadas luego de la muerte de su hermano menor, habían tejido en torno a él una telaraña casi tan firme como una armadura. Telaraña que dificultaba su respiración, sus latidos, armadura no para protegerlo, sino para ser un parásito en torno a su cuerpo, un nudo corredizo.
–Por favor, Ikki, no quiero molestarte, no es mi intención–, dijo ella desde el patio, brazos y rostro apoyados en la puerta cerrada. –Esto no puede hacerte ningún bien, no deberías quedarte aquí, y menos permanecer a solas, encerrado, Shun no…
Su última palabra hizo que el Fénix abriera la puerta. Saori retrocedió sobresaltada ante el reclamo del caballero:
–No te atrevas… Sh… Él no existe. Nunca nació, no entrenó en la Isla de Andrómeda, no debí preocuparme por ningún niño llorón, tampoco tomé su lugar ni me azotaron por defenderlo, siempre fui solo y viviré solo si se me antoja, aquí, en este agujero.
No fue un grito sino un discurso contenido, las frases a cuentagotas, como no queriendo liberarlas; discurso que ella escuchó aun cuando Ikki volvió a aventar la puerta, a esconderse al fondo de aquel cuarto. Aun cuando regresó al Santuario para comunicarles a los demás la decisión del Fénix de alejarse un tiempo. No existió, nací solo, hijo único, afirmaciones que al final formaron una pesadilla constante de túnicas y cantos graves dichos en voz baja.
X - X - X - X
Shaka pide permiso para entrar en las habitaciones de Athena y Saori sale para atenderlo. La diosa casi acaba de regresar del pueblo. Y él, aun con los ojos cerrados, ve los surcos blanquizcos que han dejado días de llanto en el rostro de la joven.
–Si gusta yo puedo intentarlo –ofrece Virgo.
Ella niega en silencio.
–No, sería peor… Pero te lo agradezco, Shaka, en verdad–, contesta, en sus recuerdos la tarde en que Seiya, Shiryu y Hyoga fueron a buscar al Fénix a aquel sucio cuarto para convencerlo de que saliera, cuando terminaron intentado sacarlo por la fuerza, a golpes, a empujones.
El Dragón se lo contó después. Ikki tropezó y entre Seiya y el Cisne lo tomaron por los brazos y lo llevaron afuera. Nunca lo había visto así, murmuró Shiryu. Y no dijo más. Pero la diosa pudo imaginárselo: un rostro de hollín y lágrimas, en la boca un no tan largo como aquella noche, o más, jaloneos, garras en las manos y relámpagos a punto de explotar dentro de las pupilas. Y ese discurso largo, lleno de detalles para convencer y convencerse. Shun no nació, Ikki fue el hijo único de una mujer muerta y un hombre ignorado.
El guardián de la casa de Virgo no insiste más. Hace una reverencia y deja a solas a la diosa. Camino de su templo, no puede evitar detenerse frente a la biblioteca, donde se escuchan varias voces.
–¿Y qué sugieres?
El caballero sonríe. El Dragón, el Cisne, el Pegaso. No pueden ser otros los preocupados por el guerrero que prefiere caminar solo, por el hombre que regresa de la muerte en cuanto se le da la gana.
Shaka se resiste a entrar. Un vistazo a través de la puerta entornada. Hyoga y Seiya están como desmadejados en los sillones, Shiryu pasa la mano por diferentes lomos, acaricia pastas, hojea libros y los devuelve a su lugar o los deja sobre la mesa.
–No sé–, dice Seiya.
–¿Shiryu?
El Dragón abraza un libro. Cierra los ojos.
–Me gustaría que el libro que robaste aún estuviera en nuestro poder, así encontraríamos la respuesta… Quizá.
Los otros caballeros menean la cabeza. Hyoga trata de recordar más historias de las que los viejos conquistadores españoles recopilaron a fin de repelerlas.
–Es gracioso–, murmura el Cisne –reunir ideas y entenderlas para luego combatirlas.
Virgo sonríe. Parecen alumnos buscando la solución a la pregunta más difícil del examen.
–A veces los libros no guardan las respuestas–, dice, sobresaltando a los caballeros de bronce.
–¿Tienes alguna idea, Shaka?
El tono de Hyoga parece de burla en un inicio; su media sonrisa, las manos dentro de sus bolsillos traseros, sus ojos cerrados.
–Dejar que los días lo sanen.
–Cómo se ve que…
Shiryu interrumpe al Cisne levantando el brazo. Aún sostiene el libro en la mano izquierda.
–A lo mejor Shaka tiene razón; no ha pasado mucho tiempo desde aquellos cinco días. Tal vez si lo dejamos a solas un poco más regrese al Santuario por su propia voluntad.
–¿Cuánto?
–No sé, ¿cuánto tarda un duelo para asumirse?
Hyoga aprieta los puños, toma a Seiya por el cuello de su playera y lo encara.
–No te rías de mí…
–Cálmate, nadie se está burlando de tu pérdida–, interrumpe el guardián de la sexta casa. –Por favor, también tú, Seiya, tranquilícense; Athena ya tiene suficiente con lo de Ikki como para que ustedes empiecen a pelear entre sí. Cada quien procesa su dolor en el tiempo necesario, y no hay ninguna regla para eso…
Hyoga va a cruzarse de brazos junto al librero más grande y Seiya dice lo siento, hablé sin pensar.
–Aunque también podría ser demasiado–. Shiryu vuelve a las páginas del libro. Historia Antigua de Grecia. En griego, con mapas e ilustraciones a color, una edición fuera de catálogo hace décadas. Cómo le gustaría ver un capítulo titulado "De cuando el Fénix se encerró en un agujero pestilente y cómo sus hermanos lograron sacarlo de nuevo al blanco de los días" y otro "Cómo el Cisne y Pegaso dejaron de discutir". Pero ninguno existe. Ni en ese volumen ni en los otros. Y ya revisó todos los índices más de dos veces.
X - X - X - X
No. No nació. Mi hermano nunca se formó en ningún vientre. No hubo placenta para él, ni un cordón umbilical que lo alimentara. No abrió un camino entre las piernas de una mujer y tampoco el médico lo hizo llorar. Me quedé huérfano solo, caminé bajo demasiadas noches con los brazos vacíos. Una vez encontré a una niña rara, de cabello negro y largo, y sólo se me quedó mirando, como si buscara algo o a alguien. Yo camino solo, siempre ha sido así, le dije. Y la niña se alejó con las manos en la espalda y los pies descalzos, iguales a los míos.
Luego aquel anciano me llevó a su enorme casa con jardín y cercas electrificadas. Solo. Los otros niños molestaban al rubio que no entendía nuestro idioma, pero nunca me ocupé de defenderlo. Ni a él ni a nadie. No me importaba.
El mayordomo calvo me regañó muchas veces, por no entrenar, por llegar tarde al desayuno a la comida, pero nunca por tomar dulces, agua o pan a deshoras para un hermano menor hambriento, antojadizo de caramelos. Ese hombre llegó a golpearme, pero nunca me quedé a solas con él, atado cabeza abajo, recibiendo en la espalda los azotes de su vara de bambú. No apreté los dientes ni juré venganzas que tal vez no se realizarían porque no hubo razón para hacerlo: nunca contradije ni puse en ridículo al calvo delante de los otros niños o del anciano que me llevó a esa casa.
Y es que nunca tomé el lugar de nadie, no dije "me gusta, necesito unas vacaciones", refiriéndome a un sitio con el nombre Isla de la Reina Muerte. Nadie, mucho después, me ofreció darme su vida para terminar con una pelea en la que dos hermanos permanecen uno a cada lado de la línea. Tampoco hubo quien me dijera mátame, acaba con mi cuerpo antes que sea demasiado tarde. Un cuerpo con dos almas dentro, dos almas, Shun, tú… Pero la oscuridad de cinco días no existió, ni la muerte del caballero de Andrómeda en medio de un sacrificio de fuego, no hubo necesidad de un sucesor para el sol, que es el mismo desde siempre, desde antes que naciera como hijo único…
X - X - X - X
El torrente de detalles que conforman una biografía para un nonato se detiene. La razón, una fotografía que Ikki no vio antes. Se trata de una imagen de la Tierra tomada desde el espacio. La página es delgada, lustrosa aun bajo la noche del cuarto que Saori renta en secreto para él. Antes formó parte de un libro, de una revista científica, tal vez. El Fénix no intenta descifrar las pequeñísimas letras que conforman el pie de foto. No le interesa saber si el agujero de la capa de ozono es más amplio, o si la contaminación y la desforestación están ahogando la selva húmeda. Sólo el recuerdo que pone un dedo de sombras en esa gota de esmalte nacarado que es el planeta Tierra en la página.
Un dedo pequeño, ahora blanco, se posa en esa fotografía. Una voz, una pregunta, extiende su transparencia en la página:
–Ikki, hermano, ¿qué es esto?
Y él, desde este futuro confinado a un cuartucho de puerta apolillada, sin ventanas, responde a nadie:
–Es una foto de la Tierra tomada desde el espacio…
Y omite el nombre que pronunció aquella vez, antes del viejo Kido y de su fundación y de sus entrenamientos y de sus mayordomos que golpean niños y de la señorita caprichosa y sus juegos del caballo. No quiere pronunciarlo. No podría, no ahora que el portador de ese nombre se ha evaporado para poner esporas de luz entre noche y noche, para calentar el mundo y alejar a los tzitzimime.
Entonces sí lo dijo, los dos niños sentados, el mayor en una banca de madera, el pequeño en el suelo, delante de un libro de gran formato, abiertos sus enormes ojos verdes por el asombro de un descubrimiento más: ahí, en esa foto, no se distinguían las fronteras que señalan los mapas.
Las fronteras, incluso las que separan a los vivos de los difuntos, un niño pequeño asociándolas con las guerras, con el hecho de que sus padres muertos los visitan, con su esperanza de que las tragedias y el dolor se alejaran del mundo, con su deseo de aminorar las penas de otros.
–Desde entonces él…
Y sigue sin atreverse a repetir ese sonido. Su hermanito muerto, el bebé de brazos con el que caminó demasiado tiempo bajo la noche y sobre sus pies lastimados, el niño todo sonrisas y miradas dulces que defendió de aquella extraña niña, de los acosadores de la fundación, del mayordomo calvo… Su hermano sigue siendo el nonato. Ikki aprieta los puños, los dientes, sus lágrimas abren caminos claros en la suciedad de sus mejillas. La fotografía de la Tierra queda hecha pulpa de papel luego de que el caballero del Fénix concentra su cosmos entero en la mano derecha, de que golpea.
Pero no funciona. El recuerdo, ahora sólo alma, continúa cerca. Ronda su cuello, lo abraza, alarga sus dedos blanquecinos para aliviar una fiebre inexistente, le clava los colmillos. Una imagen de la Tierra, sólo es eso. Y en cambio trae a su mente la imagen del muchacho de cabellos verdes y espíritu amable, al hermano sin tumba en ese mundo.
–No entiendo, ¿por qué…? No debió pasar. Nunca.
Nunca, repite. Y cae de rodillas. Y la palabra se viste de grito. Sus espinas le desgarran la garganta y sobresaltan el café con leche de los nietos de la dueña, la hora de coser de la vecina de la planta alta.
No debió gritar. Ahora sus lágrimas serán un torrente continuo y el rostro de Shun volverá para no retirarse en más de una semana. Ahora deberá repetir el "no nació, no nació, no nació" hasta alejar otra vez su mirada verde.
–¡Demonios!
El puño contra el suelo, una herida más en los nudillos; había superado ya esa etapa.
No debió gritar. Ni preguntar. Nadie se cuestiona sobre las motivaciones de alguien no nacido.
X - X - X - X
Son voces nacidas de lo negro. Ikki no escucha. Ni la dueña de la casona, ni la mujer de arriba. Nadie.
El Señor que nos borra y nos escribe, dicen.
Eres el Amo del Cielo Nocturno, quien se asoma a los corazones de los hombres a través del agujero de tu mano, el vestido de jaguar, el creado por sí mismo, dicen.
Quien conoce todo tiempo, pasado y venidero, quien otorga y arrebata a su antojo, quien incita a las guerras y a las enemistades entre los hombres, a quien ellos tienen por invisible y Señor presente en toda la región del aire, dicen.
Has perdido tu adoratorio, a los otros tús, a los que se creían tú, dicen.
No hay una región sin puertas ni ventanas para ti, como para los hombres. No tienes que cruzar ríos a lomo de xoloitzcuintli, no hay cerros que entrechocan para detener tu camino, tampoco vientos erizados de navajas, nadie te acosa con flechas erradas, dicen.
Y preguntan:
¿A dónde te arrojaron, Señor, luego de quebrar tu espejo de obsidiana así, de un solo golpe?
¿Desde dónde te obligaron a ver alzar edificios rectos y cuadrados, altísimos, como para resguardar el miedo de los de adentro?
Y siendo aire, siendo presencia incorpórea, ¿por dónde lloraste, cómo te lamentaste, cómo fue que moriste al dejar de recibir el alimento divino, la flor preciosa que los hombres pagaban por la sangre y el semen y la fatiga de los dioses?
Tú, que diste a los mortales a probar un poderío temporal, que pusiste por un momento a sus pies a otros hombres, ¿quién te adora hoy, quién dice dame, me pesa, perdón, te pido, necesito, si por ventura quisieras?, ¿quién se enfada contra ti gritando estoy harto, por qué me hiciste, por qué me arrebataste, por qué lo merecía?
Y a la voz le nacen carcajadas.
Ahora ese orgullo lo tiene otro.
Un dios al que mataron, al que desangraron, al que inmovilizaron de brazos y piernas, al que se comen dentro una tortilla blanca, tiesa y pequeña, una que no llena el estómago pero sacia hambres para quienes lo adoran. Uno venido del otro lado de las grandes aguas, en unas enormes chozas que flotan.
¿No te parece que es un dios débil? Un dios que permite ser comido por los mortales en lugar de recibir alimento de sus manos. Uno tan diferente a ti, que acabaste muriendo de olvido, desvaneciéndote…
Y vuelve a preguntar, ahora con palabras arrastradas, como aguantando el llanto:
Contesta, señor ¿dónde estás, hay una región negra hacia el rumbo del Norte para ti, dios que otorga y quita, dios que escribe y borra, dios caprichoso, conocedor del tiempo y de lo que hay en los corazones?
Si existe aquella región, el Mictlan de los dioses, si desde allá escuchas, deberías desandar el camino, subir a una espalda y cruzar el río en el otro sentido…
Ikki, concentrado en cerrar su puño y volver pulpa la fotografía de la Tierra, sigue sin escuchar, sólo atento al recuerdo del Shun niño que señala una página con asombro y pregunta qué es a su hermano mayor.
–No entiendo, ¿por qué…? No debió pasar. Nunca–, se lamenta a gritos el caballero del Fénix, entre sus dedos la pelotita gris que antes fue papel.
No nació, no nació, repite ahora sin llamar la atención de la vecina de arriba. Y se hace un ovillo, ofreciéndole la espalda a la oscuridad de su cuartucho. Una espalda de esporas pardas, semejante a los bultos que forman los xoloitzcuintli a un lado del río de la muerte, y sin embargo tan brillante y negra como una obsidiana.
X - X - X - X
...Continúa...
