Nota del autor: Este es el primer capítulo de un relato ya terminado (no temáis de una historia inacabada, no sería propio de mí publicarlo… XDDD). Al ser la introducción a una historia bastante larga (entre 20 y 25 capítulos), no es demasiado atractivo…. Pero a medida que se suceden los capítulos os ira interesando, lo prometo. ;)

Incluye lemmon, vampiros, licántropos, mutantes, brujas…. Hasta duendes! XDD Avisados estáis….. ;)

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I

Dana nació en el año 1412, en un gran castillo de Inglaterra. Sus padres eran los duques de Berdingrand, por lo que su infancia y juventud estuvieron plagadas de felicidad y comodidades. Era muy bella, famosa sobre todo por sus hermosos ojos violetas, llenos de vida. Tenía muchos pretendientes, algunos hasta de sangre azul. Pero ella jamás mostraba mucha atención por ellos, lo cual causaba a veces, la ira de su padre.

Una noche, cuando Dana tenía 20 años, un misterioso hombre vino a palacio en busca de cobijo. El conde no solo le dio cobijo, sino que además le invitó al banquete de cena. Puede que con la esperanza de que a su hija le gustase aquel individuo. Esto último sería en parte por el ropaje y las pintas aristocráticas del desconocido… ¿Quién sabe?

Durante el banquete, se sentó al lado de Dana, que no tardó en caer en las redes de Irócles (así se llamaba). Aquella noche, durmieron juntos, a escondidas del conde. Pero a la mañana siguiente, Irócles ya no estaba a su lado en la cama. Allí, solo había una rosa negra. De pronto, sintió como un picor en el cuello. Se apartó el pelo y se palpó el cuello. Inmediatamente, se precipitó a por un espejo. Al parecer, el desconocido solo le había dejado aquella dolorosa marca como despedida, y la maldición que conllevaba esta, claro.

Dana murió a los pocos meses. En el castillo se lloró mucho su muerte, pues era muy querida. Sus padres, los condes, decidieron mudarse a otro castillo. Pues el antiguo les recordaba demasiado a su querida y única hija.

¿Pero Dana estaba muerta? Aquello no era del todo cierto… A los pocos días de ser enterrada, volvió a abrir los ojos. Primero se asustó, al encontrarse en aquella caja oscura. Pero, poco a poco, los recuerdos fueron acudiendo a su mente: la mordedura, los pocos meses que pasó enferma, su propia muerte…

¿Acaso era aquello el cielo¡No podía serlo! El obispo lo describía como un lugar agradable. No como un agujero oscuro y húmedo. ¿O puede que fuera el infierno? Demasiado frío. Entonces… ¿Dónde estaba?

Empujó la tapa de su sepulcro, y para su asombro, esta se movió. Aunque pesara más de una tonelada al ser de piedra, y al tener su propio busto tallado sobre ella.

Salió del sarcófago y se puso a escuchar: nada. Aquello la dejó desconcertada. Su castillo era siempre bullicioso, aunque estuviera de luto. Subió las escaleras de mármol, vagó por los pasillos, buscó y rebuscó en busca de alguien. Pero nada. En el castillo no había nadie. Aquella fría noche, fue la primera de las largas noches que pasaría sola.

Pasaron los años y fue aprendiendo cosas sobre ella misma. Su piel ahora no toleraba la luz Solar, pues se quemaba. Cualquier herida que se hiciera, se le curaba al poco tiempo. Ya no tenía hambre. Solo sed. Sed, sed y sed. Bebía agua mas no se saciaba. Bebía vino, pero nada. Fue probando todos los líquidos que estaban a su alcance…hasta que una noche, al salir a la aldea, mordió a una vaca que dormía plácidamente en una granja. Esto no le resultó difícil, dado que justo antes de morder, sus colmillos crecieron. La sangre del animal manaba cálida y dulce…aquello sí. Aquello la saciaba por fin…

Otra cosa que descubrió, para su fascinación, fue que era capaz de transformarse en murciélago. Esto lo conseguía concentrándose inmensamente en ese animal. Llegando a comprender su pensamiento, su forma de ser…. De sentir…

Ningún habitante de la aldea se atrevía jamás a visitar el castillo, bastante apartado de esta. Por las luces que se veían de noche en él, por la aldea se fueron expandiendo rumores de que en él habitaban fantasmas. Además, las pintas del castillo no eran demasiado acogedoras: casi todas las ventanas estaban siempre cerradas. Se abrían unas pocas solo cuando la luna estaba bien alta. Por ellas se filtraba la luz que veían los aldeanos. Además, los jardines estaban cada día más descuidados y ninguno de los hermosos caminos que antaño llevaban a él estaba libre de zarzas y demás maleza.