CAPÍTULO 1
Kurt abrió la puerta trasera y salió. El aire olía a nieve y el joven lo aspiró, disfrutando de su frescura mientras contemplaba el gris cielo invernal.
Más allá del jardín podía apreciar las calles cubiertas de nieve. Todo parecía muy quieto e inmóvil bajo el frío aire de enero; aquello era muy diferente de Nueva York y la vida que él había llevado allá, pero también le resultaba conocido, familiar. Después de todo, había pasado los primeros diecisiete años de su vida paseando por esas calles, y los últimos ocho lejos de allí, excepto por sus breves visitas a la casa de su padre.
Llegó al borde del jardín y permaneció allí un momento, contemplando a su padre, quien lanzaba el resto de la hojarasca a la fogata que había encendido. Llevaba puesta la misma ropa que Kurt recordaba desde sus años de adolescencia; prendas holgadas y su gorra. El hombre se volvió y le dedicó una sonrisa cariñosa al verlo.
—Ya está listo el almuerzo.— Anunció Kurt.
—Estupendo, tengo hambre. Sólo apagaré la hoguera y luego los alcanzo.
El castaño esperó a que su padre terminara de apagar el fuego.
—¿Sabes una cosa, hijo?— Dijo él. —Me alegro de tenerte en casa; aunque hubiera preferido que fuese en circunstancias más felices. No tienes que quedarte ¿sabes? Carole...
—Quiero quedarme.— Lo interrumpió Kurt con firmeza. —Habría venido aún si a Carole no la hubieran operado. En Nueva York es fácil perder el contacto con la realidad, con todo lo que es de verdad importante en la vida.— Suspiró y se puso serio. —Renuncié a mi empleo, papá.
Durante la angustiosa llamada telefónica que su padre le hizo, para avisar que Carole había tenido que ser operada de emergencia, no había tenido la oportunidad de darle esa noticia, pero ahora que había pasado lo peor y que su madrastra estaba fuera de peligro y de regreso en casa, era el momento de que Kurt hablara de sus planes.
—Pero parecías muy contento de trabajar para Sebastian Smythe.— Protestó su padre. —Cuando nos visitaste, el verano pasado, parecías muy satisfecho.
—Lo estaba, pero Sebastian fue invitado a escribir la música para una película y tiene que viajar a Hollywood. Me pidió que lo acompañara, pero no acepté, de modo que presenté mi renuncia.
Rezó para que su padre aceptara esa explicación, sin pedir mayores detalles. Lo que le había dicho era, en efecto, la verdad, pero había mucho más que le había ocultado.
Por ejemplo, nada le dijo sobre el afán de Sebastian en que se hicieran amantes. Se estremeció ligeramente, y no a causa del frío... No amaba a Sebastian, pero era un hombre muy atractivo; reconocía que si él no hubiera cedido en sus intentos de seducirlo... habría estado muy tentado a caer y se hubiera despreciado por haberse entregado a él. No era ciego ni tonto; sabía que Sebastian era infiel a su prometido, Thad, y que él aceptaba sus aventuras con otros hombres como el precio que debía pagar por estar comprometido con un hombre cuyas habilidades artísticas lo habían hecho famoso a nivel mundial, antes de cumplir los treinta años.
Los tipos con los que se deleitaba Sebastian no tenían valor emocional alguno; era un hombre muy sensual y apasionado a quien le gustaban los hombres, y Kurt reconocía, con vergüenza, que hubo momentos en los que se vio tentado a ceder a sus encantos, impulsado por el enorme magnetismo sexual del músico.
Había trabajado para él durante cuatro años, y llegó a ser bien aceptado por Thad. Kurt sabía lo que los amoríos de Sebastian provocaban en su hogar y lo que menos deseaba era lastimar a los miembros del mismo, de manera que había hecho lo único que le pareció factible: escapar de allí.
Había avisado a su jefe, poco antes de Navidad, que iba a renunciar. Sebastian no tuvo necesidad de preguntar por qué y el joven recordaba aún la forma en que su boca se había apretado con ira y desdén. Había en él una faceta infantil que no le permitía aceptar el rechazo y en consecuencia se valió de su punzante lengua para destruir, sin piedad las defensas del castaño, llevándolo al borde de las lágrimas y la rendición, pero de alguna manera, Kurt logró controlarse.
Una amarga sonrisa curvó sus labios. Sabía a quién debía su autocontrol, pues la capacidad que tenía para resistir el llamado de los instintos, la había empezado a adquirir ocho años antes, como fruto de la decepción.
Pasó la Navidad solo, a pesar de las insistentes invitaciones de Thad, y luego, cuando llegó a creer que su soledad y abatimiento podrían hacerlo ceder y aceptar la invitación, recibió la llamada de su padre comunicándole la triste noticia del colapso de Carole.
Partió hacia la casa de su padre de inmediato y, ahora que se encontraba allí, pretendía quedarse. Estaba más calmado, seguro y a gusto de lo que se había sentido en mucho tiempo. Carole iba a necesitar amorosos cuidados, por lo menos durante dos meses, tiempo suficiente para que Kurt pensara en lo que haría el resto de su vida. Finn no había podido venir ya que se encontraba en una misión importante.
Podría incluso trabajar con su padre en su oficina, si era necesario, pues la secretaria que él tenía estaba a punto de retirarse.
Sabía que había tomado la decisión correcta, la única posible. Si hubiera permanecido en Nueva York, Sebastian habría hallado la forma de persuadirlo de que lo acompañara a Hollywood, en apariencia, como asistente particular pero Kurt sabía que acceder a ir con Sebastian, hubiera significado aceptar su deseo de tener una aventura con él.
De modo que cortó de manera definitiva todos sus vínculos con Nueva York; dejó el apartamento y renunció a sus nuevas amistades. Fue muy perturbador darse cuenta de los pocos amigos que había hecho en sus ocho años de estancia en la gran ciudad, pero él fue siempre un poco reservado y cauteloso en sus relaciones, sobre todo después de aquel desastroso verano, cuando tenía diecisiete años.
Volvió a apretar los labios al abrir la puerta trasera y entrar en la tibia cocina.
La casa de su padre, muy aislada, estaba situada al final de un estrecho sendero, a unos quince kilómetros del centro de Lima.
Kurt podía recordar con claridad las largas caminatas invernales hasta la parada del autobús donde él, de adolescente, esperaba con otros chicos la llegada del transporte escolar. Esos habían sido días lindos; la vida era sencilla entonces y Kurt fue feliz, aunque un poco solitario, pues los demás chicos lo hostigaban y se burlaban de él, llamándolo "homo" debido a su orientación sexual.
Lo pasado era pasado, se recordó, mientras se ocupaba en poner la mesa para el almuerzo. Ya había subido a ver a Carole y supervisado la comida que le tenían permitida por el momento.
—Recibí un mensaje de la clínica esta mañana, avisando que el médico vendría a ver a Carole esta tarde. ¿Todavía los atiende el doctor Rose?— Inquirió el joven cuando su padre se sentó a la mesa.
—No. ¿No te lo dijo Carole? Alan Rose se jubiló poco antes de Navidad. Blaine Anderson es nuestro médico ahora.
Un movimiento convulsivo del brazo hizo que Kurt soltara las verduras que estaba cortando. Se alegró de estar hacia el fregadero, pues así su padre no podía ver su expresión.
—¿Blaine? ¿No estaba en Londres?
—Así era, pero decidió regresar. Supongo que es lógico, de cierta manera. Su abuelo fue el único médico general en este sitio durante mucho tiempo y él fundó la clínica.
—Pero Blaine siempre me pareció tan... tan ambicioso.
—La gente cambia.— Aseguró su padre con una sonrisa. —Mira tu caso, por ejemplo. Recuerdo que hubo una época en la que la simple mención del nombre de Blaine, hacía que te pusieras rojo como un tomate.
Kurt forzó una sonrisa.
—Sí... mi enamoramiento de adolescente fue muy obvio, ¿verdad? ¡Gracias a Dios que uno madura y se olvida de semejantes tonterías! Supongo que a todos los habré vuelto locos, en especial a Blaine.
—Oh, no lo sé. Siempre me pareció que él te tenía un afecto muy especial.
¡Un afecto especial! Si su padre supiera... Lo último que había esperado o deseado cuando regresó de forma tan apresurada a la casa de su padre, al hogar y a la seguridad de Lima, era encontrarse con Blaine Anderson de nuevo. Dudó de su capacidad para afrontarlo con ecuanimidad y reserva, en especial ahora que se sentía tan vulnerable y confundido. Se estremeció al recordar cómo los ojos miel-ámbar del médico podían ver, en el pasado, a través de sus defensas y cómo esa voz profunda e incisiva hacía polvo sus torpes argumentos.
El corazón de Kurt latía con violencia mientras servía la comida. Si hubiese podido habría tomado el siguiente tren que fuera a Nueva York y allá se hubiera quedado, pero era demasiado tarde. No podía arrepentirse ahora, y además tenía que pensar en su padre. Carole necesitaba de muchos cuidados y la casa, de alguien que la mantuviera aseada.
Mientras lavaba los platos y cubiertos, su padre subió a charlar con su esposa. Blaine debía visitarlos a las tres y Kurt se preguntó si podría inventar alguna excusa para no estar presente cuando él llegara. Su rostro se encendió al recordar el último y espantoso encuentro.
Era cierto que a los diecisiete él estuvo enamorado del joven médico como un tonto, pero lo que su padre no sabía, era que Blaine fue el responsable indirecto de que él decidiera ir a la universidad, lejos de su pueblo natal, para luego trabajar en Nueva York. Después del último y traumático encuentro, no había sido capaz de soportar la idea de verlo otra vez y, por lo tanto, decidió huir, virtualmente. Sin embargo, eso fue innecesario en realidad, ya que poco después, Blaine se marchó de Lima, en otoño para continuar sus estudios en Londres.
Incapaz de soportar los recuerdos que brotaban en su mente, se encaminó a la puerta trasera. Necesitaba salir, respirar el aire fresco y sereno para recobrar el aplomo.
Afuera, el cielo se había vuelto más gris y amenazante, y el olor de la humedad era más intenso. Comenzó a caminar a una velocidad que hizo despeinar su cabello; la tensión le atenazaba los músculos y el aire helado le flagelaba el rostro.
El camino que siguió era conocido y, gradualmente, conforme avanzaba, la tensión en su interior fue cediendo. Pasó frente al Lima Bean. Algunas propiedades habían sido vendidas hacía poco, pero no se detuvo a pensar en los nuevos habitantes de su lugar de nacimiento.
¡Blaine estaba de regreso! Su cuerpo se volvió a tensar mientras lanzaba un profundo suspiro de angustia.
Su padre había dicho que Blaine había sentido un afecto especial por él. ¡Cuán poco sabía!
Con unas cuantas palabras que quedaron grabadas para siempre en su alma, Blaine destrozó sus fantasías de juventud y destruyó su inocencia; exhibió ante él sus cándidos sentimientos de adolescente en una imagen distorsionada, lo cual le causó una honda vergüenza y una angustia que aún ahora lo atormentaba. Todo fue culpa de él mismo, por supuesto. Debió haberse conformado con adorarlo a distancia. Los padres de ambos habían sido amigos y, desde muy temprana edad, Kurt se había apegado mucho a Blaine, aunque éste era ocho años mayor que él. El joven Anderson vivió con sus padres mientras trabajaba como médico practicante en el hospital. El enamoramiento de Kurt había comenzado cuando él tenía dieciséis años, y sin duda se habría conformado con sólo verlo y suspirar por él, de no haber sido por sus compañeras de escuela.
Santana López era una de las chicas más sexys y precoces del grupo, y por alguna razón desconocida, escogió a Kurt como su mejor amigo. Él disfrutaba de la amistad un tanto protectora de Santana y, poco a poco había ido perdiendo su resistencia y pudor para hablar con ella y sus otras compañeras acerca de temas prohibidos como el sexo y el amor. Naturalmente, como Santana era la que tenía más experiencia, o imaginación, fue la que llevó siempre la voz cantante en esas charlas prohibidas.
Por supuesto, Santana terminó por hacer que Kurt confesara todo lo relativo a su amor por Blaine y lo alentó a no ser tan bobo e infantil.
—Si lo quieres, tienes que ganártelo.— Dijo Santana y sonrió con malicia. —Es fácil, si sabes hacerlo. ¿Quieres que te diga cómo?
Una punzada en el costado hizo que Kurt se detuviera y se apoyara un momento en una pared. Una oleada de náuseas lo recorrió y trató de apartar de su mente las escenas del pasado. Recordar no le hacía bien alguno y, por más que reviviera lo sucedido, nada podría hacer para cambiar los acontecimientos. Se estremeció con violencia mientras aspiraba una bocanada de aire helado.
Ya debía haberlo olvidado todo. La memoria de Blaine Anderson debió haberse desvanecido y perdido bajo recuerdos más dichosos de otros hombres, pero permaneció inamovible entre él y su culminación física como hombre como una barrera infranqueable.
Sonrió sin humor al recordar la expresión de incredulidad de Sebastian cuando se lo confesó.
—¿Todavía eres virgen? Pero ¡eso es imposible! ¡Mierda, Kurt! ¡Basta con que un hombre te lance una mirada para que te desee! Esos ojos, ese cabello castaño, esa piel... tu cuerpo. Todo eso no puede pertenecer a un joven inexperto.
Sebastian tenía la suficiente perspicacia para saber que no mentía. ¡Si no hubiese estado viviendo con Thad! ¡Cuán dócilmente se hubiera rendido a su poder sexual! Aunque no lo amaba, lo consideraba atractivo desde el punto de vista físico. Había deseado su evidente habilidad para acariciar y hacer el amor, pero no podía herir a Thad y, por lo tanto, el abismo de temor y vergüenza que Blaine había abierto entre él y su sexualidad, se agrandó.
Mientras permanecía apoyado contra la pared, comenzaron a caer unos copos de nieve. Sabía que tenía que regresar, pero no quería hacerlo; se consideraba incapaz de enfrentarse con Blaine hasta haber revivido todo el horror de esa noche espantosa.
No iba a incriminar a Santana; la culpa y el deseo fue de él nada más. Fue Kurt quien escuchó con fascinado horror, la descripción de su amiga acerca de la forma en que debía seducir a un hombre. Con ojos dilatados, absorbió las instrucciones detalladas de Santana.
—Pero... ¿y si él no?... ¿Si no me hace el amor?— Su amiga se había encogido de hombros.
—No tienes que preocuparte por eso. Una vez que lo hayas excitado, no podrá controlarse. Ningún hombre puede hacerlo.
La alarma y la excitación se debatieron en su interior; excitación ante la idea de que Blaine le hiciera el amor, y alarma al pensar en su propia osadía. Fue fácil averiguar qué noche estaría Blaine a solas en su casa. Cada quince días, los padres del joven médico y los señores Hummel se reunían en el hogar de éstos para jugar a las cartas, y lo único que Kurt tuvo que hacer fue aguardar a que los señores Anderson llegaran a su casa.
—Ponte algo sensual.— Le aconsejó Santana.
Era fácil decir eso, pero Kurt no pudo encontrar en su ropero algo que mereciera semejante descripción. Por fin, sintiéndose más incómodo y abochornado que sensual, se puso unos jeans completamente entallados con unas botas a juego y una camisa azul con botones al frente. Una chaqueta larga ocultó de su padre la evidencia de su ropa ceñida al cuerpo cuando fue a decirles que saldría a dar una vuelta.
Había sido un verano agobiante y las ventanas dobles de la casa de los Anderson estaban abiertas cuando él caminó por el sendero particular hasta la puerta trasera.
Puesto que los padres de ambos eran buenos amigos, no era extraño que él visitara la casa pero al acercarse más, sintió que estaba cometiendo una infracción a las normas.
Se encontró a punto de volver por donde había llegado, pero la idea de tener que confrontar a Santana, sin haber logrado su pequeña hazaña, lo obligó a permanecer firme en su propósito. Se acercó a la puerta y llamó antes de entrar.
La sala estaba vacía; con el corazón desbocado, atravesó el vestíbulo y luego se quedó petrificado cuando vio que Blaine se le acercaba, descendiendo por la escalera y terminando de ponerse una camisa blanca.
Tenía el cabello húmedo y la piel bronceada y reluciente sobre los definidos músculos de su torso. Algo pareció expandirse y florecer dentro del castaño, una excitación profunda y palpitante que lo hizo endurecer, que llevó un delicado rubor a sus mejillas y ensombreció sus ojos del color del mar.
—Kurt, ¿todo está bien?— La aspereza en la voz de Blaine lo hizo volver a la realidad, de golpe.
—Sí.
—Entonces, ¿qué haces aquí?— Lo miraba con el ceño fruncido mientras se abotonaba la camisa y, como él nunca le había hablado con ese tono, sólo lo miró fijamente sin pronunciar palabra. —Pregunté qué haces aquí.
Estaba ya al pie de la escalera y lo miraba con la misma expresión, entre extrañada y severa, y el chico siguió mirándolo, como alelado. Kurt se había quitado la chaqueta mientras retrocedía. Había empezado a desabotonarse la camisa.
Oyó que Blaine contenía el aliento con lo que parecía un gruñido de impaciencia. Kurt habló precipitadamente.
—Vine a... a verte.
—¿A verme?— La expresión de Blaine era cada vez más seria. —¿Para qué?
Kurt fue presa del pánico. Las cosas no sucedían como esperaba. Blaine no debía estarlo interrogando, sino mirándolo con deseo. No iba a resultar tan fácil como aseguró Santana. La confusión creció en él y lo miró con ojos perplejos, preocupados, que revelaron más de lo que Kurt imaginaba.
—So... solo quería hablar contigo.— Balbuceó con timidez y se puso rojo como una manzana.
—Kurt, ¿qué es todo esto? ¿Qué vienes a hacer vestido de ese modo?— Con un movimiento de la mano indicó el pecho semidesnudo del castaño. ¡No era así como se suponía que él debía reaccionar! Santana había dicho que...
Se mordió el labio inferior y se acercó a Blaine, al tiempo que decía con voz temblorosa y suplicante. —Blaine, por favor, no te enfades conmigo...— Estaba muy próximo a las lágrimas, y un nudo se le había formado en la garganta.
Lo oyó suspirar y luego, incrédulo sintió que lo abrazaba. El joven médico lo estrechó contra su pecho y él apoyó la cabeza en su hombro.
Se estremeció de nervios y excitación, ansioso de alargar una mano para tocarlo, pero incapaz incluso de respirar. Santana había tenido razón, se dijo emocionado. Las piernas le temblaron y amenazaron con no sostenerlo más. Su excitación se hizo notoria bajo el entallado pantalón. Su corazón parecía haberse asentado en su garganta y Kurt creyó que lo sofocaría. ¿Podía Blaine sentir su palpitar? Él podía percibir el rítmico latido del pulso de Blaine, y sí... percibía también su entrepierna endurecerse. De forma instintiva, deslizó la mano hacia la entrepierna de Blaine.
Las puntas de sus dedos temblaron contra la excitación de Blaine, y luego, para su asombro y consternación, sintió que su muñeca era agarrada por un puño de acero y, se vio bruscamente apartado de él.
Unos ojos furiosos se encontraron con los ojos confusos de Kurt.
—¿Qué diablos crees que haces?— El impacto del brusco rechazo fue demasiado para Kurt. Todavía perdido en su cautivador ensueño de amor y deseo, y sin comprender el motivo de su ira, exclamó con vehemencia.
—¡Blaine, hazme el amor! ¡Por favor... sé que tú también lo deseas!
Por un momento, fue como si hubieran quedado congelados en el tiempo; Kurt lo miraba con expresión implorante, los labios temblorosos y entreabiertos, el cuerpo ansioso de las caricias del hombre; Blaine, tenso y furioso, los ojos ámbar ensombrecidos, sus labios apretados y el cuerpo rígido.
Y de pronto se rompió el hechizo; la realidad de la furia de Blaine penetró con brusquedad en la conciencia del ojiazul, cuando le dijo con aspereza.
—¡Dios!, apenas puedo creer que estoy oyendo esto! ¿Es por eso que viniste vestido como... así? ¿Para suplicar que te haga el amor? ¡Y además lo pides con tanto descaro!
Blaine pudo notar el sobresalto y el dolor en el rostro del joven y su voz se suavizó un poco.
—Kurt, no puedo hacerte el amor... lo sabes.
—¿Porque no me deseas?— Se obligó a mirarlo a los ojos y vio que el rostro del joven se tornaba frío y reservado.
—Entre otras cosas.— Aceptó él con tono impasible. —Además... se acostumbra que... ¿Quién te aconsejó que hicieras esto? Vamos, Kurt, no quiero mentiras. Te conozco; tú nunca habrías imaginado semejante tontería.
Kurt tuvo que sentarse en ese momento, cabizbajo y avergonzado, respondiendo al interrogatorio y enfrentando la expresión de desdén y disgusto que oscurecía los ojos de Blaine.
—Bien, ahora es mi turno de aclararte algo.— Dijo el joven médico por fin cuando Kurt concluyó. —Al contrario de lo que te contó tu amiga, no es tan fácil hacer que un hombre te desee.
Entonces, él se sonrojó con pena y dolor, pero Blaine no le permitió que apartara la vista al sostenerle la barbilla con dedos firmes.
—Mírame, Kurt. Anda... mírame bien... Tu amiga te dijo lo que debías ver. ¿Te parezco un hombre dominado por el deseo?
En ese instante Kurt hubiera querido levantarse y huir, pero el dolor y la vergüenza lo retuvieron allí, rígido y tembloroso como un conejo ante un águila, incapaz de hacer otra cosa más que mirar los ojos miel que brillaban de ira.
Luego, Blaine lo aturdió con un sermón sobre los peligros a los que se estaba exponiendo, acerca del riesgo de la promiscuidad sexual, el peligro de violación y cosas peores. Después lo atormentó haciéndole ver lo mucho que sus padres lo querían y confiaban en él, y lo decepcionados que estarían si supieran lo que había hecho.
Más tarde, no lo dejó volver a casa a pie, sino que lo obligó a que se pusiera el suéter y luego lo llevó a casa en su auto.
Sólo había ocho años de diferencia entre los dos, pero él fue tan duro e implacable como cualquier padre del siglo pasado y, cuando lo dejó al final del sendero particular de la casa de su padre, Kurt supo que lo odiaría y despreciaría por el resto de su vida.
Pero no tanto como se odiaba a sí mismo, reflexionó con amargura, mientras emergía del pasado a la realidad presente.
Después de eso, evitó la compañía de Santana y pidió a su padre que lo dejara asistir a la universidad, en lugar de seguir sus estudios en la escuela de la localidad. Los señores Hummel accedieron y Kurt se preparó para su admisión en NYADA. Una vez que consiguió ingresar, se mudó a Nueva York. Aprendió a aceptarse otra vez como era.
Suspiró.
La nieve caía ahora mas copiosamente... era tiempo de que regresara a casa. Consultó su reloj. Las tres y diez. Magnífico, cuando regresara, Blaine ya se habría marchado. Sabía que no podría pasarse la vida esquivándolo, pero descubrir que él estaba de regreso había sido una tremenda sorpresa para Kurt. Ahora, habiéndose obligado a revivir el pasado, sería más fuerte; esa catarsis le permitiría juzgar sus acciones juveniles con más objetividad y también con mayor tolerancia.
Pero no podía. Ese era el problema. No conseguía librarse de los sentimientos de vergüenza y auto-desprecio que Blaine le había inculcado; todavía lo afectaban como una enfermedad que tenía recurrencias esporádicas.
Odiaba a Blaine por la imagen de él mismo que le había presentado; odiaba el hecho de que él hubiera presenciado su vergüenza y humillación. Lo odiaba porque lo hizo despreciarse.
Suspirando se puso la capucha de la sudadera y se encaminó de regreso a casa...
