Esta es una historia adaptada a los personajes de Candy Candy, Los personajes pertenecen a Mizuki e Igarashi.

Septiembre de 2008. Mucho después de que cesaran los gritos, cuando el único sonido que se oía era el llanto apagado de mis amigos mientras esperaban a que llegara la ambulancia, me di cuenta de que todavía tenía agarrado con fuerza el penique de la suerte en la palma de la mano. Mis dedos se negaban a desprenderse del diminuto amuleto de cobre, como si yo pudiera retroceder en el tiempo por mera voluntad y deshacer la trágica escena que tenía a mi alrededor.

¿De verdad hacía solo media hora que Albert había recogido la centelleante moneda del asfalto del aparcamiento del restaurante? «¡Suerte!», había exclamado sonriendo de oreja a oreja mientras lanzaba la moneda al aire y la cogía al vuelo hábilmente con una mano.

Le devolví la sonrisa y luego vi que un destello de irritación cruzaba sus pálidos ojos azules cuando oyó la siguiente ocurrencia de Terry:

—Albert, tío, si vas justo de pasta, dínoslo, ¡no hace falta que te vayas arrastrando por el suelo buscando calderilla!

Luego Terry se rió, me rodeó el hombro con el brazo y me acercó hacia él. Pensé que el rostro sombrío de Albert era una reacción natural al innecesario comentario de Terry, ya que ponía de manifiesto las diferencias entre la clase social de ambos. Y puede que se debiera en parte a aquello, pero no del todo. Había algo más... aunque a mí me llevaría mucho tiempo entenderlo, por supuesto.

Allí estábamos los tres, bajo la tenue luz del atardecer de un cálido día de septiembre, esperando a que se presentara el resto de nuestro grupo. Albert ya estaba en el aparcamiento cuando llegamos Terry y yo. Terry había dado un buen espectáculo circulando alrededor de las plazas vacías mientras buscaba el sitio perfecto para aparcar su nueva adquisición. Supongo que aún estaba en esa extraña fase de éxtasis que atraviesan los chicos cuando se enamoran de sus coches. Yo solo esperaba que tuviera el buen juicio de no presumir demasiado ante el resto del grupo.

Su coche nuevo era un deportivo deslumbrante y caro. Mi conocimiento sobre coches no va más allá. Se lo habían regalado sus padres tras haber aprobado los exámenes finales. Así era la familia de Terry... Era fácil entender por qué los comentarios sobre dinero a veces nos tocaban la moral a los demás. Normalmente él era bastante considerado y no nos lo refregaba demasiado por las narices, pero de vez en cuando soltaba algún comentario sin mala intención, lo cual acababa provocando una discusión. Yo esperaba que no dijera nada que pudiese estropear la que seguramente iba a ser una de las últimas noches que pasaríamos todos juntos en bastante tiempo.

—Albert, ¿has ido a trabajar hoy? — le pregunté.

Sabía perfectamente que sí, pero quería llevar la conversación a un terreno menos conflictivo. Albert se dio la vuelta y me sonrió de una forma que juro que no había cambiado desde que tenía cuatro años.

—Sí, esta es la última semana que estaré ayudando a mi tío. Cuando acabe le devolveré con gusto la carretilla y la horca. La horticultura y yo estamos a punto de divorciarnos.

—Aun así, mira el lado positivo: este verano luces un moreno fantástico que no tendrías si hubieras estado reponiendo estantes en un súper.

Y era verdad: la piel de Albert, normalmente clara, había adquirido un ligero tono cobrizo y sus antebrazos estaban más musculados y definidos debido a meses de trabajo al aire libre. Terry y yo también lucíamos unos bronceados bastante decentes tras nuestras vacaciones en la villa que sus padres tenían en Francia. El viaje había sido otra recompensa, y en este caso para los dos.

En un principio, mi padre se había opuesto a que yo me fuera. Y eso que Terry le caía bastante bien; venía a casa a menudo y ya llevábamos saliendo casi dos años, pero, incluso así, no estaba segura de que me dejase ir quince días de viaje con su familia. En parte se debía a la cuestión del dinero, ya que los padres de Terry, obviamente, se habían negado a que pagáramos cualquier gasto del viaje. El otro motivo —y el principal— había sido la clásica relación entre padre, hija y novio. Supongo que es algo que les pasa a todos los padres, pero en nuestro caso resultaba aún más difícil sin una madre que intercediera en la situación. Al final, Terry y yo conseguimos convencerle, explicándole que nos comportaríamos de forma honesta, que dormiríamos en habitaciones separadas y que nos pasaríamos todo el día con sus padres. Básicamente, le mentimos.

Esta sucesión de pensamientos me había llevado a preguntarme, y no era la primera vez, cómo se lo tomaría papá cuando a final de mes llegara el momento de irme a la universidad. Noté que empezaba a fruncir el ceño y me obligué a apartar esa idea de la mente. Llevaba casi todo el verano lidiando con aquel tema y no tenía la menor intención de estropear la última noche con mis amigos preocupándome por cosas que no podía cambiar.

Al aparcamiento del restaurante llegaron dos vehículos, ambos bastante más viejos que el de Terry pero no por ello menos queridos por sus dueños. La puerta trasera del pequeño coche azul que teníamos más cerca se abrió de golpe y Annie salió corriendo hacia nosotros. Los tacones que llevaba, de una altura vertiginosa, repiquetearon sin parar mientras ella se tambaleaba peligrosamente por aquel suelo irregular hasta que me alcanzó y me envolvió en un enorme abrazo.

—Candy, cariño, ¿cómo estás?

Yo también la abracé y durante un instante se me hizo un nudo en la garganta al darme cuenta de que pronto no podría verla cada día, sino solo durante las vacaciones de la universidad. Annie y yo éramos amigas desde siempre y, aunque había conocido antes a Albert y mi relación con él era más estrecha, hay ciertos temas de los que solo hablas con las chicas.

—Siento llegar tarde —se disculpó Annie.

Le sonreí con ironía; Annie siempre llegaba tarde. A pesar de que poseía una belleza natural, era increíble la cantidad de tiempo que necesitaba para arreglarse antes de salir: no se alejaba del espejo sin haberse cambiado antes de peinado y de ropa varias veces. Y, además, nunca parecía satisfecha con el resultado final, lo cual era absurdo porque con su cara en forma de corazón, sus brillantes cabellos largos y lacio y su complexión menuda siempre estaba absolutamente encantadora.

— ¿Lleváis mucho rato esperando? — preguntó mientras me cogía del brazo para alejarme de Terry y atravesábamos el aparcamiento en dirección a la entrada del restaurante.

Lo más probable es que se hubiera agarrado de mi brazo para asegurarse de llegar de una pieza al otro lado del asfalto con aquellos tacones de aguja tan ridículamente altos, aunque también podría haber sido para no tener que presenciar la reacción instintiva de Tom y de Albert al ver a Sussana bajarse de su coche.

—Lo justo para que Terry haya cabreado a Albert —contesté en voz baja para que solo ella pudiera oírme. Annie sonrió con complicidad.

— ¡Ah, entonces acabáis de llegar!

En aquel momento ya habíamos alcanzado el patio de entrada de la parte trasera del restaurante y estábamos esperando mientras los chicos, incluido Terry, fingían no estar mirando el canalillo de lo más sugerente que exhibía Sussana con su blusa escotada. Como también llevaba unos tejanos ajustados y unas sandalias de tacón alto —con las que al parecer andaba sin ninguna dificultad, para frustración de Annie —, parecía vestida para una sesión de fotos. Su larga melena rubia le caía por encima de los hombros y todo en ella encajaba tan perfectamente que enseguida me sentí como si me hubiera vestido a oscuras con la ropa que no quieren ni en la beneficencia.

Sussana se había unido a nuestro círculo de amigos relativamente tarde. Antes de que llegara a nuestro colegio en bachillerato, éramos un grupo cerrado y unido formado por Annie, los cuatro chicos y yo. Supongo que la proporción entre chicos y chicas era algo desigual, pero hacía tanto tiempo que éramos amigos que no suponía ningún problema. Dicho esto, casi todos los chicos habían recibido con mucho entusiasmo, por razones obvias, la incorporación gradual de Sussana a nuestro grupo. Y, dejando a un lado su belleza, era una chica muy divertida. Su familia se había trasladado a Great Bishopsford desde una gran ciudad y ella nos había parecido mucho más madura y espabilada que nosotros. Además, era muy simpática y extrovertida y tenía un sentido del humor socarrón, y cuando no estaba ligando descaradamente con todos los tíos que hubiera en un radio de diez kilómetros la verdad es que me caía muy bien.

Annie, en cambio, recelaba de ella, y en más de una ocasión, cuando Sussana la había sacado de quicio o se había metido en sus asuntos, yo la había oído murmurar en tono amenazante: «La última en llegar, la primera en largarse».

Mientras Albert atravesaba tranquilamente el aparcamiento para reunirse con nosotras, Annie dio un paso al lado y empezó a leer detenidamente la carta que había en el expositor de cristal junto a la entrada. Los demás habían ido a admirar el coche de Terry. O el escote de Sussana, pensé irritada mientras observaba cómo ella se inclinaba hacia delante exageradamente, para examinar las llantas de aleación. ¡Como si a ella le importaran las llantas!

—Tú estás mucho más guapa que ella —me susurró Albert al oído, leyéndome el pensamiento al instante.

—¿De verdad soy tan transparente? —le pregunté levantando la cabeza y sonriendo. Esbozó esa gran sonrisa que yo conocía tan bien, la que hacía que se le formaran arrugas en las comisuras de los ojos y se le iluminara toda la cara.

—Como un libro abierto —confirmó él—. Pero de los buenos.

—Como una de esas antiguas y maltrechas ediciones de bolsillo, quieres decir, no como una revista de moda.

Como si quisiéramos confirmar esa analogía, miramos hacia el aparcamiento, donde Sussana escuchaba embelesada a Terry mientras él elogiaba un detalle u otro del coche.

—No tienes por qué preocuparte — me reconfortó Albert, y me dio un pequeño apretón cariñoso en el hombro —. Terry estaría loco si se fijara en ella teniéndote a ti.

La única respuesta que logré emitir fue un vago murmullo de asentimiento; me sorprendió notar que la calidez de sus palabras habían hecho que me ruborizara un poco. Me di la vuelta rápidamente.

Al ver mi reflejo en la ventana del restaurante pensé que mi viejo amigo no estaba siendo del todo sincero. Si lo decía de verdad, tenía que plantearse seriamente graduarse la vista. Estaba claro que yo jamás provocaría en los hombres la misma reacción que Sussana, con mi cabello más o menos largo y rubio y con esos chinos indomables, ojos grandes que apenas veían sin lentillas, labios un poco más carnosos de lo habitual y un rostro bastante agradable, pero no de una belleza deslumbrante. Era lo bastante sincera conmigo misma para saber que nunca sería una de esas chicas que hacen que todos los hombres se vuelvan en la calle para mirarlas. Y eso nunca me había preocupado, pero desde que salía con Terry — que era guapísimo, admitámoslo— era más consciente que nunca de mis imperfecciones.

—Y recuerda que para mí siempre serás aquella chica con pecas en la cara, un hueco entre los dientes y las orejas de soplillo.

— ¡Eso era cuando tenía diez años! — protesté yo—. Menos mal que existe la ortodoncia... ¿Hace falta que me recuerdes con tanto detalle lo horrorosa que era en mi infancia?

—No puedo evitarlo —respondió Albert.

Si los demás no hubieran llegado justo en aquel instante, habría intentado averiguar qué significaba ese extraño comentario.

—Vamos —nos instó Terry agarrándome la mano y estrechándomela con fuerza—. Entremos antes de que les den nuestra mesa a otros.

Cruzamos juntos las grandes puertas de doble hoja, todos cogidos del brazo o del hombro con toda naturalidad, sin sospechar en ningún momento que en la media hora siguiente nuestras vidas cambiarían irremediablemente.

Nos acompañaron directamente hasta nuestra mesa, que estaba situada al otro extremo del restaurante junto a una gran ventana de cristal laminado, desde donde se disfrutaba de una excelente vista de la calle principal y de la iglesia situada en lo más alto de la colina. Mientras nos abríamos paso esquivando mesas para alcanzar nuestros asientos, reparé en que Sussana atraía muchas miradas de los comensales masculinos; Terry tampoco había pasado inadvertido entre el género femenino. Intenté ahogar esa vocecita preocupada que llevaba varios meses susurrándome al oído.

Terry era un chico muy atractivo; las mujeres se fijaban en él de forma instintiva; una reacción natural, por otra parte. Y, aunque era feliz sabiendo que era yo, y no otra, la chica que le acompañaba y la que iba cogida de su mano mientras zigzagueábamos entre las mesas abarrotadas, sentía una inquietud a la que tarde o temprano tendría que enfrentarme: ¿qué pasaría cuando estuviéramos separados y Terry se sintiese atraído por otra? ¿Seríamos una de esas parejas que sobreviven a la separación universitaria o nos convertiríamos en víctimas de la maldición de las relaciones a distancia?

Estos pensamientos se vieron interrumpidos cuando el camarero nos indicó, con un leve acento italiano, la mesa que teníamos reservada. El restaurante estaba atestado de gente y apenas había espacio, así que habían juntado dos mesas para que cupiéramos todos. Había quedado un hueco bastante estrecho junto a una columna de hormigón y uno de nosotros tendría que meterse forzosamente por ahí para alcanzar el asiento más próximo a la ventana.

Habría deseado que Annie hubiera ido delante —ella era más menuda que yo —, pero me las apañé para atravesar el hueco sin quedarme atascada. Terry se deslizó hasta llegar a mi lado mientras los demás elegían un sitio y tomaban asiento. Albert se sentó en la otra silla que daba a la ventana, justo enfrente de mí, y Annie optó por la que quedaba a su derecha. Me negué a mirar las maniobras lamentables que llevaron a cabo para decidir quién se sentaba junto a Sussana. Supongo que, en cualquier caso, el sitio clave era el que estaba frente a ella, ya que ofrecía unas vistas excelentes de su escote. Con las manos bajo el mantel para que nadie me viera, estiré mi camiseta para enseñar un poco más de canalillo, pero me sonrojé como una tonta al ver que Albert se daba cuenta.

— ¿De qué te ríes, Albert? —preguntó Terry.

De repente, debido a esas casualidades inoportunas, se hizo el silencio en la mesa y todos oyeron la pregunta; y por supuesto se quedaron esperando la respuesta de Albert. Sabía que mis ojos le ordenaban frenéticamente que no dijera nada, pero no tenía por qué preocuparme. Albert cogió la carta con calma y se encogió de hombros con aire despreocupado.

—Nada, nada, me he acordado de algo que ha dicho antes mi tío. Mientras los demás seguían el ejemplo de Albert y empezaban a examinar la carta, yo le miré y articulé un «gracias» con los labios. Había tantísimo cariño y amistad en su sonrisa que, por alguna extraña razón, mi estómago dio un vuelco de improviso. Confundida, aparté la mirada y fingí un profundo interés en las ventajas que presentaba la lasagna frente a los canelones.

Terry me rodeó la cintura con el brazo y me acercó hacia él mientras decidíamos qué pedir. Cuando volví a mirar a Albert unos minutos después, estaba enfrascado en una conversación con Annie y, aunque él también me miró y me sonrió, esta vez mi estómago permaneció en su sitio.

Era imposible pasar por alto la nostalgia presente en la mesa: la sensación de separación inminente era casi tan perceptible como el aroma a tomate y ajo que flotaba a nuestro alrededor. Aunque todavía quedaban algunas semanas para que yo me marchara a Brighton, Tom y Albert se irían después del fin de semana, y Annie unos pocos días más tarde. No sabía por qué, pero no conseguía imaginarme al resto de nuestro grupo —Sussana, Albert, Terry y yo— quedando durante las semanas restantes.

Esta reticencia repentina a marcharme me asaltó de forma inesperada e intensa. No era que no quisiera ir a la universidad; por supuesto que me apetecía. Estaba claro que me había esforzado lo suficiente para lograr las notas que me permitirían entrar en la carrera de Periodismo. Sin embargo, esa noche comprendía por primera vez que una etapa muy importante de mi vida concluía definitivamente.

De momento no era capaz de centrarme en mi nuevo comienzo porque solo podía pensar en que iba a dejar atrás a mi novio y a mis dos mejores amigos. Me sentí ridícula al notar que se me humedecían los ojos y me apresuré a apartar la mirada, pues prefería el brillo cegador de los rayos del sol poniente a la reacción de las personas que tenía alrededor si se daban cuenta de que estaba a punto de ponerme a llorar.

— ¿Estás bien? —me preguntó Albert en voz baja para que solo yo pudiera oírle.

Terry estaba pidiendo las bebidas, así que podía contestar sin riesgo de que se enterara.

—Sí, bueno... Supongo que estoy un poco sensible por todos estos cambios, despedirse de todo el mundo, esas cosas...

Mi voz se fue apagando porque pensaba que se reiría de mí, pero me quedé sorprendida cuando, en cambio, alargó la mano y me rodeó los dedos, que no dejaban de juguetear con los cubiertos.

La forma en que me cogió la mano me pareció extrañamente distinta; no era el apretón familiar que conocía desde que íbamos a la guardería. Puede que tan solo fuera el tacto áspero de su piel tras un verano trabajando en el huerto... ¿O era más bien el hecho de que me notara la mano tan pequeña, tan perfectamente acoplada en la suya?

Aunque no miré a Terry, advertí que había reparado en el gesto de Albert, pero, en lugar de apartar la mano, Albert me dio un último apretón y se lo tomó con calma antes de retirarla. Terry respondió de forma instintiva y se acercó más a mí reclamando mi atención y lo que consideraba que era su territorio, y me costó unos segundos darme cuenta de que antes de apartar la mano Albert había conseguido pasarme el penique de la suerte que se había encontrado fuera.

Sostuve la moneda con fuerza, imbuyendo al trocito de cobre más trascendencia de la que merecía. Era típico de Albert compartir conmigo incluso la buena suerte. Al fin y al cabo, habíamos compartido muchas cosas durante largos años. Para mí era más un hermano que un amigo; de hecho, me di cuenta de que tenía una relación más íntima con toda su familia que con muchos de mis parientes.

La madre de Albert y la mía eran buenas amigas desde mucho antes de que él y yo naciéramos, y cuando mi madre murió de repente siendo yo un bebé, la familia de Albert nos ayudó y nos acogió a papá y a mí en sus vidas y en sus corazones. Me conmovió el hecho de que mi padre no era la única familia a la que iba a dejar atrás cuando me marchara; sería casi igual de duro despedirse de los padres de Albert y de su hermano menor.

Cuando nos trajeron las dos botellas de vino que Terry había pedido, todos cogimos una copa para proponer un brindis.

— ¡Por irse fuera!

— ¡Por no abandonar!

— ¡Por nuestras nuevas vidas!

— ¡Y nuestros viejos amigos!

Repetimos todo este último brindis mientras las copas chocaban entre sí, reflejando la brillante luz del atardecer.

Mientras los demás bromeaban y charlaban alegremente, los observé durante un instante en un intento de sacar una foto mental del momento. Sabía que todos acabaríamos haciendo nuevos amigos en nuestras respectivas universidades y facultades, pero esa noche costaba creer que los nuevos lazos que forjaríamos llegaran a ser algún día tan fuertes como los que nos unían a los siete.

Cada vez que miraba a uno de mis amigos, un recuerdo o una emoción se despertaban en mi interior. Eran tantos que se mezclaban entre ellos, pero cada elemento evocado representaba un ladrillo más en el muro de nuestra amistad; y deseaba creer que seguiría siendo sólida independientemente de dónde acabáramos cada uno de nosotros.

Cuando miré a Annie tuve que reprimir una sonrisa. En cierto modo ya estaba celosa de los nuevos amigos que iba a hacer en su curso de Arte. Annie era guay, leal, divertida e increíblemente afectuosa, y su amistad era uno de mis tesoros más preciados. Fueran quienes fuesen, esos nuevos amigos aún no sabían lo afortunados que eran.

Y luego estaba Albert. Aquel verano me había pasado tanto tiempo estresándome al pensar cómo sería estar lejos de Terry que cada vez que recordaba que también tendría que despedirme de Albert, me apresuraba a arrinconar ese pensamiento en lo más profundo de mi mente. Sabía que resultaba extraño, pero el hecho de no ver a mi viejo amigo tan a menudo como antes me resultaba inconcebible, era tan difícil de asimilar que ni siquiera era capaz de pensar en ello.

Comprendí con cierta decepción que ni de lejos estaba tan preparada como creía para separarme de cualquiera de ellos.

Mientras esperábamos a que nos trajeran la comida, yo iba echando vistazos por la ventana y contemplaba el camino que llevaba hasta la iglesia. El sol empezaba a descender lentamente y bañaba el cielo de tenues sombras rojas y doradas, transformando la calle principal, habitualmente gris, en una mágica y abstracta combinación de colores. Se veía poca gente fuera, pero las hileras de coches aparcados a ambos lados de la calle indicaban que los pubs y restaurantes estaban llenos esa noche. En algún lugar a lo lejos se oía el inconfundible ruido de una sirena.

—Candy, ¿me estás escuchando?

Desvié mi atención del exterior y me di cuenta de que Albert me estaba hablando.

—Perdona, tenía la mente en otra parte... ¿Qué decías?

Dirigió una breve mirada a Terry, que en aquel momento charlaba con Sussana, sentada a su lado. Albert parecía incómodo por tener que repetir lo que fuera que yo no había oído.

—Te preguntaba si mañana por la tarde podrías ir a mi casa, si no estás muy ocupada.

Aquella petición dubitativa no era nada propia de él y yo me quedé confundida tanto por su tono como por la formalidad de la invitación. Albert y yo solíamos presentarnos en casa del otro sin preguntar; no hacían falta invitaciones.

—Sí, claro. De todos modos tenía previsto pasarme para ver a tus padres una vez más antes de irme.

—En realidad, ellos no estarán mañana —dijo otra vez con aquel tono extraño e inseguro—. No habrá nadie, solo yo. Quería... Bueno, solo quería hablar contigo con calma. ¿Te parece bien?

¿Era el brillo rojizo del sol o se estaba ruborizando de verdad?

Parecía esperar mi respuesta con ansia, así que lo tranquilicé enseguida:

—Sí, no hay problema. ¿Quedamos sobre las dos?

Él asintió y suspiró, como si hubiera llevado a cabo una ardua tarea, lo que acentuó aún más mi curiosidad; pero tendría que esperar hasta el día siguiente para averiguar qué le preocupaba.

Los camareros llegaron con los platos llenos de comida y comenzaron a repartirlos. Terry se enderezó en el asiento y apartó el brazo derecho de mi cintura, no sin antes plantarme un beso firme e inesperado en los labios.

—Por favor... ¡algunos intentamos comer! —se quejó Annie.

Sonreí a Terry y me quedé muy quieta mientras él volvía a ponerme detrás de la oreja un rebelde riso. Fue un gesto insignificante, pero más adelante me pregunté qué nos habría pasado a todos si él no hubiera estado mirándome y no hubiera visto el coche.

— ¿¡Qué rayos...!? —gritó.

Me di la vuelta para ver qué miraba y me quedé boquiabierta al ver un coche rojo que bajaba la colina derrapando y a gran velocidad. Un momento después apareció un segundo coche que circulaba de forma casi igual de rápida y temeraria; sus destellantes luces azules y su sirena distorsionada alteraban la paz de aquella tarde veraniega. Vi, horrorizada, que una furgoneta emergía de una calle lateral, y su conductor tuvo que clavar los frenos para evitar que le destrozasen el parachoques cuando el coche rojo se le cruzó como un rayo. Este último rozó los laterales de varios vehículos aparcados lanzando una lluvia de chispas candentes hacia el coche de policía que lo perseguía.

El chirrido del caucho que se oyó tras el frenazo de la furgoneta alertó al resto del grupo sobre el peligro inminente, pero Terry se había anticipado y ya se había puesto en pie de un salto.

— ¡El coche no responde! ¡Ha perdido el control! ¡Se va a estrellar! ¡Apartaos de la ventana! ¡Ya!

Sentí que Terry me agarraba el hombro con fuerza al levantarse de la silla mientras nos avisaba de lo que sucedía. Cundió el pánico cuando la gente que nos rodeaba empezó a gritar. Me fijé en que al camarero se le caían al suelo dos de nuestros platos de comida antes de alejarse a toda prisa de la mesa.

«Menudo desastre», pensé estúpidamente.

Veía lo que estaba pasando y había oído el grito de advertencia de mi novio; sin embargo, tenía la sensación de que, de una forma extraña y repentina, todo sucedía a cámara lenta. No me parecía que fuese necesario echar a correr; teníamos tiempo de sobras para alejarnos de allí, y además era una pena desperdiciar aquella comida.

A mi alrededor todo se movía a gran velocidad. Vi que Albert y Annie se levantaban y corrían hacia donde estaba Albert, al tiempo que nos imploraban a gritos que nos moviéramos. Noté que la mano de Terry seguía apretándome el hombro porque me arrastró para levantarme de la silla. Con la otra mano empujó a Sussana, que estaba de pie a su lado, y la mandó lejos de la mesa.

El caos de sillas caídas y copas rotas debió de producirse en tan solo un segundo o dos, pero durante ese intervalo hice algo muy estúpido: me di la vuelta para mirar por la ventana cómo se acercaba el coche. Avanzaba por el medio de la calle e iba directo hacia la curva —y hacia la entrada del restaurante— sin la menor señal de aminorar la velocidad.

Aquel fue el momento en que Terry me soltó el hombro. Horrorizada, aparté la vista de la ventana y vi que Sussana y él ya se habían alejado un poco. Intenté seguirles, pero tropecé con la silla de Terry, que se había caído y ahora estaba encajonada firmemente contra la columna, bloqueándome la salida.

Forcejeé con la silla frenéticamente, pero lo único que conseguí fue atascarla más entre la mesa y la columna.

— ¡Candy, sal de ahí! —chilló Annie a pleno pulmón.

Empujé y pateé la silla con todas mis fuerzas; el miedo y la adrenalina se apoderaron de mí hasta que al final los sonidos del restaurante se apagaron y lo único que oía era el zumbido de la sangre en mis oídos.

Miré desesperada a Terry y él empezó a acercarse a mí hasta que, por increíble que parezca, Sussana lo agarró del brazo y lo retuvo.

— ¡No, Terry, no! ¡No hay tiempo! ¡Morirás!

Eso sí que lo oí perfectamente, y una parte de mi cerebro, la que no estaba concentrada intentando sobrevivir, procesó lo que Sussana acababa de hacer. Si creía que se lo iba a pasar por alto, estaba pero que muy equivocada.

Pero entonces se oyó otro ruido proveniente de la calle de atrás: el chirrido de unos frenos. Eché un último vistazo y vi que el coche estaba frenando, pero demasiado tarde. El vehículo fue aumentando de tamaño conforme se acercaba a la ventana a toda velocidad, y ahora estaba tan cerca que podía distinguir el rostro aterrorizado de su joven conductor, cuyos ojos llenos de pavor se anticipaban a lo inevitable.

Yo no le vi venir. Debió de moverse con una rapidez increíble para llegar hasta mí. Pasé de estar atrapada en el diminuto espacio entre la silla caída y la ventana a estar rodeada un segundo después por dos fuertes brazos que habían aparecido desde el otro lado de la mesa.

Nunca supe de dónde sacó las fuerzas, pero Albert me levantó del sitio en el que estaba atrapada y me arrastró literalmente por encima de la mesa. Vi su expresión mientras tiraba de mí, sin preocuparse por cómo las botellas y los vasos salían disparados cuando yo pasaba por encima. Sus ojos transmitían un miedo indescriptible y los tendones de su cuello sobresalían como cables debido al esfuerzo que estaba haciendo para atraerme hacia sí.

Me agarré a él e intenté ayudar empujando desesperadamente el mantel con los pies para darme impulso. Entonces oí detrás de nosotros un ruido sordo cuando el coche se salió de la calzada y se subió a la acera.

Albert me lanzó. Esa es la única manera de describir lo que hizo. En un momento dado estaba aún encima de la mesa y justo después me levantaban, me lanzaban como si fuera una muñeca de trapo y caía al suelo a unos pasos de distancia. Pero aquel acto imposible de fuerza y valentía consumió las últimas valiosas milésimas de segundo que transcurrieron entre que el coche se salió de la calzada y se estrelló contra el restaurante.

Albert aún permanecía en plena zona de peligro cuando la ventana estalló detrás de él.

Lo primero que sentí fue el calor. Tenía las piernas inmovilizadas, atrapadas bajo algo pesado que me causaba un dolor que quemaba como fuego. Y parecía haber agua por todas partes; un agua densa y salada que me caía copiosamente por la frente y las mejillas y se me metía en los ojos y la boca. Intenté gritar, pero no emití sonido alguno. Lo único que quedaba en mis pulmones era humo. Alguien gritaba detrás de mí; otra persona lloraba. Intenté volver la cabeza, pero no lograba distinguir con claridad debido a aquel líquido espeso que me cubría los ojos.

Vacilante, intenté frotármelos, pero mi mano quedó cubierta de una resbaladiza capa de sangre. A mi alrededor había una montaña de escombros tan gruesa y densa que no me dejaba ver más allá, donde estaba la gente que lloraba y gritaba. La mitad del coche se había empotrado dentro del restaurante y también me bloqueaba la visión; era imposible comprobar qué quedaba del vehículo destrozado, ya que había una densa niebla de humo proveniente del motor y de la mampostería desintegrada de la pared delantera. Noté que tenía fragmentos de cristal por todo el cuerpo y supe que yacía entre los restos de la ventana.

Oí detrás de mí unas voces desesperadas que gritaban mientras la mampostería y los escombros temblaban y se movían y comprendí que la gente intentaba llegar hasta nosotros. Nosotros. No solo hasta mí; por supuesto que no solo hasta mí. Albert estaba ahí cuando el coche había atravesado la ventana; Albert, que había abandonado su lugar seguro para acudir a salvarme.

Ignoré el hecho de que la sangre empezó a manar más abundantemente cuando moví la cabeza y me las apañé para erguirme unos centímetros y buscarle. La neblina de polvo y humo todavía era demasiado densa, pero me pareció divisar una forma un poco más allá. Había bloques de sillería rotos y una larga pieza de metal retorcida en un ángulo extrañamente sesgado, justo encima de un gran tablón blanco. A medida que mi visión se volvía más nítida, me di cuenta de que no era un tablón, sino lo que quedaba de nuestra mesa. Y la razón por la que no estaba pegada al suelo, sino ladeada en aquel ángulo extraño, era que había algo —o alguien— debajo.

Sin importarme nada más, extendí el brazo haciendo un arco desesperado intentando alcanzar la mesa destrozada y lo que sabía que había debajo. Primero no noté nada, pero luego, durante un instante, rocé con la punta de los dedos algo blando.

— ¡Albert! —Grité con voz ronca—. Albert, ¿eres tú? ¿Me oyes? —No obtuve respuesta—. Albert... —Empecé a llorar; las lágrimas creaban pequeños riachuelos entre la mugre y la sangre de mi cara—. No, Albert, no... Dime algo...

El polvo y los desechos habían empezado a asentarse un poco y podía ver lo suficiente para saber qué era lo que había tocado. El antebrazo de Albert sobresalía en un ángulo extraño por debajo de lo que quedaba de la mesa. Solo veía esa parte de él: el antebrazo y nada más. Parecía aún fuerte y bronceado, igual que un momento antes cuando, no sé cómo, había hallado la fuerza para apartarme del peligro. Pero ahora no se movía... Y, mucho antes de que llegaran las ambulancias, comprendí que jamás volvería a hacerlo.

Continuara...