Resumen: Arthur Kirkland es un estudiante londinense de Cambridge, y para su mala suerte está a punto de reprobar el año. Como si aquello fuera poco, la única forma de evitarlo es inscribirse en un curso de antropología social, impartido por un extraño profesor francés. Lo único que irrita a Arthur más que un francés entrometido, es que ese francés sea Francis Bonnefoy.

Historia hecha a principios del 2010. Ni los personajes, parejas ni ranking se han definido aún; sólo están las ganas y el cariño (además del ocio).


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Como si no fuera suficiente

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Aún era temprano, todavía no obscurecía en Londres y quedaban una buena cantidad de horas para que el sol se escondiera. Eso era bueno considerando que estaban en pleno mes de octubre. No obstante, y para disgusto de Francis, había decidido salir justo en la hora punta. Parecía que todos los ingleses escogían la misma hora para regresar del trabajo a sus casas – cosa poco inteligente, si sabes el ajetreo que se forma en las calles principales -, y a pesar de que él había intentado atrasar lo más posible su salida, para evitarse el mal rato, ahora se encontraba avanzando dificultosamente por la calle Montmouth, cerca de Westminster, en pleno centro de la ciudad.

Había descartado desde un principio la idea de tomar un taxi. Aunque reconocía cierto encanto a los famosos automóviles negros, no estaba dispuesto a pagar sus exorbitantes precios por estar estancado en una avenida; tal y como ahora estaban esos cientos de vehículos, moviéndose apenas unos pocos metros cada diez minutos. Por lo mismo también estaban descartados los autobuses (Francis tampoco estaba dispuesto a rebajarse a tener que usar un medio de transporte tan público e incómodo, si acaso podía evitarlo). Metro tampoco: a las seis de la tarde el subterráneo parecía una cripta común.

¿La solución? Movilizarse a pie; la opción más conveniente y efectiva, además de saludable para su cuerpo.

Por ser otoño cargaba con una chaqueta de cuero liviana encima de su camisa. No se fiaba mucho del clima londinense, aunque en París las cosas no fueran muy distintas por esos días. Como si de pronto hubiera recordado algo, Francis miró el reloj en su muñeca; faltaban poco más de cinco minutos para que dieran las y media. Genial… ahora llegaría tarde a la reunión.

Doblando hacia la derecha, bajando un poco más y siguiendo el curso del río, el francés al fin sintió el alivio de divisar un parque a una cuadra de distancia. Como por arte de magia de pronto todos los bocinazos y murmullos cesaron. Aliviado de que sus oídos pudieran encontrar algo de paz el rubio se adentró en aquel famoso parque. No se podía decir que era igual a Versalles, pero en su conjunto tenía cierta mística. Cruzó la calle y al llegar al otro lado, un barrio relativamente bohemio al que solía ir la gente joven, abrió la puerta de un bar y entró.

Pronto el ruido del exterior se apagó, escuchándose solamente los murmullos de las personas del local. Miró a su alrededor con calma. Al fondo del bar, con cervezas en mano, dos hombres le hacían señas para que se acercara. Francis sonrió de lado y avanzó por entre las demás mesas, sentándose en aquella ocupada por los otros dos.

"Llegas tarde Bonnefoy. Por tu culpa he tenido que pagar dos cervezas, y todo porque el niñato de Antonio no podía esperar a que tú mismo lo invitaras" le espetó uno de los hombres en un inglés con marcado acento alemán. A primera vista llamaba la atención por su condición albina y, si con ello no bastara, por sus extrañas maneras, poco características de los de su país.

"Qué hablador eres Gil. Te recuerdo que fuiste tú quien fue a la barra para hablarle a una de las chicas, y que lo de las cervezas sólo fue una excusa."

Francis se acomodó en su asiento y pidió que le trajeran algo para beber. A su lado sus compañeros ya habían empezado una nueva discusión –o mejor dicho sólo Gilbert, el germano-.

"Supongo que ya sabes que es oficial: me vengo a vivir a Londres," habló Antonio dejando a un lado a Gilbert, que todavía refunfuñaba entre dientes. Dando un sorbo a su vaso continuó: "La empresa necesitaba a un representante en Inglaterra, y como yo era uno de los más joven y no tenía familia que me atase, mi jefe me ofreció como posible candidato. Y aquí me ves. En una o dos semanas me asentaré definitivamente, al menos por lo que queda de año."

"¿Así que finalmente dejas Madrid para acompañarnos?" bromeó el francés. "Será bueno tenerte con nosotros. Así no tendré que gastar tanto en llamadas y al fin tendré a alguien con quién hablar"

"Hey, me parece que te estas olvidando de alguien, viejo. Para tu información, y sólo para recordarte, el único que ha tenido que soportar tus pervertidas historias de fin de semana he sido yo," intervino Gilbert interrumpiéndolos. "No te preocupes sevillitas, que de ahora en adelante contarás con mi increíble persona, y así no te aburrirás tan pronto de esta ciudad".

"En serio se los agradezco muchachos, pero por ahora creo que estaré ocupado con la mudanza. Además, ya te he dicho mil veces Gilbert que no me llames así. No soy de Sevilla, sino de Toledo".

Uno de los que atendían llegó trayéndoles la cerveza restante y, dejándola frente al rubio, se excusó y retiró. Francis tomó la lata y la vació por completo en su vaso, llevándoselo a la boca para calmar un poco la sed.

"Bueno ¿y qué hay de ti?" le preguntó Antonio, acompañado del ceño interrogante del alemán. Llevándose una mano a su cabello Francis se reclinó en la silla y, suspirando, se volvió hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa, jugando con el borde del vaso distraídamente.

"Nada muy interesante que digamos. Lo mismo de siempre: hace poco me llamaron de la universidad de Cambridge, preguntándome si podía hacer un curso de antropología social. Al parecer es para la facultad de Ciencias Políticas, y serán sólo cuatro meses. La paga era buena, así que acepté. Las clases comenzarán la próxima semana, pero aún no he decidido bien qué tema tocar primero". Hubo un breve silencio tras sus palabras. El muchacho de pelo blanco, que hasta entonces no había prestado mucha atención, se aproximó hacia él, acortando el espacio que los separaba.

"Pero hombre, eso no es nada," dijo el español sorprendido. "¡Es genial, me alegro por ti! Qué importa si es por tres, cinco o seis meses, esto hay que celebrarlo."

"Já, lo lamento por los pobres chicos, pero debo reconocer que es una noticia fantástica. ¡Salud por eso!" exclamó el otro, levantando exageradamente su cerveza. "¡Hey mesero, otra ronda para nosotros!" gritó mirando a la barra mientras Francis y Antonio sonreían, empezando así una nueva y más animada conversación.

En seguida llegaron las nuevas bebidas, esta vez una marca alemana a petición exclusiva de Gilbert. Pronto la confianza hizo a un lado la discreción - en parte influida un poco por la cerveza -, y las risas no se hicieron esperar. No dejaban de llamar la atención a pesar de lo común que era ver extranjeros allí: un trío formado por un español, un alemán y un francés hablando tan amistosamente no era cosa de todos los días. Pero no eran los únicos que se divertían. Poco a poco el bar se empezó a llenar de gente, varios de ellos universitarios de los alrededores que venían a relajarse después de una larga jornada.

Francis los miraba disimuladamente. Un grupo de dos chicas y un tío entraron y se sentaron unas mesas más allá. No se veían mucho más jóvenes que él y, sin embargo, no pudo evitar preguntarse si alguno de ellos sería su futuro alumno.


Afuera, a no muchas cuadras de distancia, un inglés caminaba con el ceño fruncido. Llevaba su pelo mojado por una repentina lluvia y un abrigo largo de color gris. Cruzó la calle sin prestar mucha atención y sólo entonces, cuando uno de los automóviles frenó en seco y le tocó la bocina, encolerizado, notó que el semáforo estaba en rojo. Arthur, que a esas alturas no estaba para cortesías, golpeó con su puño el capó del coche y maldijo unas cuantas veces al tipo tras el volante. Hacía frío y necesitaba urgentemente algo que le calmara los nervios. Siguió caminando y decidió entrar al primer lugar que le ofreciera una barra y algo de alcohol – descartando los supermercados, obviamente -.

En la calle las personas avanzaban en un mar de paraguas. Con dificultad se las arregló para pasar por entre la masa y, con algo de alegría, notó que no lejos se encontraba un bar al que solía ir con sus compañeros los fines de semana.

Antes de entrar miró su billetera, asegurándose que llevaba algo de dinero con qué pagar. Tras cerciorarse entró en el local y en seguida se dirigió a la barra. El lugar estaba repleto de gente, pero no le importó.

"Un vaso de ron, por favor" le dijo a una de las chicas sin siquiera levantar la vista. Cansado, se llevó ambas manos a la sien.

Como si no fuera suficiente el hecho de tener que hacer un ensayo, en la facultad le acababan de decir que tenía que inscribirse a más tardar esa misma tarde en un curso de sociología o algo por el estilo, y que necesitaba traer urgentemente una copia de su cédula y pase de estudiante; de lo contrario corría el riesgo de no pasar el año por falta de horas no obligatorias y ramos opcionales. ¡Pero si por algo se llamaban ramos no obligatorios! Arthur estaba inscrito en todas las materias habidas y por haber, todo lo que le ofrecía la facultad, y, sin embargo, estaba a punto de ser reprobado por un inútil ramo opcional.

El inglés le dio un largo sorbo a su vaso con ron, sintiendo cómo el líquido pasaba por su garganta y le quemaba a medida que avanzaba. Un calor se alojó en su estómago, una sensación que, aunque no podía definirla como agradable, le era muy familiar y casi aliviante. Por suerte había alcanzado a hacer todos los trámites de inscripción; ahora sólo tenía que arreglárselas para dejar libres las horas en que era el curso y así poder asistir, al menos, al mínimo de clases necesarias para aprobarlo.

A su lado se sentaron dos hombres con aspecto de empresarios que molestaban y reían fuertemente. Arthur puso los ojos en blanco y se volteó, dándoles la espalda. Sólo por hoy se daría el gusto de odiar a todo y a todos, a pesar de que se consideraba un inglés orgulloso y devoto de las buenas costumbres. Aquel día había sido uno de aquellos en los que, de haber sabido, se habría quedado en casa.

"Tráeme otro del mismo," ordenó al primer chico que se le cruzó por el frente, agitando su ahora vaso vacío.


A unas pocas mesas de distancia Francis observaba el ir y venir de la gente. Ya había calculado que por cada cuatro hombres entraban tres mujeres, y que la mayoría venía en grupos impares en donde los beneficiados solían ser los primeros. De pronto el sonido de un ligero portazo llamó su atención, y como estaba de espaldas a la pared miró con disimulo hacia la entrada. Sus ojos se posaron, curiosos, sobre un muchacho joven, sin duda el responsable de aquel portazo. Llevaba un abrigo grueso y su pelo - tan o más claro que el suyo – húmedo, al igual que sus zapatos. Contempló por unos instantes al desafortunado, que acababa de llevarse a la boca un buen trago de ron. Francis se llevó una mano a la barbilla, intrigado por aquel muchacho.

"Francis… que te has quedado pegado," murmuró Antonio a su lado, chasqueando los dedos justo encima de su cara. El francés volvió en sí un tanto descolocado, disculpándose por su falta de atención. "No pasa nada, sólo que no he podido aguantar las ganas de asustarte," rió por lo bajo el moreno. "¿Y qué estabas mirando con tanto interés?" le preguntó curioso, volteando a ver hacia donde segundo antes había estado mirando su amigo.

"Eh… nada, sólo miraba a la gente de afuera. Me preguntaba qué clase de persona era la que entraba a este lugar," contestó esquivo.

"Pero qué perdida de tiempo, Bonnefoy. Yo en tu lugar preferiría echarle un vistazo a aquella chica del mesón, pero conociéndote seguro que estabas más interesado en verle el culo a un tío," dijo Gilbert, acabando en una sonora carcajada.

"Vale, vale. Me han pillado," reconoció Francis encogiéndose de hombres, siguiéndoles el juego. En seguida sus dos compañeros rompieron en risotadas burlándose de él.

"Oye, ya basta de bromas o nos echarán de aquí," repuso el español al ver que algunos los miraban con cara de pocos amigos. "De todos modos, creo que ya es hora de irme. Aún me queda por desembalar algunas cajas y si no lo hago hoy de seguro que luego ni me acordaré de ellas".

"¿Tan pronto y ya te vas? Qué aguafiestas eres Antonio," bufó Gilbert en tono acusador. "En fin, si él se va yo también. No es nada personal contigo Francis, pero en unos minutos empezarán a dar un programa, ese de los ricos que deciden hacerse mendigos y todo eso. Hay uno que cada vez que lo enfoca la cámara empieza a llorar como un becerrito. Es graciosísimo, tendrías que verlo".

Ambos se pusieron de pie, y tras despedirse y quedar para una próxima vez, luego de que Antonio volviese de España, se fueron del bar dejándolo solo. El francés miró cómo se alejaban por la acera, hasta que los perdió de vista. Durante unos minutos se quedo ahí, sin pensar en nada en especial, hasta que dos hombres armaron un pequeño lió y el encargado tuvo que sacarlos del bar bajo amenazas. Pasada la primera impresión todo volvió a la normalidad. Los clientes volvían a retomar sus conversaciones y algunos de ellos abandonaban el local para irse a sus casas. Sólo por curiosidad Francis desvió su rostro hacia la barra, y se sorprendió al encontrar al mismo inglés del portazo todavía sentado, sosteniendo entre sus manos un vaso de ron. ¿Cuántos se habría alcanzado tomar ya?

Francis se levantó, atraído por el curioso personaje, y pasando a la barra para cancelar su cuenta se colocó a su lado. Lo que Francis no sabía era que aquel inglés no estaba del mejor ánimo, y que si bien sus intenciones podían ser buenas – bueno… al menos lo eran en Francia – aquello podía terminar de forma muy poco glamorosa.

Arthur, que todavía estaba en sus cinco sentidos -aunque con cierta precariedad-, se encontraba bastante a gusto en compañía de su bebida. Por lo mismo, cuando sintió que alguien se colocaba a su lado, frunció el ceño y decidió ignorarlo. Supuso que sólo estaban pidiendo la cuenta y que pronto se marcharía. En efecto, el sujeto pidió la cuenta y Arthur notó un leve acento nasal que le provocó un ligero escalofrío.

Francés.

Genial. Como si ya no hubiera tenido bastante con sus propias desgracias, ahora tenía a su lado a un molestoso francés. No era que tuviera algún reparo en Francia, no. Es más, incluso gustaba de la buena comida y el nivel cultural de su capital, en especial del arte, pero nunca había podido aguantar a un galo por más de quince minutos. De pronto un olor a perfume empezó a escocerle en la nariz, mezclado con un ligero no sé qué a vino. El rubio tosió a causa de la picazón que, inexplicablemente, había bajado hasta su garganta. Maldijo de forma ininteligible, bebiendo al seco lo que le quedaba de ron.

"Disculpa, ¿sabes a dónde se ha ido la chica que atendía la caja?" le preguntó una voz ronca a sus espaldas.

Arthur cerró los ojos respirando hondo. Habría querido decir algo como Why are you bloody bothering me o Go away frog, sin embargo lo que salió de su boca fue un simple, pero equivalente "¿Qué es lo que quieres?", seguido de una mirada furibunda.

Sin embargo su intento de ahuyentar al otro no surtió el efecto esperado. Al contrario, quién se sorprendió fue él mismo, que no esperaba encontrarse con un hombre de cabello rubio, largo, a tan poca distancia. En un principio Arthur creyó que el alcohol le estaba jugando una mala pasada y que sólo se trataba de una muchacha, pero la idea pronto fue descartada. Turbado por la invasión logró articular, con dificultad, unos cuántos monosílabos, lo que lo irritó aún más.

"Que si sabes a dónde se ha ido la chica del mesón," le volvió a repetir el francés en un inglés bastante fluido.

"No. No lo sé y tampoco me interesa" contestó secamente, haciendo un gesto al mozo para que le llenara de nuevo el vaso. Al no tener una respuesta inmediata el británico creyó haber alejado al hombre, pero su voz volvió a llegar a sus oídos.

"¿No crees que ya has bebido bastante?" le dijo sentándose a su lado, apoyando su codo sobre la barra y en la mano su rostro. Ahora sí que Arthur estaba realmente fastidiado. ¿Quién diablos se creía aquel turista para venir a cuestionar cuánto y cómo bebía?

"Si tienes alguna sugerencia a mi forma de beber puedes ahorrártela. No la necesito" le espetó cortante.

"Lo siento, no era mi intención molestarte. Sólo te vi desde mi mesa y quise hablar un poco. Espero no haber sido impertinente."

Por poco evitó atragantarse con el líquido. Era estupendo. Simplemente fantástico. Primero lo aborda de la nada un francés y ahora resulta que quiere ligar con él. "No me malinterpretes," volvió a hablar el hombre, "es sólo que no pude evitar notar la forma en que entraste. No pareces muy contento que digamos."

"Ni tampoco pretendía parecerlo," murmuró con desinterés.

Tal vez este chico no era el indicado para lo que Francis había tenido en mente. Aún así no podía negar que resultaba interesante y que, de alguna forma, empatizaba con él. Cayendo su error el francés se dio vuelta en el taburete y pidió una copa de champaña.

"¿Qué es lo que haces? Creí que lo que querías era pedir la cuenta para largarte," le dijo el rubio con cara de pocos amigos, disimulando su curiosidad.

"Si, es verdad. Pero algo que no sea cerveza me sentará bien. Además, el ron no viene conmigo"

"No pensaba invitarte, tampoco" contestó desviando la mirada. "Pero al fin y al cabo no me incumbe. Si tanto lo deseas, eres libre de sentarte donde te plazca".

Francis sonrió satisfecho; al menos aquello ya era un avance. A pesar de resistencia inicial y de sus insultos pronto entablaron una escueta conversación. De esa forma Francis supo que el nombre del inglés era Arthur, y que desde hace varios años vivía en Londres. El tipo no era tan hosco como aparentaba a primera vista, pero sí gustaba del sarcasmo y a veces resultaba bastante susceptible. Presumió también que la facilidad con la que pasaba de un estado anímico a otro se debía, en parte, a la enorme cantidad de alcohol que tenía en el cuerpo.

Debieron quedarse conversando por largo tiempo, porque cuando Francis volvió a mirar el reloj que colgaba en la pared ya era casi la medianoche.

"¿Qué es lo que estás mirando?" repuso Arthur, con la voz un poco rasposa. "¿Acaso la Cenicienta debe ir a alguna parte?"

El francés rió por lo bajo "No hoy," contestó, "pero ya es tarde y sería bueno que te llevara a casa".

"Aguarda un minuto. Nadie te ha pedido que me acompañes a mi casa ni nada por el estilo, así que puedes guardarte tus amabilidades para la próxima doncella que se te pase por delante. No necesito de tu caridad."

"No puedes irte solo en esas condicionas. Aunque llegaras a tu casa no conseguirías meter la llave en la cerradura."

"Eso está por verse," le contestó levantándose del asiento, y para mala suerte que, en cuanto puso los pies en el suelo, todo el ron que había tomado de pronto se le subió a la cabeza, haciéndole perder el equilibrio. Francis alcanzó a agarrarlo al vuelo, sujetándolo de los hombros.

"Fuck," gruñó Arthur arrimado a la camisa del otro, sintiendo de nuevo el olor al molesto perfume. Su cabeza le estaba empezando a doler y le costaba trabajo enfocar la vista, así como coordinar sus movimientos. A regañadientes el francés logró convencerlo de salir del lugar, para luego llamar a un taxi que lo dejara en su casa. "Quítate… aún puedo andar por mí mismo, gracias," ironizó el muchacho, avanzando con dificultad hasta la puerta. Francis pidió la cuenta y, tras pagar cerca de treinta libras sólo en alcohol, salió tras él.

Afuera había dejado de llover; las calles ya estaban secas pero la humedad y el frío del ambiente aún podían sentirse. Arthur se las había arreglado para colocarse su abrigo mientras esperaba, quieto, apoyándose ligeramente en un poste de luz intentando pasar desapercibido. Por suerte a esas horas ya no transitaban muchas personas y la oscuridad disimulaba su rostro, sonrojado por la bebida. Subiéndose el cierre de la chaqueta y enrollando una bufanda alrededor de su cuello, Francis avanzó por la acera colocándose a su lado.

"Toma," murmuró Arthur extendiéndole un billete de veinte. "¿Qué pasa? Te he dicho que lo tomes. No acostumbro a dejar que paguen por mí."

"Guárdate tu dinero," le respondió. "Considéralo una invitación. Tal vez la próxima vez que nos veamos dejaré que pagues tú".

"No seas idiota y cállate," murmuró el inglés metiéndose el dinero al bolsillo, mientras las risas del mayor hacían que se ruborizase aún más de lo que estaba.

Un coche pasó cerca de ellos y el francés lo hizo parar. Arthur intentó sostenerse por sí solo, pero el suelo todavía se movía bajo sus pies. Apoyándose en el vehículo abrió con dificultad la puerta trasera, pero antes de que pudiera subirse Francis lo sujetó del brazo.

"¿Sabes a dónde tienes que ir verdad?" le preguntó levantando una ceja. Arthur lo miró furioso, ¿por quién lo tomaba que no podía llegar ni a su propia casa?

"Claro que lo sé, imbécil. Como si no supiera dónde vivo," bufó el británico, y al ver que el otro aún no lo soltaba puso los ojos en blanco, recitando monótonamente: "Southampton row, 618ht, Bloomsbury. ¿Contento ahora?"

"Ahora sí," sonrió sujetando la puerta del taxi, guiñándole un ojo. "Discúlpenos, buen hombre, ¿puede llevarnos a la 618 de Southampton row?" le dijo al conductor mientras Arthur lo miraba horrorizado. El hombre asintió y Francis le hizo un gesto al inglés para que le dejara un espacio libre.

"¿P-pero qué diablos estás haciendo?" inquirió el rubio atónito, mientras éste cerraba la puerta y se acomodaba en el asiento. Para desgracia de Arthur el taxi ya se había puesto en marcha.

"Mis principios no me permiten dejar a alguien ebrio a su suerte, menos a la medianoche. Te acompañaré hasta tu casa y luego me iré a la mía," le contestó con suficiencia, cancelando por anticipado al conductor.

"Ni de broma, francés demente" dijo alarmado. "O haces que se detenga el maldito coche o llamo a la policía aquí mismo," lo amenazó sacando su teléfono móvil. Francis suspiró y con un rápido movimiento le quitó el aparato de las manos.

"Cálmate y deja de ser tan testarudo. No tengo mayores pretensiones contigo, mon ami ," le aclaró guardando el móvil en su pantalón. Luego se volteó hacia Arthur, y mirándolo a los ojos, sonriendo, susurró: "… siempre y cuando no quieras lo contrario, claro".

Arthur tragó en seco, arrimándose lo más que pudo al otro extremo de la cabina, olvidándose por un momento de su teléfono. Dándose por vencido el joven se puso a mirar el paisaje nocturno desde la ventana. Siguieron calle arriba, pasando por el sector comercial del centro de la ciudad hasta llegar a la plaza Picaddily. Allí los carteles de neón iluminaron su rostro, resistiéndose eternamente a la oscuridad de la noche. Durante el resto del trayecto ninguno de los dos dijo nada, y todavía molesto con el francés Arthur decidió ignorarlo, por lo menos hasta llegar a su destino.

Lo bueno era que a esas horas ya no había tráfico y el tiempo que tardaron en llegar fue mucho menor al usual. Cuando quedaban pocas cuadras para llegar el inglés se cruzó de brazos y, entre los cambios de luces y sombras, lanzó una mirada furtiva a su acompañante. Era joven, no parecía tener muchos años más que él; llevaba una melena larga y rubia, suelta, y una barba que fingía estar descuidada. Olía a perfume caro – eso ya lo había notado – y pinta de ser galán, o el típico tío que anda por la vida exhibiendo su enorme ego a todo el que se le cruce por delante. Arthur bufó. Sin embargo el gesto en su rostro era despreocupado, casi podía decirse que feliz… y un tanto delicado. El británico apoyó su mejilla en el cristal de la ventana, fatigado, y notó que ya estaban por llegar.

"Aquí está bien," murmuró Arthur, con la voz más ronca de lo que hubiese querido. El coche se detuvo frente a un conjunto de casas, una al lado de la otra, todas iguales y de ladrillos, que se extendían por toda la cuadra.

Salió del taxi seguido de cerca por Francis. El coche se marchó y ambos hombres se quedaron solos en medio de la calle, cambiando la comodidad del vehículo por la intemperie. Arthur avanzó a paso lento, indeciso, procurando fijarse bien en dónde pisaba y cómo balanceaba su cuerpo. Sintió pasos que se acercaban y que alguien le tomaba del brazo y lo pasaba alrededor de su cuello, ayudándolo a caminar.

"¿Cuál de todas es tu casa?" le preguntó Francis cargando con la mayor parte de su peso, entregado casi por completo a los efectos del alcohol.

"Eso sí que no" balbuceó Arthur, haciéndolo a un lado. "De aquí en más me las arreglo yo. Tú puedes irte marchando" articuló pastoso. El otro levantó una ceja, incrédulo.

"Apostaría a que si te dejo, no podrías subir la escalera de la puerta por ti mismo. Vamos, que no pienso morderte," dijo, volviendo a tomarlo por la cintura, echando su brazo sobre su espalda. "Si no me dejas hacerlo no te devolveré tu móvil."

Esta vez no hubo tantas protestas, y tras indicarle el piso a su izquierda ambos se las arreglaron para llegar al 618. Arthur metió la mano a su bolsillo buscando las llaves de la casa para que, tal como se lo había prometido en un principio, el francés le devolviese su teléfono. Cuando al fin dio con las malditas llaves, antes de entrar –aún apoyándose en la espalda de aquel sapo con pinta de metrosexual-, recordó que aún no sabía el nombre de su insufrible acompañante.

"Francis, Francis Bonnefoy," le respondió, justo a tiempo que cedía la cerradura "Encantado."

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Tal vez más de alguno tenga que ir a revisar un mapa de Londres, ¡lo siento! Espero les haya gustado. Lamentablemente no puedo asegurar cuándo vendrá la segunda parte.

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