AMOS DEL MAR

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
José de Espronceda

PRIMERA PARTE:

NUEVA ESPAÑA

1

Premonición

Los ojos de la joven se abrieron, turbados, mirando el techo con el cuerpo paralizado y extendido sobre el esponjoso lecho. Su pecho subía y bajaba al compás de una respiración pesada y fatigada, y podía sentir bajo las sábanas y el camisón una ligera capa de sudor frío. Tragó saliva un par de veces y por fin, logró parpadear, saliendo así de su angustiante letargo.

Acababa de tener una pesadilla; soñó con galeones imponentes que surcaban por oscuras olas, agitadas por una furiosa tormenta contra la cual los navíos luchaban en un vaivén sin sentido. Los galeones chocaban entre ellos, y su rico contenido se vertía en las lóbregas aguas y las voces de los hombres que viajaban en ellos gritaban aterrorizados, pidiéndose socorro mutuamente. Entonces, sobreponiéndose a la ferocidad del mar aparecía una balandra, sagaz y rápida que remontaba las olas con la facilidad que un gato al andar por los tejados, y los hombres de los galeones le hacían gestos para llamar su atención, pero de súbito, sus algarabías se tornaban en lamentos llenos de horror y un fuego chispeante acompañado del sonido atronador de cañones coloreaba la escena de rojo y oro, y al final, entre los navíos despedazados, la balandra navegaba triunfante, con su bandera negra ondeando en el mástil y la risa enloquecida de un hombre quebrando el tétrico silencio.

Ella prefería no pensar en todo eso mientras se incorporaba, aún arrebujada en las sábanas mientras buscaba a tientas, sobre su mesita de noche, la jarra tallada para servirse de beber y apagar un poco la fiebre. Nunca había tenido pesadillas tan vívidas como esa, y entre más lo pensaba más real le parecía, casi podía oler la pólvora, el agua salina, palpar las olas frías y los restos de madera quemados flotando en la nada. Pero lo que realmente le perturbaba era aquélla risa cruel, maniática, que había hecho de ese trágico cuadro una mofa despiadada y que parecía perseguirla, aún fuera del mundo de los sueños.

Casi se le resbaló el vaso de las manos cuando oyó unos llamados insistentes en la puerta.

-¿María? ¿María, estás despierta?

La voz siempre amable de su progenitor calmó sus alterados nervios y sonrió, suspirando como si en el aire dejara ir el tóxico recuerdo de la pesadilla.

-Sí, padre. –contestó, dejando el vaso de vuelta en la mesa y ocultándose pudorosamente en la cama, cubriendo su pecho con las sábanas. –Adelante.

La puerta se abrió y el padre de María entró, aplastándose el cabello con la mano. Era un hombre bastante atractivo, aún entre los españoles, con los ojos de un espléndido color verde y el cabello castaño, apenas más claro que el de la jovencita que le sonreía expectante en la cama; era para ella un alivio verlo, las sombras de sus terrores nocturnos se disipaban con su presencia.

-Es un poco tarde para seguir dormida, ¿no lo crees? –le reprochó el mayor sentándose sobre el lecho, mirando a su hija con una sonrisita indulgente.

-Perdón, padre, es que aún no me acostumbro a los sonidos nocturnos. –se disculpó María. Llevaban poco más de una semana viviendo en una extensa y hermosa casa cerca del mar, que a pesar de su lejanía con el puerto recibía bien la vista y el sonido provenientes de la playa, de sus trabajadores y del océano.

-Ah, mi niña. –suspiró resignado el hombre, acariciando la cabeza de la jovencita revolviéndole un poco el pelo. –Ya te acostumbrarás, y si no… Bien, no nos quedaremos para siempre. Hoy mismo iré a entrevistarme con la compañía y después, según me respondan, nos quedaremos un poco más o volveremos a la capital pasado mañana. ¿Está bien?

María asintió. Su padre se levantó y se dirigió con paso firme a la puerta, buscando desde el resquicio a alguna criada. La jovencita, aún acurrucada, no sabía muy bien qué hacer; en el fondo, deseaba contarle a su padre lo de su pesadilla con la intención de que sus palabras la calmaran, pero sonaba arriesgado, pues tampoco estaba muy dispuesta a rememorar las imágenes de su mente.

-Hmm, ¿padre?

-Dime, mi niña… -replicó distraído.

-Tuve… un sueño anoche. –continuó, deteniéndose para armarse de valor luego de recibir un seco "ajá" como respuesta. –Hmm… bueno, era una pesadilla muy molesta. Soñé que había dos galeones…

-Ah, dos galeones, qué bonito, querida.

-Padre. –gruñó como reproche al darse cuenta que su progenitor no estaba atendiéndola mucho que digamos. –Los galeones estaban en medio de una tormenta y empezaron a hundirse, pero de pronto apareció un barco más pequeño y… -hizo una pausa, cerrando los ojos. –Los bombardeó. Los destruyó, padre.

El mayor se volvió con una sonrisa apaciguadora.

-Fue un sueño solamente, querida. Es verdad, a veces en altamar suceden accidentes desagradables… y tragedias. –añadió en un repentinamente amargo tono, pero sacudió la cabeza y agregó optimista: -Pero eso no es muy común, los barcos que parten de Cádiz hasta aquí y de revés van bien protegidos.

No fue lo que María esperaba, pero al menos se calmó al ver que su padre se tomaba a la ligera esos detalles. Sin embargo debió decirle algo más, hablarle de la bandera negra con la calavera, o de esa horripilante risa…

Sus pensamientos se interrumpieron cuando una menuda criada entró haciendo reverencias exageradas a su padre.

-Don Antonio… niña María. –saludó antes de apresurarse al biombo para buscar las prendas íntimas. Antonio se despidió con un gesto de su hija y salió, cambiando su sonrisa por una mueca de triste nostalgia. Sí, en la mar ocurren siempre muchas desgracias, algunas más tristes que otras… y él deseaba más que nadie no volver a poner un pie en un barco jamás.

Antonio bajó las escaleras y salió de la casa, recordándole brevemente a sus criados que cuidasen bien de su hija hasta su retorno, mientras tomaba su sombrero y su bastón.

-Cuidado que no vaya a salir, y si lo hace ya lo saben, que no se acerque a la bahía. ¿Bien?

-Bien, don Antonio. –replicó su portero, de todos los criados el de mayor edad. -¿Vendrá hoy el señorito Fernando?

-¿El qué?... ¡Ah! Sí, ya que me recuerdan… No, no creo que tenga intenciones de venir, pero si lo hace… -hizo un gesto de hastío antes de subir a su carruaje, algo trastornado pro ese repentino recordatorio. Fernando era el hijo del gobernador, un muchacho apuesto y de aspecto frágil, que desde más o menos los trece años buscaba a María con una obsesión que en principio a Antonio le pareció graciosa, pero que ahora lo ponía de mal humor y le provocaba sinceras pinzadas de celos. Decidió borrar la imagen del mozo de su cabeza y ponerse a repasar las ganancias de la compañía, esperando conseguir un aumento luego de que el retraso de sus galeones le provocaran tal descalabro.

La verdad es que Antonio llevaba poco tiempo en el negocio, más o menos lo mismo que tenía María de edad; sus riquezas las había amasado con grandes penurias que ningún aristócrata remilgado comprendería, y las defendía y sopesaba obsesivamente, a tal punto que Luciano a veces comentaba, con pesimismo, que estaba exagerando. Luciano era otro punto clave, era su "hermano mayor", o así lo llamaba desde pequeño porque habían vivido juntos en Europa… Hacía mucho que no sabía de él, al menos no lo había visto desde hacía un par de años, pero no desconocía que él también había probado suerte en el Nuevo Mundo y poseía una plantación en el Brasil.

El carruaje se detuvo orillado a una calle extensa de piedra polvorosa por la que circulaban otros iguales y algunos caballos mestizos con gente de medio pelo que tomaban el mismo camino para alcanzar el puerto. Desde esa distancia, el puerto de Veracruz era visible, con sus galeones y sus bergantines esperando pacientes a ser cargados o descargados, con mulatos, negros y otras castas cargando en sus anchas y curtidas espaldas los tesoros que iban a la madre patria o que volvían, en pago por su extracción. La gloria de Nueva España era la gloria de todo el imperio en esa época.

Antonio, calándose primero bien los zapatos con unos golpecitos, bajó del carruaje y subió las escalerillas que llevaban a una caseta un poco más grande que otras aledañas, la entrada a la oficina de la compañía de barcos en que había puesto su capital. El administrador del lugar, José Montenegro, se apresuró a levantarse para saludarlo apenas verlo; era un hombre ya entrado en años, con el pelo blanco y sedoso y unos anteojos diminutos que resbalaban por el delgado puente de su nariz.

-¡Señor Carriedo, buen día tenga usted! –saludó con la voz más ronca que de costumbre, apretando la mano del recién llegado y llevándola a sus labios para besarla como si estuviera frente al virrey. Y es que, en todo el virreinato, Antonio era de los hombres más ricos. Aún así el hombre de menor edad se cohibió.

-Señor Montenegro, por favor… -repuso con pena hasta que el anciano le soltó y volvió renqueando a su escritorio. –Espero que haya recibido mi mensaje con la hora de llegada.

-Sí, sí, lo hice, y justamente estaba terminando de ordenar vuestros papeles. –Montenegro apartó con un manotazo una pila de papeles viejos y roídos para dejar espacio entre él y Antonio, quien luego de tomar asiento recibió sendas carpetas lacadas; no tenían cuentas, ni siquiera mencionaban precios de ningún tipo, y se extrañó al leer la firma de la Asamblea, poderosa cabeza del comercio en todo el Occidente.

-¿Qué es todo esto? ¿Realmente es mío? –preguntó mientras revoloteaba entre las hojas.

-Señor Carriedo… La cosa es que ha sucedido un inconveniente con vuestros galeones. –musitó el administrador, visiblemente nervioso. Y razones tuvo cuando Antonio despegó los ojos de la carpeta y los dirigió a él con ferocidad.

-¿Qué inconveniente?

-En el… -el administrador carraspeó, retorciéndose las manos con agitación. –En el paso por las Antillas hubo un… accidente, por llamarlo así.

-¿Por llamarlo así? ¿Qué clase de evento puede ser llamado accidente, según usted? –replicó Antonio sin darse cuenta que elevaba la voz.

-¡Fue inesperado! Al parecer hubo una tormenta, una muy fuerte; los galeones estaban cerca de… de… -entre los papeles que había apartado, buscó hasta dar con un pequeño y arrugado mapa, ya muy amarillo por el tiempo y que extendió frente al cada vez más molesto Antonio. –Aquí, ¿lo ve usted? Estaban cerca de Santo Domingo, imagino que pensaban fondear en ese lugar…

-Sí, ya lo veo. ¿Y cuál fue el problema, encallaron acaso?

-Ah… no. S… Señor Carriedo, de verdad que me apena deciros estas noticias pero… Los galeones se… se hundieron. Así.

Antonio se levantó de golpe, con las manos cerradas alrededor del borde del escritorio con tanta fuerza que los nudillos empezaron a ponérsele blancos. Dos galeones enteros con una fortuna de casi tres millones se había precipitado al mar, y estando tan cerca de tierra… Las coordenadas señaladas por Montenegro no podían estar erróneas, los barcos estaban lo suficientemente próximos a tierra como para detenerse, ¿porqué no lo hicieron?

-¿Es que acaso sus navegantes son idiotas? –gruñó, con las manos temblorosas por la presión. -¿No pudieron dirigir la proa a Santo Domingo y quedarse ahí hasta que pasara el maldito oleaje?

-La cosa es que…

-¡La cosa es que acabo de perder tres millones de pesos porque sus trabajadores fueron lo suficientemente estúpidos como para quedarse dando vueltas en una tormenta en vez de tocar puerto, eso es lo que pasa!

-¡Señor Carriedo, cálmese…! –suplicó Montenegro. –No es tampoco algo bueno para mí, mi garantía siempre ha sido…

-¡Al cuerno su garantía! ¡Al menos quiero saber si algo de los galeones tocó tierra!

-S… Sí que tocaron, señor, apenas unos restos… Pero hay algo más, otra cosa que me preocupa demasiado. –por un momento, la ira de Antonio descendió lo suficiente para comprender las nerviosas palabras del administrador. –Mire, tome asiento por favor… ¿gusta algo de tomar?

-No… no. Termine de explicarse, Montenegro. –repuso dejándose caer en la silla.

-Señor Carriedo… -continuó con voz trémula, haciendo girar el mapa entre sus manos. –Esto que voy a contarle aún no lo he transmitido a las autoridades y mucho menos a la Asamblea. Esperaba vuestra aprobación para informar a los gobernadores de las colonias y al rey, porque me temo que estamos en medio de un asunto muy, muy delicado…

-Explíquese ya, hombre.

-Sí. Bueno, los… los vigías de Santo Domingo creen haber visto otra cosa más preocupante en medio de la tormenta, algo… peligroso. Por supuesto pudieron equivocarse y ver algo erróneo, una sombra, un reflejo de luz… -al ver el ceño impaciente de Carriedo, el administrador se lamió los labios y apresuró su relato. –Entre los dos galeones hubo una colisión muy fuerte, sus mástiles se trabaron y quedaron así sujetos en medio de las olas, pero entonces… se separaron.

-¿Y eso qué tiene de raro? La marea o los capitanes pudieron haberlos destrabado. –replicó Antonio con hastío.

-No, señor mío, no fue ni lo uno ni lo otro. Vieron en medio de la noche un destello, y aunque la tormenta ahogaba cualquier sonido esas luces no podían venir de otro sitio que no fueran cañones. Fue cuando los galeones se soltaron y comenzaron a hundirse, despedazados… Y entonces… -agregó, y su voz tembló con gran espanto. –Y entonces vieron surgir de entre sus restos un tercer barco, mucho más pequeño que remontaba las olas sin sufrir, y el barco estuvo navegando, ¿me oye usted? Navegando por encima de los galeones, sentado a sus anchas sobre sus restos, y estuvo ahí por unos diez minutos antes de desaparecerse, siguiendo hacia el suroeste sin siquiera fondear.

-¿Ahora va a decirme que mis galeones fueron hundidos por una nave fantasma?

-Ojalá. Pero es algo peor… Siga usted las coordenadas y verá lo cerca que estaban de… aquí.

El dedo del administrador se colocó sobre un punto algo distante de Santo Domingo, casi paralelo a éste, y Antonio se acercó para leer los nombres escritos en éste. Entendió, con gran repulsión y una sensación de vértigo, qué era lo que había asustado tanto a su interlocutor. Cuando por fin recuperó la voz alcanzó a murmurar:

-Piratas.

-Y se han avistado algunos cuantos en esta zona, apenas unos botecillos que se dedican al pillaje en pueblos costeros sin protección. Pero el barco aún a distancia descrito por los vigías era demasiado grande, lo suficiente para interponerse al viento pero tan ligero que se subía y se bajaba por el mar como un pez. Señor mío, yo no creo en chismorreos de campesinos, pero solo hay un barco capaz de hacer tales proezas y salir bien librado…

-Maldición del mar… -Antonio sintió como si una cubeta de agua helada le hubiera caído por la espalda, y miraba a la nada con las pupilas encogidas. Sentía un horror indescriptible, pueril en muchos sentidos y a la vez tan real que no hacía sino ir en aumento. Él sabía el nombre de ese barco maldito, y los rumores sobre quién lo dominaba eran parte del terror de España, un terror que podía sentir correr como un veneno paralizante por sus venas.

Pero eso era imposible, debía tratarse de un error. Decidió concentrarse de nuevo en la parte práctica del asunto y trató de controlar su voz mientras preguntaba:

-¿Y… los galeones… los restos, cómo los encontraron?

-¿Cómo será, mi señor? Despedazados, calcinados… como si el infierno los hubiera escupido.

-¿Y su carga? ¿No apareció nada de su… su carga?

El administrador se pasó una mano por la barbilla, meditabundo con la mirada turbada. Luego, se dio media vuelta y avanzó despacio hasta un archivero que tenía a sus espaldas.

-Sí… -contestó aún entretenido. –Hubo una cosa, una sola que logró librarse, pero es tan… tan extraña que no supe si quedármela o echarla a la basura. Ni siquiera creo que tenga algún valor, así que… ¿porqué salvarla? –se volvió, llevando en la mano una botella bien sellada y a la cual, atado al cuello, iba un collar. Era un collar muy sencillo, formado con diez pequeñas conchas con forma de tenaza y que coronaban a una idéntica, de mayor tamaño.

Antonio sujetó el collar, revisándolo. Eran conchas reales, pero algún artesano las había revestido con un suave barniz, seguramente para darle más valor. Juraba haber visto alguna vez una concha parecida pero no recordaba donde, y algo en su aspecto lo hacía lucir regio, salvaje, desconocido y hermoso. La concha más grande y gruesa había sido teñida, además, con barniz oscuro que le llenaba de motas, como para resaltarla por encima del color marfil de las otras.

-¿Y bien? –preguntó Montenegro un poco impaciente. -¿Alguna idea de porqué querrían salvar eso?

-No. La verdad es que no. –musitó su interlocutor, que retiró el collar de la botella. -¿De verdad no salió a flote nada más?

-Nada que nuestros hombres pudieran coger, señor Carriedo. Pero es tan extraño, ¿porqué salvarían una cosa así? ¿Qué propósito tendría?

El español más joven guardó silencio, pensativo. Conchas y corales formaban parte de muchas antiguas historias en esas tierras, pero no daba con alguna en específico; recordó un día en un joven puerto, y a él mismo caminando descalzo por la playa, y con la imagen apareció el borroso rostro de una mujer anciana.

-Dígame, Montenegro, ¿en ese galeón viajaban nativos?

-Seguro, señor Carriedo; a veces hacen los trabajos más pesados del barco. ¿Porqué?

-Para ellos, las conchas tienen un significado especial. –continuó, sopesando el collar. –Eran los adornos de los guerreros y de los nobles, los usaban para hacer música, las embellecían para volverlas broches o formar parte de tocados y de máscaras. Para ellos, la espiral del caracol simbolizaba lo eterno, lo divino, y por eso su interior era tan apreciado y tan misterioso.

-¿Cree vos entonces que los nativos salvaron este collar porque para ellos es sagrado? –inquirió burlón.

-Es posible. No encuentro otra razón porque aún a la venta esta cosa no valdría demasiado.

-Vaya pena, hemos perdido más de lo que hemos recuperado. –protestó el administrador. Antonio todavía tenía la vista fija en el collar; no valía nada, entonces ¿porqué lo sujetaba con tanta delicadeza como si fuera una joya? Tal vez algo tenía que ver con sus memorias de antaño, con la voz de esa mujer indígena a orillas del mar. -¿Y qué hará con eso, señor Carriedo?

-Creo… que me la llevaré. –dijo por fin.

-¡Pero señor, vos mismo ha dicho que no vale ni dos perras!

-¿Y qué sugiere que lo haga? Lo justo sería rastrear a la familia del desdichado que poseía esto, y usted y yo sabemos que eso es imposible. Echarlo a la basura suena como una buena opción, pero ya encontraré un buen destino para este pobre náufrago.

-Señor, insisto, ¿de qué le vale?

-No sea despiadado, recuerde que es un sobreviviente a un ataque pirata. –contestó sardónico antes de salir de la caseta hasta su carruaje.

Tenía demasiadas cosas en qué pensar. Dos galeones hundidos, por una tormenta o por un ilusorio ataque pirata; eso último se le antojaba irreal, en el Caribe había filibusteros pero nunca se habían aproximado tanto a tierra a no ser que pensaran llevar a cabo sus canalladas en los puertos. Y peor aún, ¿cuándo se había escuchado que alguno de ellos pusiera pie en Nueva España? Recordó la infame historia de un corsario francés que se llevó el premio mayor al atacar los galeones que el conquistador Cortés había obtenido de la ciudad gloriosa de los aztecas, despojando de una vez a España su derecho legítimo sobre ese tesoro.

Luego estaban las pérdidas. Tres millones… ¿devorados por el mar o en manos de filibusteros? La incógnita lo enloquecía, lo molestaba, un ataque pirata hacia un navío estando tan cerca de un puerto era algo aislado, siempre tocaban tierra o peleaban en altamar, ¿para qué arriesgarse a ser descubiertos o comidos por una tormenta? ¿Y acaso en esos breves veinte minutos que los vigías habían calculado, el barco enemigo pudo haberse hecho de algún tesoro? No, imposible, su capitán debía ser o muy loco o muy estúpido para llevar a cabo un plan en que literalmente todo podía salir mal.

Y estaba también el asunto del collar. ¿Porqué ponerlo a salvo? ¿Quién tomó la botella y la usó de bote salvavidas para un objeto con tan poco valor? ¿Y porqué los que recogieron los restos del barco se molestaron en rescatarlo y enviarlo de vuelta a su puerto de origen? Tal vez porque tampoco le encontraron ningún sentido, o simplemente les pareció divertido entregarlo como trofeo de una guerra perdida. Todo en el caso era confuso, y Antonio golpeó el suelo del carruaje con impaciencia. Al menos el collar era bonito, y estaba seguro que a María, cuya prohibición le impedía acercarse al mar, agradecería tener algo que proviniera de él como desagravio.

En casa, había otro asunto pendiente. María ya había almorzado y estaba sentada en una banca del jardín leyendo; una sonrisita pícara curvaba sus labios mientras pasaba lentamente la hoja de un volumen enclenque con una arrobada historia de amor oculto dentro de un libro más grande que había tomado al azar del librero de su padre. Estaba sumida en una historia de venganza y pasión sobre un hombre pobre que se había hecho rico y que ahora luchaba por el amor de una sensual y algo frívola princesa, relato que estaba aderezado de palabras que la joven no entendía del todo pero que, de haber podido, habría notado que estaban pinceladas con obscenidades.

-¡María! ¿Dónde estás?

Al reconocer la voz de su primogénito cerró de golpe ambos libros y entró corriendo. Antonio estaba en el vestíbulo colgando su sombrero cuando recibió el abrazo repentino de su hija.

-¡Ah! –exclamó sujetándose de la pared para no caer de espaldas. –No esperaba una recepción tan efusiva.

-Temía que llegaras más tarde. –contestó la jovencita. -¿Cómo va todo? ¿Lograste hablar con el administrador?

-Sí, y… -de pronto, el español calló. Se acordó que esa misma mañana María le había relatado una pesadilla, algo sobre dos barcos… dos galeones que se hundían en una tormenta. Prefirió no preocuparla con su historia, y de paso, tampoco angustiarse más pensando en eso.

-¿Y qué, padre?

-Bueno… parece que hubo un error y recibiré una indemnización. –contestó con evasivas, buscando algo con qué distraer a su hija.

-¿Error? Qué raro, el señor Montenegro nunca te había fallado.

-Sí, ¿qué curioso, no crees? Ah, veo que estabas leyendo, ¿de qué trata, querida?

-Ah pues… -cuando Antonio sujetó el libro más grande para revisar la portada, el más pequeño resbaló y fue a dar a los pies de él. -¡Oh no! –exclamó María avergonzada y aprestándose a tomar el volumen más pequeño, pero fue detenida por la mano de Antonio que, más rápido, lo recogió y leyó su título, pasando de la calma al desconcierto.

-¡María! –replicó. -¿Cómo se te ha ocurrido leer esto? –al recibir como respuesta un fuerte sonrojo en las mejillas de la muchachita, continuó: -Sabes bien que estos libros están prohibidos para las… damas de tu edad. ¿De dónde lo sacaste, quién te lo dio?

-Yo… lo encontré. –contestó rápidamente tratando de no mirar la expresión molesta de su progenitor. -¡Yo no pensé que fuera malo, es una historia tan maravillosa…!

-Pues ni maravillosa ni nada, no quiero que vuelvas a leer esto, ¿entendido? –María asintió y Antonio suavizó sus rasgos, no era capaz de regañar a su hija y quedarse molesto con ella demasiado tiempo, ni siquiera cuando diera sus primeros pasos y la reprendiera por tratar de subirse a los árboles. –Hija, cuando seas mayor y tengas una manera de pensar… más adecuada, podrás leer otros libros igual de interesantes, mientras no atenten a tu buena moral.

-Está bien, padre. –contestó resignada. Se odió por torpe, ahora se quedaría sin saber si el hidalgo pudo salvar a su criado de los bandoleros del sur.

-Y dime, María, ¿ya sabes qué vestido te pondrás para la tertulia de esta noche? –preguntó tratando de quebrar la tensión.

-¿El qué? ¡Ah, sí! Llevaré ese que… hmm… ese que me compraste hace unas semanas en… ah…

El español sonrió, era evidente que había pillado a su hija en una mentira.

-María, no quiero que te sientas presionada, pero es por tu condición que debes prepararte para todo. Esta noche la tertulia será muy especial, incluso asistirá el gobernador y no deseamos desairarlo apareciendo con ropas deslucidas, ¿no es así?

-No… tienes razón. Perdóname, padre, ahora mismo iré a buscar algo.

-Bien dicho, pequeña princesa. Pídele a Margarita que te acompañe, ¿sí? Tiene buen ojo para las prendas.

-Y manos de fierro, casi me ahoga cuando me pone el corsé. –añadió María en voz baja mientras subía las escaleras, resignada. Su padre solía decirle así, de cariño, "pequeña princesa", un monte que se había sacado quién sabe de qué sitio, porque a otros padres les escuchaba llamar a sus criaturas "pequeñas" o "bonitas", pero "princesas"…

Recordó a la princesa de su libro, una mujer hermosa de piel blanca, pelo negro y largo, y ojos tentadores como dos esmeraldas que hacían equilibro a unos labios llenos y rojos, siempre listos a burlarse u obsequiar a los afortunados con una sonrisa candorosa; ella no podría cuadrar jamás en ese canon de belleza, aún para su edad se sentía atrasada, infantil, incluso poco femenina porque de todas las muchachas que conocía a ninguna le hacía ilusión subirse a un árbol o leer, era como si vinieran de mundos diferentes, incluso físicamente no guardaban ningún parecido.

Se puso a buscar entre sus vestidos, pero no prestaba atención, su cabeza estaba flotando muy lejos, en algún mar alumbrado por el sol donde se escuchaban los llamados de las gaviotas y donde unos bandoleros tenían secuestrado al único conocedor del camino al fabuloso tesoro de un héroe de novela, y se preguntó si ella podría alguna vez conocer a alguien así, o mejor aún, ser alguien así, viajar en el mar y llegar a cavernas llenas de oro y joyas, no por ambición sino por diversión, un mundo fuera de la tierra en la que estaba condenada a vivir.

-Niña María, ¿y si usa este vestido? Le quedará bien con su piel tan morenita. –comentaba Margarita, pero ella no le prestaba atención. Miraba el mar desde su ventana, tan cerca y a la vez tan lejos que podía escucharlo, olerlo, pero jamás tocarlo, y la melancolía se asentó en su alma.

-¿Tú has viajado en barco, Margarita? –le preguntó.

-¡Ni lo mande Dios, niña! Esos barcos me dan cuscús, y a mis años ya no es bueno llenarse el cuerpo de emociones. –contestó la mujer mientras esculcaba entre los vestidos. –Hmm, ¿qué le parece este otro, niña? A lo mejor está algo pálido, pero le sentará muy bien.

-¿No te gustaría, Margarita, un día marcharte de aquí a una isla desierta donde puedas ver todos los días el ocaso, escuchar las olas y no volver a tierra firme jamás?

-¡Qué cosas piensa hoy! Morirse de hambre en una isla, ¡nadie está tan loco!

-Sí los hay, todos esos aventureros que van y buscan tesoros…

-¡Pero esos ya han de estar muertos, y bien colgados! Porque nomás los hombres de mala sangre se hacen a la mar como Dios los trajo al mundo pa' buscar oro fácil. –la mujer extrajo otro vestido y lo sacudió, buscando llamar la atención de María. -¿Y qué me dice de éste otro, mi niña? Muy luminoso, y a su padre le encantaría vérselo puesto.

-Ah… sí, Margarita. Está bien. –contestó distraída, mirando con ensoñación el espléndido manto turquesa que se extendía frente a ella.

Holiwis. Ya sé que últimamente me da por iniciar una historia y a los cinco minutos la elimino -.- esto es porque no me gusta el rumbo que va tomando porque me parece de baja calidad y prefiero borrarlo. Pero en fin, ¿qué pueden esperar de éste? Acción, aventura, tesoros, secretos, piratas (estúpidamente sensuales piratas que nosotr s ya sabemos *¬*) y por supuesto, un toque de romance que no puede faltar ;D

Notitas históricas: Durante los siglos XVI y XVII, las embarcaciones españolas sufrieron constantes ataques por parte de corsarios franceses e ingleses que, bajo las órdenes de sus descontentos monarcas, le bajaron a España cantidades millonarias de riquezas en sus asaltos. El iniciador de esto fue cierto rey francés que allá por 1524 declaró la guerra a España por, según sus términos, no permitirle "disfrutar" del oro que habían encontrado en América, pero esto lo veremos a detalle más adelante.

*Durante esta época, las Antillas estaban divididas por el control de distintos países sobre ellas. Así, Haití se volvió territorio francés (hon hon~) y Jamaica, de Inglaterra. El punto que menciona el administrador es Port Royal (sí, la misma de "Piratas del Caribe"), un puerto meramente de bucaneros donde llovía ron y abundaban las mujeres, uno de los escondrijos más comunes para los filibusteros de ese tiempo.

*Las Asambleas eran juntas de mercaderes en las que se establecían las leyes del comercio, que eran muy aparte de la administración de los Estados. Nacieron en el siglo XV en Italia, principalmente en Génova, Venecia y Florencia (ve~) y formaron parte de la redacción del derecho marítimo comercial.

*Anteriormente había libros prohibidos por la Inquisición, que también tenían validez en Nueva España. Se contaban en cuatro grupos: los libros herejes, los libros de esoterismo, las obras sin autor que atentaran contra la sociedad clerical o civil, y las novelas de "poca moral".

Disclaimer (la última vez que lo puse hubo malentendidos, espero que esta vez no los haya): AU, uso de los nombres humanos de los personajes, historias alternativas enlazadas con la trama oficial, UKMex hetero, mención de acontecimientos históricos reales pero con riesgo anacrónico (o sea, pasaron en verdad pero probablemente no se respeten las fechas). Palabrotas por parte de España, perversión por parte de Francia y otras tantas picardías que ya imaginarán.

¿Dudas, comentarios, jitomatazos al 2x1? Nos vemos ;D y recen para que esta vez sí continúe la historia aprovechando el hiatus de las otras u.u