INTRODUCCIÓN: Black dog.

La luna llena bañaba los terrenos de Hogwarts con su luz plateada. El colegio dormía. Y yo, silenciosa como una sombra, me dirigía amparada por la noche a un lugar donde sabía que iba a estar completamente sola: La Casa de los Gritos. Era mi sexto año en el colegio, y tras tantos años, conocía muchos de los entresijos del castillo. Sabía que había varios pasadizos que llevaban a Hogsmeade, pero mi favorito era ese. ¿La razón? El silencio. La seguridad de que, en aquel lugar, nadie iba a molestarme. Protegida por el misterio, los rumores y el Sauce Boxeador, aquella casa era el escondite perfecto.

Atravesé el angosto pasillo subterráneo con la seguridad de quien lo ha hecho mil veces. Al llegar al desvencijado caserón, apoyé la espalda en la pared y me hice un ovillo. No estaba bien. Pero no era nada extraño. Llevaba desde siempre con la misma lacra encima. El ser diferente. El sentirme incomprendida. Pero no quería que nadie viese mis lágrimas. Y por eso lloraba en soledad.

De repente, un ruido extraño me sacó de mis pensamientos. No era el crujido típico de la madera podrida, ni el ulular de los búhos, ni el lamentar del viento. Juraría haber oído el aullido de un lobo. Absurdo. Imposible. Y sin embargo... olisqueé el ambiente. No eran paranoias mías, había algo extraño. Más ruidos. Algo se acercaba. Aferré la varita casi por instinto, agudizando todos mis sentidos.

Pero no fue suficiente. Antes de que pudiese darme cuenta, algo se abalanzó sobre mí. Lo esquivé por poco, pero pude ver sus dientes refulgir y sentí su aliento cálido demasiado cerca. Enarbolé la varita e intenté pensar un conjuro, pero mi cabeza estaba en blanco por el miedo. De la varita saltaron unas pocas chispas que iluminaron la estancia, permitiendome ver mejor la forma de mi atacante. Era bastante más grande que yo, peludo y de aspecto canino. Antes de que pudiese relacionar toda la información, volvió a atacar. Cerré los ojos, con un adios silencioso, preparada para lo peor.

Oi otro gruñido, proviniente de mi izquierda. Extrañada, abrí los ojos. ¿Por qué no estaba ya muerta? Otro animal habia entrado en escena, tumbando a mi agresor. Ambos se enmarañaron en una pelea de zarpazos y mordiscos, hasta que uno de ellos salió huyendo. Con el corazón desbocado, volví a alzar la varita, que emitió una pequeña luz. Un enorme perro negro jadeaba frente a mí. Me había salvado la vida. Me acerqué con cautela. El perro me miraba, inmóvil. Fijé mi atención en su pata derecha, que sangraba copiosamente.

-Vaya...-murmuré, casi en un susurro.-Deja que te cure eso...-no sabía por qué hablaba, si no me iba a entender. Pero tal vez el hablar de forma tranquilizadora le hiciese comprender que no pretendía hacerle daño. Debió funcionar, porque el perro no se movió. Saqué mi pañuelo blanco y lo enrollé alrededor de su herida. En seguida se tiñó de un color oscuro, pero al menos así no se le infectaría. El perro gruñó levemente, y casi me pareció ver un brillo de agradecimiento en sus ojos. Imaginaciones mías, supongo. En cuanto terminé, dio la vuelta y se perdió en las tinieblas.

Me levanté, algo confusa. Decidí que era mejor volver al castillo, por si acaso la fiera que me había atacado volvía. ¿Qué había sido eso? La lógica me decía algo que no quería creer. Pero era luna llena, y aquellos aullidos... ¿Un licántropo? ¿Y por qué nunca había oído ni un sólo rumor?