Otabek nunca olvidaría aquel día en que su mundo se derrumbó por completo. Esa mañana su mamá lo despertó con un beso en la mejilla, llevandolo en brazos al comedor para tomar el desayuno. Se pasaron toda la mañana jugando y como era costumbre, Nadia Altin subió a su habitación para dormir un par de horas, no sin antes cubrir de besos y abrazos a su adorado hijo. Otabek se quedó solo con algunos sirvientes que iban y venían por todos los rincones de su casa, su padre, era un boxeador profesional que se encontraba en Rusia para una pelea. Estaba acostumbrado a eso, para él, los cuidados y el amor de su madre eran más que suficientes, ella era su mundo, el mundo de un niño de 6 años.
Con el pasar de las horas, una sensación extraña se formaba en su pequeño corazón, una sensación que le decía que algo le había sido arrebatado. La inquietud se apoderó de él y casi por instinto, subió a la habitación donde solía descansar su mamá.
Jamás lo olvidaría, la piel pálida, el rostro sereno, el olor metálico de la sangre, las sabanas empapadas por esta y los cortes en las muñecas.
―Mama, prosnis... (Mamá, despierta)- Dijo en voz baja y entrecortada. ―Mama, pozhaluysta, prosypayestasya... (Mamá, por favor, despierta)- Las lágrimas caían poco a poco por sus mejillas, era un niño, pero sabía que su mami lo había dejado.
Se quedó a su lado, llorando, quien sabe cuánto tiempo... Los sirvientes, acostumbrados a los gritos y risas del niño, se preocuparon al no escuchar nada, empezando una búsqueda por cada rincón de la casa, hasta que uno dio con él y aquella trágica escena.
El funeral fue tranquilo, con algunas cuantas plegarías y con los familiares y amigos más cercanos.
Aibek Altin tomo un vuelo a Kazajistán en cuanto le dieron la noticia, en todo ese tiempo, mantuvo la mirada fría y firme, sin derramar una sola lágrima.
― No debes llorar, Otabek. El suicidio es uno de los pecados más grandes que se pueden cometer, tu madre ahora es una pecadora, roguemos porque Al-lah se apiade de su alma. - Le dijo mientras limpiaba las lágrimas de sus mejillas, Otabek, apenas y podía entender lo que le decía.
―Solo quiero a mi mami...
―Se ha ido, hijo... Desde ahora debes ser fuerte y valiente. Eres mi único hijo, y me encargaré de educarte para que seas un hombre de bien.
En menos de 7 meses, Aibek tenía una nueva esposa, Galia una joven de 17 años, dulce y amable, quien trataba siempre de acercarse a su hijastro, sin éxito alguno.
Desde ese día, guardo para siempre los bellos momentos con su madre, también, la dulzura e inocencia que esta se encargó de formar en él, así como las sonrisas y la alegría de su infancia, pasando a ser un niño serio y distante, que se guardaba sus emociones para él solo, adoptando el semblante duro de su progenitor. Refugiándose en el boxeo, siguiendo los pasos de su padre y tratando de seguir a la religión que lo vio nacer.
