La hipótesis de la caricia

Capítulo I: El pasado


Aquel día, Sheldon llegó a su casa dentro de un panorama dantesco. Mientras avanzaba por las calles de su vecindario, en plena lluvia, arrastrando el bolso marrón de la escuela por el suelo, apretaba los ojos intentando borrar el recuerdo de las últimas cuatro horas. Sin embargo, la tarea sólo daba el mismo resultado, una y otra vez: lágrimas tibias de frustración.

La verdad, era que, otras veces, las burlas y golpes de otros compañeros de clase no lograban desestabilizar sus emociones. A sus ocho años, jamás había sentido vergüenza de si mismo, de su característica más vehemente: ser un genio. Además, con sólo cortos años de vida, siempre tuvo claridad absoluta de que su destino se asimilaba más a los caminos de Kepler, Newton o Galileo, que a cualquier otro rumbo conocido en Texas. En el futuro, él no sería mecánico, bombero, médico o ingeniero (como sus otros compañeros habían manifestado reiteradamente), sino físico teórico.

Aquel pensamiento logró dibujar una pequeña mueca de dolor, mientras movía su brazo izquierdo para cubrir la otra extremidad. Su codo derecho dolía de forma palpitante y su rostro ya había comenzado a responder a la usual sesión de golpes, con una hinchazón prominente en la nariz. En un movimiento distraído, llevó su dedo índice al lugar del dolor para verificar si aún continuaba sangrando. Mentes básicas, instrumentales, ellos no comprenden nada.

Todo había comenzado luego del timbre que anunciaba el recreo, como era costumbre, Sheldon dejó la sala de clases dispuesto a ocupar Su Sitio, que se ubicaba a un costado del resbalín. En él, la luz del sol permitía evitar el frío de las mañanas y la sombra de la tarde evitaba que el calor usual de Texas lo asara como huevo frito. Por otro lado, quedaba a una distancia suficiente para no escuchar el ruido molesto de los otros niños jugando y lo suficientemente cerca para oír el timbre de regreso a clases. En conclusión: Un sitio perfecto.

Allí, estaba a segundos de continuar la lectura de su libro favorito Una breve historia del tiempo—, cuando la sombra de tres niños interrumpieron sus intenciones.

"Oye tonto, ¿qué estás leyendo?"

Sheldon no respondió. Años de bullying escolar, sólo le habían enseñado una cosa: lo peor era responder. Continuó mirando las páginas, esperando que, como otras veces, se cansaran de llamar su atención y procedieran a marcharse a otro lugar.

"¿No escuchas lo que te dije?, además de sordo eres raro... ¡Sheldon el raro!"

Los sonidos de las carcajadas de los demás lograron que Sheldon sólo incrementara su indiferencia, prosiguió su lectura con más concentración que antes: "La teoría de las cuerdas se puede explicar por el principio antrópico débil. No vemos las otras dimensiones porque no necesitamos verlas".

"Oye estúpido, ¡respóndeme!"

Detrás del libro, Sheldon cerró los ojos, dando inicio a una de sus tácticas vulcanas predilectas: Kohlinar. Primero inhalar, luego exhalar. Posteriormente, fruncir el ceño y pensar en la densidad de la galaxia en los segundos previos al Big Bang, hecho científico que hace minúscula cualquier facultad humana. Lamentablemente, el proceso fue interrumpido bruscamente. Uno de los chicos arrebató el libro de las manos, comenzando a hablar en voz alta y con un tono burlón.

"¿Qué estás leyendo?, ya sé: mi amigo el universo"

Más risas. Ahora Sheldon se encontraba de pie, tratando de arrebatar el libro de las manos de uno de los chicos, quienes procedieron violentamente a arrojar el libro entre ellos, por los aires.

Los pensamientos corrieron por la mente de Sheldon, quien trajo a su mente la advertencia de la funcionaria a cargo de la Biblioteca Pública de Houston: "Si devuelves otra vez un libro roto o destrozado, jamás se te volverá a realizar un préstamo". Rayos, —pensó si sólo estos especímenes mal educados supieran cuánto me costó conseguir una membresía en la biblioteca, con sólo 8 años... y la autorización de préstamo de libros de ciencia.

"Déjame leer ésto". Uno de los niños abrió el libro, intentando leer. Luego de unos segundos, miró a los demás con un rostro perplejo, incapaz de murmurar los términos científicos escritos. Buscó más páginas, pero el esfuerzo no rindió frutos. Así, al mismo tiempo que dio un empujón a Sheldon, colocó una voz de burla, acompañada por un gesto facial de la misma índole: "El universo es lo más tonto que existe, las estrellas son sólo luces, la tierra es un planeta con forma de pelota de fútbol".

Con forma de ovoide, Sheldon corrigió en su mente, a la vez que un escalofrío le recorrió la espalda. En ese mismo instante, comenzó a sentir la indignación correr por su cuerpo. Nadie podía insultar a su autor —héroe— favorito, tampoco a los trenes, ni a la física cuántica. Ni a las matemáticas. Ni a la ciencia ficción. Menos a Viaje a las Estrellas.

"Si debido a tu básica mente escolar no puedes comprender los postulados científicos que establece Stephen Hawking, no te... atrevas... a parafrasearlo", dejó caer con sorna, cerrando los puños de su mano.

Todos los niños se miraron entre ellos, con rostros que dejaban a la luz signos de interrogación. A simple vista, nadie entendió ninguna de las palabras usadas por Sheldon (algo que ocurría muy a menudo).

"¡El tonto nos acaba de insultar!" gritó uno a los demás, apuntando a Sheldon.

"Esa hipótesis es refutable. Sólo les describí un hecho verídic—"

Sheldon no pudo continuar, ya que un puño hubo de alcanzar su nariz. Llevándose las manos al rostro, perdió el equilibrio y cayó al suelo, cerca de un charco de agua. No pasó mucho tiempo hasta que sintió cómo una patada arribó a su costilla derecha, frente a lo cual sólo atinó a cubrir su rostro con los brazos. Como solía suceder en estos casos: no quedaba más que soportar hasta que sonara el timbre.

Y, dos horas después de aquel evento, ahí se encontraba. Frente al pórtico de su casa. La lluvia había disminuido, pero sus ropas olían a humedad y barro, lo cual provocó en Sheldon una mueca de desagrado instantánea. Sin embargo, ése detalle no era precisamente el peor. Mientras tomaba asiento en las escaleras que daban la bienvenida a la puerta principal de su hogar, miró nuevamente Una breve historia del tiempo y su pecho respondió con un dolor punzante que cruzó su torso: estaba roto, empapado, con páginas rasgadas y otras de color marrón por la tierra. En pocas palabras, su suscripción a la Biblioteca había terminado.

—¿Sheldon?

El aludido dio un respingo, girando su rostro hacia atrás. Bajo el dintel de la puerta, su madre se hallaba de pie, acercándose a él, aún secando sus manos con un paño de lavar. Inmediatamente, el chico pegó un salto, tomando con fuerza su bolso, pegándolo a su cuerpo. Bajó la mirada y caminó hacia dentro de su casa.

—Sheldon, ¿qué ocurrió esta vez?

¿Tenía gracia explicarlo una vez más?, Sheldon pensó, caminando en silencio por el lado derecho de su madre, sin siquiera dedicarle una mirada. Si situaba en un gráfico todas las veces que había descrito la misma situación a su progenitora, versus la probabilidad de una posible disminución de golpes en los recreos entre clases... La extrapolación de datos era explícita: hablar del tema no daría solución a nada. Incluso, el resultado sería idéntico si se consideraba las reuniones con su profesora de grado (con consecuencias... aún peores).

El niño se dirigió a su cuarto, al mismo tiempo que sus oídos escuchaban la voz de su madre invocando su nombre repetidas veces. Luego de un portazo, que repercutió en toda la habitación, tiró el bolso lejos y se sentó sobre su cama. Situó sus rodillas cerca del pecho y dejó caer su rostro sobre sus brazos. En esa posición, apretó los ojos con fuerza, con el objetivo claro de no permitir a sus glándulas lagrimales derramar una sola lágrima. Entonces, comenzó a inspirar y a exhalar. Luego de tres intentos, comenzó a recitar en su mente: 3,141592653...

—¿Shelly?

Dos golpes en la puerta y una voz conocida. ...58979323846...

—Shelly, ¿puedo entrar?

...64338327950288...

Entonces, Sheldon sintió una mano sobre su hombro derecho. Acto reflejo, abrió los ojos de par en par, pegando un respingo. Miró a su lado, perplejo: había sido tomado por sorpresa. No sólo una persona hubo de entrar a su cuarto, sino que aquel rostro conocido dejó su mente en absoluta mutez: Meemaw.

—Mi pequeño Shelly, ¿qué le ocurrió a tu nariz? —la mujer susurró, inclinándose levemente para tener una mejor visión de su nieto.

Por instinto, Sheldon llevó su mano izquierda al rostro, sintiendo como un dolor cruzó su rostro. Miró sus dedos y habló, por primera vez, en lo que parecía un día entero de silencio:

—Ya no está sangrando.

La mujer frunció el ceño, sacando un pañuelo de su delantal blanco. Doblándolo en dos partes, procedió a sentarse junto al niño a su lado, quien continuaba mirándola con ojos idos, parpadeando. Entonces, todo pareció quedarse quieto. Meemaw acercó el pañuelo lentamente a su frente, que se humedeció al contacto de su cabeza empapada aún por la lluvia y el sudor.

Sheldon permaneció con sus ojos abiertos como platos y el cuerpo tieso como un fierro de metal. Como siempre, la presencia de Meemaw superó cualquier debate mental, e incluso, a la secuencia Pi que utilizaba repetidas veces para alejar sus pensamientos de las banalidades de su propia realidad. Con la mente en blanco, contempló como el pañuelo llegó hasta su mejilla, donde se tiñó levemente de rojo.

La mujer inclinó la cabeza levemente, inspeccionándolo con ojos entre cerrados. Sheldon aún lucía como un perro asustado, preso en su propio silencio.

—¿Me puedes contar qué ocurrió, Shelly?

El aludido tragó saliva, sintiendo su garganta doler. Situó su mano derecha sobre su pecho, que lucía un logotipo de Superman, reconociendo un par de pensamientos dentro de si mismo. De todos los sentimientos que su cerebro podía identificar, el que percibía en este preciso instante era aquel que más le costaba controlar: la humillación.

Sheldon recordó cómo, años atrás, libreta en mano, esperaba cada transmisión de Viaje a las Estrellas en televisión para incorporar a su vida las enseñanzas vulcanas de Spock. Fue por aquellos días en que aprendió a dar control a sus propias emociones que, su personaje favorito, consideraba plenamente humanas: la subjetividad, la emoción y el llanto, la necesidad de aprobación, expresiones de afecto físico, palabras de consuelo, el deseo de afecto. Porque, ¿quién necesitaba todo eso cuando existía la ciencia?

—¿Shelly?

Sheldon parpadeó dos veces, saliendo de su propio trance, centrando sus pupilas en la mujer que tenía frente a sí. Meemaw ahora se encontraba a centímetros de su cuerpo.

—En el recreo unos chicos me golpearon.

—¿Te dieron una razón para hacerlo? —la mujer retrucó, tomando la oportunidad de aclarar la situación.

—Según ellos, leer en los recreos es una pérdida de tiempo —Sheldon tragó saliva, recordando cada uno de los detalles del evento. Su mente siempre respondía de la misma forma frente a cada evocación o reminiscencia: mostrando el suceso con imágenes vívidas, como si pudiera ver una película con claridad absoluta. Una habilidad que recordaba haber tenido siempre.

—Mi pequeño Shelly, ante razones absurdas, debes defenderte, esos chico-

—La violencia no lleva a nada, Meemaw —Sheldon habló con voz decidida, citando a Spock— además, claramente, soy muy evolucionado para golpear a chicos de educación básica.

La mujer frunció el ceño, repasando todos aquellos momentos en que ella hubo de acompañar a su nieto en el camino de, lo que parecía ser, su única vocación y sentido de vida: bibliotecas, series de televisión, historietas de superhéroes, charlas universitarias, libros, Premios Nóbel... Un camino que sólo le dejaba asombro... y preguntas. Especialmente al tratar de comprender cómo, una mente de un niño de 8 años, se proyectaba hacia algo que ella misma no podía dimensionar.

A veces, la respuesta era abrumadora y fascinante: un nieto con un don que raras veces se podía conocer en la realidad cotidiana (lejos de las películas o noticias en televisión). Aunque, otras veces —últimamente, muy a menudo—, la respuesta sólo se acompañaba de duros augurios. Un talento como aquél bien podría dejarlo para siempre solo, enfrascado en sus propias ambiciones y su mundo propio.

La mujer procedió a contemplar a su nieto con los ojos fijos en su nariz hinchada, con dos hilos de sangre seca que llegaban hasta su mentón. Pensando si aquel gusto por la ciencia podría enseñarle, al menos, a cómo dejar unos chicos gamberros en su debido lugar. Entonces, advirtió cómo Sheldon evitó su ojos, tomando un libro entre sus brazos, tragando saliva. Ella no lo dudó más y alzó su mano, quitando un mechón de su frente.

—¿Qué pasó con tu libro, Shelly?

Sheldon llevó la base de sus manos a la cuenca de ambos ojos. Hundió su rostro, hablando con voz quebrada. —No podrás hacer nada, Meemaw. No hay solución.

La mujer tomó una pausa antes de hablar. Si algo sabía de su pequeño nieto, era su reticencia a mostrar emociones, incluso a corta edad. Entonces, ella suspiró, dejando sus manos sobre sus piernas. A su lado, su nieto permanecía quieto, con el cuerpo rígido y, a simple vista,... triste. Si bien, él era un niño talentoso, con un don inigualable y poco comprensible para algunos, para ella seguía siendo éso: un niño con sueños, frustraciones y toneladas de emociones. Su pequeño Shelly.

Con lentitud, la mujer tomó el libro rasgado que asomaba dentro de sus brazos. —¿Ellos rompieron tu libro?

—No es mío —Sheldon habló aún con su rostro oculto y voz desafinada— Y ya no podré sacar más libros de la biblioteca.

Relajando la espalda, la mujer tomó un gran respiro, mirando al cielo para sopesar lo ocurrido. No importaban los años, siempre habrían chicos que harían sufrir a otros por el simple motivo de buscar la atención que no tenían en sus propios hogares, o sencillamente, para validarse a sí mismos. Lo peor del asunto era que, niños como Sheldon, continuarían pagando el precio hasta que supieran cómo ejercer respeto.

Pensó también en realizar lo que, usualmente, sugerían los consejeros y profesores de escuela: una charla de cómo él debiese hacerse respetar ante los demás niños de su propia edad, sin recurrir a la violencia. Sin embargo, algo la detuvo. La mujer contempló detenidamente como su cuerpo de niño —alto y delgado— continuaba rígido, encorvado, con las manos agarrotadas de frustración, abrazando un libro rasgado. Allí tuvo una clarividencia explícita: en esta ocasión, el altercado hubo de dejar otro orgullo herido en el camino: el de su libro favorito. Y en el caso de Sheldon... libros que aspiraban a convertirse en los mejores amigos de su infancia.

Poniéndose de pie, la mujer tomó el libro en sus manos que, a simple vista, no tenía arreglo. Cuando giró a ver a Sheldon, este había levantado la cabeza, contemplándola con los ojos húmedos y enrojecidos: el rostro de la derrota. Entonces, tomó una decisión. Se situó frente a él y esbozó una sonrisa. Posó su palma derecha sobre su cabeza, deslizándola suavemente hacia un lado, por su oreja, mejilla y cuello.

Frente al gesto, Sheldon bajó la mirada, pestañeando dos veces. Su abuela conocía muy bien aquella actitud reacia al contacto físico, una respuesta inmediata que su nieto venía cultivando desde hace unos años y que llamaba la atención de todos quienes lo conocían. Primero, sus compañeros de clases, luego sus profesores. Finalmente, sus familiares, hermanos y padres que reprochaban su gusto a mantener la distancia.

A diferencia de sus padres, de un comienzo, ella prefirió esquivar los reproches y... simplemente respetarlo. Dicha actitud diferente, causó que entre ella y su nieto se generara una relación de confianza tácita, casi cómplice. El resultado de aquella decisión tuvo eco en la edad y crecimiento de su nieto, donde los años pasaban y ella aún no recibía un reproche de parte de Sheldon acerca de sus propias caricias. Si bien, tenía la certeza de que, en el futuro, aquella situación podía cambiar. En el presente, una caricia, un contacto físico sencillo y auténtico, repleto de amor, parecía ser la única solución al problema.

—Shelly, escúchame, solucionaremos esto juntos —le susurró.

Con ambas manos en las mejillas de su nieto, procedió a depositar lentamente un beso en su frente, llevando su cabeza cerca de su pecho. Momentos después, trasladó las caricias hacia su espalda, abrazando a un niño que, frente a cada movimiento, parecía ceder más ante la sensación de acogida.

—Vamos a ir a la biblioteca y hablaremos con la Srta. Hewson. Todo saldrá bien. Tu Meemaw se encargará de ello.

La mujer sintió cómo su nieto asintió bajo su abrazo, exhalando un par de ansimos y humedeciendo su delantal con lágrimas silenciosas. Para su sorpresa, Sheldon dejó de lado sus propios paradigmas de lo correcto e incorrecto y procedió a rodearla con sus propios brazos, aún mudo. Mientras el gesto acaparaba la habitación, la mujer sonrió a sus adentros. Bajo toda aquella increíble inteligencia, bajo sus propias normas sociales, bajo sus muros de defensa, bajo su objetividad, bajo sus propias concepciones de lo absoluto, Sheldon aún continuaba siendo un ser humano como todos. Hoy, un niño de 8 años; el día de mañana, un hombre noble, caballero y de buenas intenciones.

En ese mismo instante, la mujer tuvo un momento de predicción fehaciente, de esos que ocurren pocas veces en la vida, reservado sólo para unos pocos: no importaba cómo, ella estaba segura de que siempre existiría alguien que podría entender aquella característica de su nieto, el hombre de ciencia con un alma noble y humana. Hoy, era su turno. El día de mañana, otro ser sería capaz de ver a través de todos sus argumentos y muros.

Y, finalmente: ganar su corazón.