De gabardina azul petróleo, oxford lisos y brillantes como la noche y pantalones anchos sobrepasando la línea por donde usualmente debían estar, Hinata admiraba la ciudad desde lo alto de un edificio. Había subido por una de las mil escaleras por fuera de los edificios revestidos en ladrillo rojizo, sintiendo el picor de la tela en su piel y empezando a molestarle. Suspiró molesto y miró sus piernas con cansancio.
—¿Por qué siempre se vuelven a ensanchar? —cuestionó al aire, a la par que los mil hilos opacos se desintegraban rápidamente hasta llegar unas costuras más arriba.
Ahora podía caminar por la calle sin que piensen de él como un mal vestido. Aunque siempre se burlarían de su poca altura, al menos iba equipado como Dios manda.
Su luminoso zapato lustrado comenzó a tipear contra el techo del edificio, levantando polvo y otras mugres de la impaciencia que llevaba encima. Había sacado de su gabardina y revisado el reloj de bolsillo unas ocho veces en el tiempo que llevaba allí esperando a su hermano. Los nervios de punta le estaban ya quedando de estar con su querida bolsa de comida robada a pura rastra. ¿Y si le descubrían llevando todo aquello? Cuando lo hicieran le tantearían el resto de su cuerpo; posiblemente le subirían la ropa del tobillo para asegurarse que no llevara un cuchillo y seguramente ahí divisarían su tatuaje.
Tragó en seco.
«¿Dónde carajos se habrá metido Akuma?», se preguntó mentalmente; observando como el sol se ocultaba entre la diferencia de altura entre los edificios enfrentados.
Chasqueó la lengua y se dispuso a cargar la bolsa con cuidado, caminando hacia las escaleras externas y bajando sin levantar mucha sospecha. Gracias a que aún los tristes carruajes llevados por caballos, las personas caminando ajetreadas de aquí para allá y el sonido estruendoso de los autos, no fue muy visto. Así caminó hasta un bar medianamente conocido, donde supuso que estaría el menor de sus hermanos.
«Tiene diecisiete años, apuesta como los mejores pero no es capaz de mirar el maldito reloj y volver a encontrarnos cuando debe», refunfuñaba en su cabeza, una y otra vez hasta llegar a la puerta del nuevo y poco saludable bar.
Cuando quiso entrar se dio cuenta de que aún llevaba la llamativa bolsa por el reflejo del vidrio, así que tomó precaución, dejándola a un costado del bar, donde se hallaba un limpio corredor de piedra hasta la otra calle. Se permitió un espacio entre el tacho de basura y la bolsa negra para maniobrar las maderas que siempre olvidaba en su bolsillo. No importaba los años que llevaba en el oficio de recolección, siempre le pasaba los mismo por no prestar atención. Así que de la gabardina tomó aquellos cuatro palitos de hoja caída de otoño, tomándolos por el largo y añadiéndole centímetros hasta poder tener el tamaño correcto. Prosiguió por aplastarlos de forma rápida, moldeándolos en maderas livianas, casi láminas. En ese momento se sacó su querida gabardina azul petróleo, esperando tenerla devuelta cuando vuelva a casa y sabiendo de momento que no sería así cuando la vio forrándose en un destello sobre la madera. Sin dudas ese era el maletín mágico más bonito que había hecho en años. En un rápido, pero tranquilo movimiento metió la bolsa dentro del maletín y la cerró como si nada. Total, era una de las tantas que había mandado en el mes. Seguramente Yachi estaría orgullosa de él, siendo uno de los más famosos recolectores del hogar.
Con su chaleco de un llamativo azul índigo y maletín en mano se decidió a entrar al bar, sin no antes dar un chequeo general a su alrededor y así prevenir miradas curiosas.
Los adentros de la instalación eran de su lista negra. El humo de cigarro se extendía por casi cada rincón, pintando el techo de nubes grises y tristes. La madera del lugar te abrazaba con cada paso que dabas y los hombres tomando, hablando y riendo a carcajadas de a ratos podía ser ciertamente incómodo. Más que nada para un hombre bajo y pequeño como él, quien usualmente era el hazme reír de todo el pueblo. Aunque gracias a las luces cálidas y bajas, sus llamativos cabellos pelirrojos no eran tan vistos, obviando así las posibles burlas.
Tristemente ya era conocido por allí.
—Buenas, Nick —saludó al rubio de la barra; aquél estadounidense de cabellos como ángel y ojitos de bebé. El muchacho le sonrió mientras limpiaba una jarra (posiblemente de cerveza)—. ¿Has visto a Akuma?
—Sí, está atrás.
Hinata suspiró, ciertamente molesto y decepcionado. Igualmente luego de eso sonrió incómodo al muchacho, susurrando un "gracias".
Con esto se permitió abrir la puerta alada a la barra donde se encontraba el cantinero, encontrándose con un ambiente silencioso hasta el miedo, más humo de cigarro y todas las miradas dirigidas a las cartas.
—¡Oh, vamos! No puede ser que todos se retiren —lloriqueó la bruta voz puberta.
El pelirrojo mayor ubicó su mirada en un segundo hacia él. Ese muchacho de rulos locos arriba y pelo prolijamente rapado a los costados, con pecas rodeando todo su rostro angelical, pero cartas capaces de dejarte en la calle como el peor de los diablos.
Caminó hacia él sin mucha prisa, preparándose para tomarlo de la oreja y llevarlo a rastras al hogar, para luego ir de vuelta a su sucio apartamento en la madrugada.
—Son todos unos aburridos —quejó nuevamente, tomando ahora los cuantos dólares del centro de la mesa y poniéndoselos en el bolsillo—. ¿No podemos jugar una más?
—Si juego una más me quedo sin el dinero mensual —quejó riendo el viejo rabioso de enfrente.
—Y si él juega una más, yo le voy a quitar la vida —amenazó Shouyou de atrás.
Akuma rebuznó, sabiendo que el juego había llegado a su fin. Tomó el dinero y se levantó para encaminarse hacia la puerta.
—Nos vemos el próximo martes, señores —saludó, sabiendo muy bien que cada jueves era uno negro como el de 1921. Un día donde, si no salía con su hermano de allí, era porque no sabía ni hasta el corredor. No importaba si era por pasar la noche entera apostando o muriendo desangrado por el dinero que le robaron.
—La próxima semana no vas a apostar —negó el mayor.
Kiyoko ya había tirado la gran manta oscura sobre la ciudad, los autos prendían los faroles y entre los suelos de piedra la poca gente que quedaba era observada por unos tantos policías de bate en mano.
—¿¡Por qué no!? —exaltó el menor, mirándolo a Hinata a pesar de que este fijaba su vista al frente.
—Porque siempre llegas tarde al encuentro.
Aku chistó en desacuerdo.
—Al menos traigo más dinero que tú —refunfuñó.
Aquello sacó de sus casillas al hombre de veintiséis, tomando de la la camisa blanca al menor y acorralándolo en un callejón alado.
—No puedes excusarse con nada —susurró en su oído, tomándolo del cuello de la camisa y arrugando la tela junto con la corbata azul marino—. Si llegamos tarde al encuentro, llegamos tarde a casa y al hogar también, entonces todos estarán preocupados por nosotros. ¿Y si un día nos pasa algo? ¿Si un día te descubren y todos pensamos que simplemente te quedaste apostando?
Lo soltó de forma brusca, dejando unos cuantos centímetros de distancia entre el rostro fiero y la mirada avergonzada.
—El tema no está en cuánto dinero ganes o que apuestes, sino que debes respetar a los demás y no preocuparlos. ¿Entendiste? —realmente odiaba encontrarse en esa posición, pero siendo el mayor de los tres debía hacerlo—. ¿Entendiste? —volvió a repetir, al no recibir respuesta.
—Sí.
Lo tomó nuevamente del pecho, tomando ahora entre sus manos el chaleco color bronce de rayas verticales que tanto le gustaba a Akuma, atrayéndolo hacia él en busca de un abrazo necesitado. No fue correspondido y rió contra los picantes cabellos rojizos de su hermano por ello, sabiendo al palo que aquél muchacho era un orgulloso importante.
—No moriremos —susurró a su oreja.
Fue correspondido enseguida, dejándose llevar por el momento y aquellas ganas de guardar a Akuma dentro de una cajita de cristal y no dejar que nada le ocurra en ese mundo humano.
Apenas llegaron a casa podían notar la clásica música del apartamento de arriba, siendo los principales instrumentos la trompeta y el saxofón en un compás tranquilo y alegre.
—Tardaron mucho.
La calmada voz les hizo pegar un salto en su lugar, logrando enfriar su cuerpo y enviarle escalofríos por toda la espina dorsal en señal de peligro.
—Disculpa, Leo —Habló Aku—. Fue mi culpa.
—Lo supuse, por eso vine yo —Dijo la voz—. Bueno, en verdad no vine... mi voz vino.
Akuma se rió de él y su triste razonamiento. Ganándose un codazo en las costillas que no le impidió reírse un poco más.
—Eso significa que el portal está abierto aún, ¿no es así? —cuestionó Shouyou.
—Afirmativamente. Pero no tarden mucho; ya saben que la caza comienza alrededor de las diez de la noche.
La voz se disipó en la última palabra, dejando solamente la sonora ambientación de los músicos compañeros.
Hinata y Akuma comenzaron con su usual rutina antes de escapar. El menor preparaba la cena, para dejar ese ambiente con olor a comida y platos sucios (como estaban los apartamentos de todos sus compañeros humanos), mientras que Hinata preparaba el simulador de cama con su magia. De ventana cerrada por su lado y solo la que daba al apartamento vecino abierta (esa que dejaba ver como el menor hacía la comida animadamente), Shouyou se hacía un espacio para atraer en una ventisca de otoño por la ventana, esa que llevaba varias hojas consigo.
—¡Ey! —quejó Akuma cuando las mil hojas pegaron contra su rostro en busca del creador otoñal.
Hinata se burló por lo bajo ante su broma de mal gusto. Prosiguiendo por insertar en forma humana las hojas anaranjadas bajo las mantas, simulando ser ellos durante esa bella noche de su estación.
—¿La comida está pronta?
—Lo que puede simular el olor a comida, dirás —aclaró el menor—. Y sí, está pronto.
—Bien, entonces simula un plato estándar de avena, como siempre —ordenó Hinata—. Partimos en cinco.
Sin decir mucho, prepararon su escena y en cuanto estuvieron seguros, otra ventisca otoñal corrió por la ventana, siendo aquello su transporte hasta el portal más cercano. Con algo de concentración y volando bastante alto, por donde los pájaros en el día no llegaban e incluso las nubes podías comer, Aku utilizó su especialización para no ser vistos como sombras misteriosas en el cielo estrellado.
El arte del ilusionismo era su fuerte, siendo desde pequeño el mago de mamá y cunado pibe, el apostador principiante quien utilizaba su magia para ganar. Llegados sus diecisiete ya no lo necesitaba para jugar; ahora podía hacerlo sin utilizar su especialidad porque era simplemente bueno en ello. Era su gran pasión y con eso era capaz de vivir él y todos en el hogar. O al menos, a todos los que pudiera.
Cuando quiso acordar, el suelo se acercaba a él; las mil hojas y pastos bajo suya que le hacían sentir en una almohada se comenzaban a fusionar con las hierbas del bosque cercano a la ciudad en uno de los cuantos portales dentro de aquél recinto.
De pronto cayeron en su hogar, donde la ciudad se encontraba a unos kilómetros y debían arreglárselas para bajar con la nube sin pegarse contra los altos edificios de chapa. Inmediatamente quienes les veían comenzaban a pasar la voz con un "Ya llegaron", metro por metro, niño por niño y esporas brillantes en camino iban hacia la recepción donde Yachi se encontraba esperándoles desde hacía horas.
Ambos muchachos bajaron con cierto miedo a ser rezongados nuevamente por la hechicera de papel, aquella capaz de obligarte a leer ochenta libros en una hora, porque los papeles los insertaba en tus ojos y de allí no salían hasta que tú no aprendías la lección. Sabían de esto por experiencia de años, llegando casi siempre tarde por equis causa.
—Ay, ¿qué voy a hacer con ustedes? —cuestionó la rubia detrás del mostrador cunado ambos recolectores se presentaron nuevamente—. Siempre hacen que me preocupe. ¿Por qué no pueden ser un poquito más como Kuroo y Bokuto? Ellos son tarados, pero mantienen cierto horario.
—Disculpa, pero esta vez me safo de la culpa —se excusó el mayor, levantando las manos y señalando así un "no me importa qué pase, estoy fuera".
—Me quedé apostando, peeeero —ahora era Aku quien comenzaba a explicar su punto de vista, metiendo la mano dentro de su chaleco bronce con rayas verticales color canelo.
—Pero podrían haberte encontrado —intervino Hiro, pegándole un golpe en la espalda a su mejor amigo.
El muchacho de revueltos cabellos chocolate y llamativo lunar bajo el ojo se adentró a la escena bajo la tibia luz de la vieja lámpara, entre la recepción de madera tallada manualmente y el techo y suelo de tierra.
—¿No les parece que recibo ya mucho daño con estar afuera, como para que me peguen más? —quejó el pelirrojo menor, frotando la zona afectada.
—Algún día tendrás que aprender a cumplir con los horarios —quemó Hinata, apoyando su brazo sobre la madera y acurrucando su rostro con la mano.
—Pero no será a golpes.
Luego de sacar unos cuantos dólares de su chaqueta, ambos también dieron la maleta para que la guarden en su debido espacio. Luego los tres se encaminaron al gran comedor, saludando a la rubia en traje celeste y dejándola con varios papeles por organizar de las compras alimenticias e ingresos robados del día.
—Dicen que Kiyoko va a cantar hoy —comentó Leo, apareciendo de la nada.
Todos saltaron en el lugar.
Leo era aquél muchacho unos cuatro años más joven que Hinata, quien en sus veintes era parte del comité de contacto interior. Esto le obligaba a utilizar su don del sonido lejano para comunicar sus palabras a pesar de encontrarse a unos cuantos kilómetros de distancia. El pelinegro miró de arriba a Hinata y le sonrió al verlo cagado hasta las patas con su inesperada llegada. Como en las comunicaciones a larga distancia, su presencia aparecía por primera vez segundos luego que su voz, haciéndole a los demás helar la sangre ante el sonido desconocido.
Llegando al comedor donde largas mesas de madera eran situadas por toda la tierra oscura, siendo iluminadas solamente por unas cuantas lámparas conectadas tristemente por los aires, siendo levantadas por mil enredaderas de flores místicas y colores llamativos les dio un nuevo paro cardíaco a cada uno.
—Hewoo —cayó Mon sobre una rama.
Al parecer a todos los magos se les daba por tener entradas fantásticas al saludar.
Hinata gritó su nombre, para subirse a la rama que promocionaba el bar de Frederick en un raudo movimiento. Sentándose junto al muchacho de piernas cruzadas en posición india y tatuaje de flor en la cara para luego abrazarlo con fuerza.
Monty era el segundo hermano, aquél de aire aniñado a sus diecinueve, cara menos pecosa que la de Akuma, pero notables manchitas debajo del gran tatuaje situadas a lo largo de su nariz; mientras que el menor de todos mantenía pecas en casi todo su cuerpo: Nariz, hombros, codos, rodillas, puños, frente, e incluso caderas. El muchacho cercano a los veinte se dejó abrazar y pegar mejilla con mejilla, siendo un adorable total la mayoría del tiempo; incluso su ropa daba ese mensaje, llevando unos pantalones hasta abajo de la rodilla con medias blancas en terminaciones redondas, de zapatos de charol plateados en perfectas condiciones, una camisa lisa de cuello corto y en este enrollada la corbata en moña color rosa. Todo él era un peluche, a diferencia del menor. Quien usualmente vestía normal, pero su rostro angelical engañaba a todo aquello que le desafíe en algo. ¿Tenía que lavar los platos? Te apostaba un juego de Póker a que no lo haría. ¿Debía limpiar el apartamento?Él te ganaría cruelmente en el truco para no tener que lidiar con el polvo. Además, sus pantalones y botines negros daban una cruda imagen del diablillo que podía ser. Ambos muchachos bajaron al suelo de un salto grande, levantando tierra y haciendo toser a los expectantes. Monty fue hacia el lado de Leo, plantándole un beso en la mejilla.
Se sentaron en una de las cuantas mesas, esperando a que el show comience y también la gran cena de Martes, donde a pesar de la hambruna dentro de la ciudad, sus robos eran los mejores y en aquella dimensión los magos eran quienes más se agasajaban de alimentos. Así pasó el tiempo en que charlaban de cosas triviales, tales como las funciones de otros magos, cómo se encontraba el mundo humano y los encuentros de nuevos magos.
Saeko, la rubia quien era parte del consejo del décimo quinto pueblo subió a las gradas y tomó el micrófono en un arrebato de fuerza. Toda la multitud estalló en aplausos y gritos de bienvenida a la presentadora.
—Leo Sader, a conferencia en la sala veintiséis de inmediato—llamó y se retiró.
Los muchachos miraron al pelinegro a su costado quien mantenía su taza de té levantada y recién absorbida. Lo escupió en un segundo y teletransportó su voz en un grito, para luego desaparecer él cual fueran billones de pixeles brillantes hasta no quedar ni una molécula suya en aquél lugar.
Todo se transformaba en la dimensión de los magos y justamente, algo estaba por cambiar sin que ellos así lo quisieran.
