Albafica

Una solitaria Rosa Sangrienta

Fecha de publicación: 12 de agosto de 2016

Género: Drama, angust, suspenso.

Personajes: Albafica y su soledad (el título es bastante obvio) y algún que otro Oc.

Declaimer: Saint Seiya no me pertenece… y quizá es lo mejor, de haber sido así habría traumado más de una infancia.


Una vez más… lo había evitado durante tanto tiempo, se había abstenido de tantas maneras, le había dado la vuelta todas las veces que su mente se lo permitió, de verdad que no quería hacerlo, no quería caer en ello una vez más… odiaba tanto necesitarlo así… pero mayor era el asfixiante deseo que lo consumía.

Nuevamente se encontraba a sí mismo en esa situación. Una vez más, una noche más, por más que se prometió la última vez que no ocurriría nuevamente, aun con todo lo que castigarse a sí mismo con el tormentoso recuerdo de las abundantes manchas de sangre, con la remembranza de su atrocidad, el aroma a muerte, a veneno, su propia fealdad, esa que contrasta poderosamente con la carcasa que todos catalogaban de belleza. Esos admiradores no sabían nada en realidad del terrible alcance de su inmundicia.

Esa noche, todo se encontraba inundando en la penumbra que ofrecía la luna nueva, una noche en la que ni los lobos salían a cazar. La oscuridad lo envolvía y no era la primera vez, su entrenamiento como caballero le había inculcado muchas cosas, entre ellas, el saberse mantener al margen; agazapado y convertido en uno con la oscuridad, estudiar sus pros y sus contras, ser su fiel aliado.

Ya la soledad le había enseñado muchísimas otras cosas, valiosas e inolvidables lecciones, mantenerse alejado de las personas era una muy importante, una que le recordaba por qué se encontraba en esta situación, eso lo hacía repudiarse aún más, si es que era posible, o bastante para odiarse con todas sus fuerzas, pero no para dar marcha atrás. Como odiaba que las fuerzas no le dieran para eso.

Envolverse en el manto que la oscuridad de la noche ofrecía, no hacía más que intensificar el amargo sabor que se aglomeraba en su boca y acrecentar el fatigoso nudo que desde hacía muchas noches traía atascado en la garganta. Se detestaba, por escudarse en sus enseñanzas, en su entrenamiento, por no honrar debidamente el juramento, de que, al servir como caballero, solo haría uso de sus habilidades en pro de la justicia y por Athena.

Se sentía asqueroso por lo que pretendía hacer… nuevamente.

¡Nadie más lo podía saber! Hacía ya tiempo que había ocurrido la última vez… ¿meses? ¿años? No, su necesidad lo nublaba y la bruma en su mente de aquellos fatídicos recuerdos distorsionaba su percepción, pero si se esforzaba lo más posible en su lado racional y calculaba en base a algún otro evento cercano, podría suponer que aquello había ocurrió hacía ya tal vez 18 meses aproximadamente.

Un poderoso instinto se apoderaba de él, una fuerza superior, casi inhumana, si no fuera porque no creía en esas cosas, alegaría que era poseído por un demonio. Los más bajos instintos se apoderaban de él ¿Era esa la verdadera y nefasta naturaleza del veneno que rugía en sus venas? ¿Era la bestia que habitaba tras esa mascara de perfección y belleza? ¿Era el más puro instinto animal que junto con su rudo e inclemente entrenamiento en el Santuario, creo ese agujero que se acrecentaba más y más devorándolo todo en su interior?

Desde la temprana adolescencia comenzaba a sentir cambios y necesidades en su cuerpo, necesidades con las cuales no estaba familiarizado en absoluto, pero que poco después fue entendiendo que era lo que el resto llamaba "las hormonas revoloteadas".

Su maestro Lugonis, el Santo Dorado de Piscis, la mayor influencia en toda su vida, su figura paterna y su guía, fue quien respondía sus inquietudes, le aclaró que todos los hombres pasaban por esa etapa, que era una cuestión natural, propia del mismo cuerpo humano. Una necesidad tan básica como la de pedir alimento, o las necesidades fisiológicas. Pero que, a su diferencia, aquel instinto podría ser controlar con determinación y fuerza de voluntad, tal y como se aprendía a controlar el cosmos. Le explicaba muy claramente que no se sintiera culpable u avergonzado, que superara sus necesidades naturales con concentración en el entrenamiento y olvidara aquel llamado. En su posición como aspirante a caballero de Athena, su vida se desarrolló completamente diferente a la de cualquier otro joven de su edad. Su existencia, aunque no en completo exilio, si era apartada del resto de la sociedad. Fraternizar con féminas no le traería más que problema.

Su maestro le contó que en eras antiguas estaba completamente prohibido que los guerreros de Athena establecieran lazos de cualquier tipo con otras personas; ni mujeres, ni hijos. Ningún tipo de alianza carnal estaba permitida, pues si luchaban por un Dios, debían de honrarlo con la pureza de sus cuerpos en castidad. Pero fue la misma Athena, siempre rebelde a las demandas divinas superiores a ella, la que abolió esa normativa, alegando que la fraternización entre las personas, ya fuera a través de lazos sentimentales o de la copulación carnal y la reproducción, era algo parte de la naturaleza de la vida y que sus caballeros eran tan humanos como cualquier otro –dotados con dones divinos y enorme poderes astrales tal vez– pero humanos al fin.

Ellos que no serían la excepción de dar y recibir el amor que ella tanto protegía. Permitirles sentir era su deseo, por ello podrían entonces crear sus familias y retozar cuanto desearan sus cuerpos y corazones, pues así era como desde el inicio de los tiempos que los humanos sabían expresarse.

Y así fue… durante algunas generaciones al menos. Pero entonces los mismos caballeros de Athena decidieron unánimemente la abstención de cualquier placer carnal y vinculo sentimental, más que el de seguir a su Diosa. Pues resultó ser que, con el cumplimiento de su deber y las irremediables muertes que dejaban a su paso las Guerras Santas entre Dioses, no se ocasionaba más que sufrimiento de familias enteras y a huérfanos que no merecía un padre que no conocerían. Desde entonces proteger a Athena y sus ideales, se convirtió en la única prioridad. Lazos y alianzas aparte, eran prácticamente imposibles en respuesta al honor y el deber. Únicamente las alianzas fraternales entre los guerreros eran permitidas pues en ellas se entablaban las bases de la confianza de toda la orden.

–Olisquear las faldas de una mujer no es más que una pérdida de tiempo Albafica, nuestro camino no nos lleva a retozar en un lecho junto a una cálida mujer, sino a enfrentarnos en un ardiente campo de batalla donde solo somos el enemigo y tú, frente a frente para defender a tu Diosa y la humanidad, pues Athena no hace nada que no sea en pro al bien común. El egoísmo no puede arrástranos a los brazos de una compañera cuando debemos pesar en todos. La responsabilidad de nuestra misión es superior a las necesidades de cualquier deleite carnal.

Eso lo comprendía perfectamente: "no compartas sentimientos con alguien más, será incluso más doloroso que morir en batalla."

Pero con el pasar del tiempo, Albafica se enteraría de que ese, era uno de sus menores problemas. Había algo incluso más profundo y oscuro, manchando las nobles enseñadas de su mentor. El veneno en su sangre fue el accionante de la muerte de su maestro Lugonis, la única persona en la Tierra con quien había compartido un vínculo alguna vez. Y que sensación más terrible fue la de perderlo, no fue difícil decidir que jamás permitiría a nadie más acercarse para no lastimar a otros con su sangre maldita, esa que no funcionaba con nadie más que el enemigo.

Pero entonces esa extraña urgencia apareció nuevamente… con más fuerza. Esa maldita necesidad.

Ya se consideraba un hombre, uno que cargaba con una gran responsabilidad, una armadura que portar y la una Casa Zodiacal que proteger. Así era como el resto también lo consideraba, no se permitía pensar en él cómo en un jovenzuelo al que se le había obligado crecer demasiado deprisa. No se tendría lastimas, su pensamiento orgulloso no le permitía sentir la más mínima compasión hacia él mismo. Al contrario, su misión al cargo de la última de defensa de Athena y el Patriarca, portando la brillante armadura de su maestro, lo hacía sentirse poderosamente orgulloso.

Pero estaba eso… ese algo. Un rugido que hervía en sus venas, algo que iba mucho más allá del veneno.

Ese molesto llamado que lo perturbaba algunas veces por las noches, ese que iba más allá del lamento y la pesadumbre de haber perdido a su maestro y no ser consiente sino hasta ese momento de la letalidad de su sangre y la tolerancia ponzoñosa de su cuerpo.

Si bien siempre fue consciente de su belleza, jamás se sintió cómodo con ella, siempre ignoraba estoicamente las intensas miradas que las mujeres de los pueblos cercanos al Santuario le dirigían. Pues a lo largo de su entrenamiento se encargó ya de sacarle a sus compañeros esos tontos ideales a golpes, en los que por cierto, siempre resulto victorioso. Podría ser tan hermosos hasta parecer una chica, una muñeca de porcelana, incluso una delicada flor –como les gustaban gritarle los demás chicos– pero todo ello fue silenciado a golpes, y jamás nadie volvería a subestimarlo por su belleza. Una que él no había pedido y que tampoco era digna de su cuerpo… de su destino.

Pocas fueron las veces que se preguntó el por qué esa apariencia a un cuerpo que estaba destinado por la voluntad de su Diosa a desfallecer el combate, ¿por qué ser él quien cargara con tal venenosa y maldita responsabilidad? Fueron solo unas muy pocas veces las que se realizó esa pregunta, nunca con la intención de quejarse, lamentarse o encontrarles una respuesta, tampoco la necesitaba. Era por Athena y punto. Con su orgullo siempre en alto afrontaría lo que fuese.

Pero… ¿cómo sentirse orgulloso de lo que su más bajo instinto lo orillaba a recurrir? o al menos era eso lo que quería creer. Que el "instinto" era el único responsable, que su cuerpo era conducido por una fuerza superior a él, que su racionalidad no tenía nada más que ver con ello, en este mundo, donde vidas eran tomada a cada momento, no lastimaría a nadie entre tanto nadie más tuviera por qué saberlo… Pero la verdad es que eran puras excusas para refugiarse de sí mismo, de su propia fealdad, de la monstruosidad de su propia y envenenada existencia. Su sangre maldita habitaba un cuerpo que, pese a cualquier entrenamiento, cualquier ideal inculcado y cualquier principio, seguía siendo el cuerpo de un hombre. Con sus más bajos instintos y todo.

El Patriarca le había encargado en solitario una misión en Londres, la capital inglesa. No era la primera misión de ese tipo, así que fue, tal y como debía, a cumplir con su deber. Una información sumamente confidencia perteneciente al Santuario había sido filtrada a través de algún contacto traidor que la vendió. Debía viajar hasta allí y en completo anonimato, investigar desde el punto de fuga, analizarlo todo, identificar a los implicados, recuperar la información y eliminarlos. El originario de aquella traición había salido de un pequeño pueblo bastante humilde, al parecer harto ya de su miserable situación de pobreza y se convenció de que en la capital del poder y la cultura encontraría algún interesado de lo que sabía a cambio de dinero y favores. Lo había conseguido, pero por muy corto tiempo.

No entendía como a algunas personas no les era suficiente el vivir de lo que tienen, de lo que ellos mismo a través de trabajo pueden conseguir, una vida tranquila y bien abastecida, él hubiera dado lo que fuera a cambio de poder vivir así y no tener que actuar como un mercenario. Revelando su identidad ya en la hora final, cuando en nombre de Athena ejecutaba el último paso de su misión.

No se sentía culpable al matar, ni siquiera el más mínimo remordimiento, un favor a la sociedad era el que hacia al desaparecer a esos bastardos capitalistas. Pero pese al éxito de su misión, llevada a cabo sin pormenores, no podía evitar sentirse algo… ¿miserable?, ¿desdichado? tal vez no fuera muy diferente a aquel sujeto, al traidor, después de todos. Así que, si ya había determinado el hecho de que su existencia entera era dañina ¿Qué importaría una pinta más al tigre?

Ya que todo había terminado antes de lo que tenía planeado, la parte más primitiva de su ser decidió que sería la oportunidad propicia para repetirlo una vez más. Solo debería ser cuidadoso… y él sabia serlo. Debía mantenerse en un bajo perfil y aun pese a su extraordinariamente llamativo físico, sabía hacerlo. Debía planear, observar y escoger cuidadosamente a su presa y él, maldiciéndose con todo el pesar del mundo, sabía hacerlo.

Mientas la penumbra lo mantenía cubierto seguía recorriendo paso a paso la ciudad. Era un lugar grande, incluso de noche había bastante actividad, si bien algunas zonas eran más solitarias que otras, un hombre como él recorriendo las oscuras callejuelas de la zona, no era tan extraño de conseguir, era el barrio de los placeres como se le conocía. Y las presencias queriendo camuflajearse, desfilaban por allí a diario.

Era consciente de que sus exóticos rasgos y su amplia musculatura, llamaba fácilmente la atención por donde fuera aun sin tener intenciones de hacerlo. Pero esa maldita belleza que siempre había detestado ya era algo que había aprendido a usar a su favor y a incluso, gracias también a sus años de entrenamiento, a pasar lo más desapercibido posible cuando se lo proponía.

Detuvo su andar y se acomodó en el asiento que brindaba una banca solitaria. Con su mirada fija en la entrada de aquel lugar, esperaba la salida de su presa, esa que había estado observando desde hacía ya algunos días.

El remordimiento debería estar consumiéndolo en ese preciso momento, pero ya era tarde, se había activado su modo de autoabastecimiento, donde todas las dudas, recriminaciones y tormentos con los que se flagelaban, quedaban sumidos en total silencio, encerados en un apartado de su mente, uno que estaba bajo llave y que se abriría tan pronto culminara –exitosamente– esta otra misión. Ya a estas alturas, la sola idea de la obtención de su objetivo, lo había transformado en otra persona. O más bien en otra clase de ser. Un ser completamente abominable y retorcido, con el que nadie identificaría jamás al estoico Albafica de Piscis.

Pero allí estaba, sentado en la misma baquilla en la que había estado sentándose desde hace ya días. Observando, vigilando con ojos de halcón la gran aparición de la escogida. La gran afortunada… cualquiera pudiera creer que todas las mujeres de aquel sector eran iguales y que cualquiera que fuera la que escogiese, siempre y cuando se pudiera pagar, estaría bien. Nadie las extrañaba, nadie las quería, nadie siquiera las lloraría, solo eran cortesanas.

Pero él no funcionaba así, debía observar, analizar y luego escoger. Jamás caería en el error de juzgar a otros tal y como lo justaban a él. Ninguna persona en este mundo era igual a otra y el físico era el peor punto de comparación. Cada ser poseía un valor propio, cada uno es único en la Tierra. La individualidad en las mujeres era la más fascinante de observar; las había de todos tipos y colores, bien era cierto que en los burdeles se les conseguía aglomeradas en bandas variopintas, todos a gusto para elegir.

Pero ella… aun no lo sabía muy bien, pero supo que ella era la indicada. El destino de esa mujer había sido marcado a partir del mismo instante en que sus ojos cobalto se posaran sobre ella.


No pos… yolo! xD

Esto no será muy largo, pero si conciso. Albafica, con lo poco que logramos descubrir de él en el anime, se nos mostró un hombre solitario y perturbado pero con un fuerte sentido del orgullo y el honor. Aun así su corazón me sigue pareciendo un lugar demasiado profundo y quiero ahondar en esas profundidades a través de este fic, que se desarrollará tiempo antes de la Guerra Santa contra Hades pero un tiempo después de la muerte de Lugonis.

Honor al mérito al que llegó hasta aquí.

Besos con sabor a mango.

*Alhaja*