Fue mi culpa.

No importa cuánto lloré, ni tampoco cuánto supliqué, ellos no escuchaban.

–¡Por favor, es solo un niño, por favor, se los suplico!– mamá se aferró a las ropas de un oficial, mismo que no dudó en golpearla, haciendo que ella cayese al suelo y, posteriormente, la pateó tan duro que ella soltó un grito silencioso. Me tiré sobre ella, no soportando el maltrato, y recibí un jalón de pelo junto a un brusco empujón.

Iba a volver a intentarlo, pero me miró con tanta súplica que me quedé ahí, paralizado, incapaz incluso de llorar mientras veía como la golpeaban una y otra y otra vez; sus asquerosas carcajadas demostraban cuánto disfrutaban de ello.

Mi madre no dejó de mirarme ni un solo instante; fingía no tener miedo ni sentir dolor para tratar de hacerme sentir mejor pero, aunque lo pretendí, nunca me pudo reconfortar, no cuando el pánico en sus ojos era un reflejo de los míos, no cuando las personas a nuestro alrededor lo exclamaban a todo aquel que quisiera, o no, oír; no cuando esos cerdos de Marley disfrutaban de su dolor.

A día de hoy puedo recordar esa calidez con la que mencionaba mi nombre, suave, casi como un arrullo. Mi padre era muy distinto, pero me quería; caricias torpes, palmadas un poco bruscas, expectativas pesadas y sonrisas torcidas eran maneras usuales de demostrarlo. Me quería tanto que prefirió ver morir a su propia esposa, a mi madre, a verme morir.

Fue mi culpa.

Ver a mi madre caer y ser convertida en un monstruo fue lo que encendió esa chispa, esa tristeza que, con el pasar de los años, se iría transformando en una profunda ira.

Siento remordimiento, sí, pero también la esperanza que me regaló ese hombre aquel día donde mi mundo colapsó y uno nuevo se erigió sobre los escombros. El día donde perdí a mi madre, mi hogar, lo que conocía y lo que me correspondía. El día donde mi padre se convirtió en mi única familia y donde supe que, de todas maneras, lo iba a perder.

Ese hombre de ojos cansados que cargaba un funesto destino a sus espaldas, mismo que heredó a mi padre sin dudarlo.

El hombre que me dedicó una mirada, solo una, y supo en lo que me iba a convertir.

El búho nocturno, Eren Kruger.