Milagro sin construir
No es que quisieras sustituir a Chiba, que él correspondiera tus sentimientos. Era un hombre de verdad, después de todo. A veces, la idea de lo que pudo haber sido, si ella no existiera entre ustedes, te asaltaba, pero la esfumabas en seguida con un ademán de esa mano que al lado de la de Kyoshiro-sensei, era delicada. Cuatro al Servicio de sus Milagros, no podían ser tres sin que fracasaran más ruidosamente, aunque fuera siguiendo las órdenes de ese misterioso líder al que el resto de los que debieran llamarse orgullosamente aún "japoneses", seguían con ojos vendados. Uno debe estar junto Tohdoh, para recordarle que es mortal, aunque a veces le sonrían las divinidades, encantadas con su valentía. El otro, el más audaz, el que lo aprecia más que a su propia carne, es el que corre contra el fuego, arriesgándolo todo, hasta el día de mañana a su lado, antes que todos los demás. Ese eres tú ahora, siendo devorado –irónico- por un arma que es la esposa de un Dios, como si no hubieras vivido a la sombra de una.
Chiba solía mirarte cuando observabas intensamente a Kyoshiro (él nunca lo notó, abstraído en sí mismo. Qué vergüenza si lo hubiera hecho). Ella, su porte de muñeca, su aire pétreo que nunca pudiste igualar, a pesar de que siempre esgrimiste las circunstancias con la misma determinación que todos ustedes. Parecía querer disculparse con suavidad por ir cada noche a acompañar al que tú anhelabas. Como si fuera un concurso de idols y hubieras perdido. Un beso en la mejilla. Sacudías la cabeza, le hacías señas para que siguiera. No era necesario. Si estaba con ella, seguía eligiendo a uno de los tuyos: era casi como si estuviera contigo. Casi. Pero correcto.
Las chicas literalmente hubieran hecho fila para entrar al cuarto que ocuparas. Los mancebos no eran muy diferentes. Te admiraban y querían tu favor, como tú el de Tohdoh. Deseaban protegerte y serte útil. Como tú a Tohdoh. Pudiste tener a más de uno debajo de ti. O encima. Al mismo tiempo. Pero no habría sido lo mismo y hubieras dejado dos cicatrices en ellos: la del abandono emocional y póstumo, cuando alcanzaras el fin más honorable para un soldado. Lo conociste, por eso no estás frustrado. Sin embargo, dices su nombre. Tu carne, que antes se veía satisfecha con ser acariciada por sus ojos sin intenciones románticas, desea una última caricia que ya no llegará, ni en sueños. Eres débil, no hay milagros para ti.
